viernes, 31 de enero de 2014

CIUDAD DE CAMPANAS Y CAMPANILLAS

No hay nada tan evocador como el vibrar de una campana. Nada hay que suspenda el ánimo tanto como escuchar, cuando se dialoga con la propia alma, el toque de una campana remota. En los caminos sobre el circundante y sordo rumor de la naturaleza, cuando la tarde cae y hasta el silencio tiene como una íntima musicalidad que adivinan las almas sedientas de armonía.
El toque lejano de la campana de la ciudad llega envuelto en un maravilloso acorde poético. Sobre la paz rural del sendero pone dulzura el alma sonora de la urbe que, a la hora del crepúsculo, cuando el oro solar dora los campanarios, se eleva como una exhortación, como una esperanza, como un anhelo pío en infinito, como una resignada queja después del miserable ajetreo cotidiano. Y escuchada así la campana, cuando la ciudad queda a lo lejos, adquiere un lírico encanto que es como la sonora rehabilitación de la carcelaria sordidez urbana.
Cuanto hacen pensar y sentir las campanas, los sonoros bronces que el fervor religioso creará cuando se adivinó en aquel florecer del verdadero romanticismo, que la música era lo más intimo, lo esencial y profundo de la existencia. Descubrámonos ante aquellos días lejanos en que el alma ardiente de los ascetas, pudo intuir que, sobre el silencio recatado de los tiempos austeros, ricos por dentro como los grandes espíritus selectos, debía quedar vibrando la mística plegaria en la  musical llamada de los campanarios.



Cuanto hacen pensar y sentir las campanas...

NOTAS RUIDOSAS
Fueron las campanas de Lima las principales notas ruidosas de la ciudad en medio de la modorra colonial. Traídas por los españoles conquistadores, carecieron de aquellas sutiles delicadezas que los bronces tienen en otros países. Hechas muchas de  ellas a base de la popular ofrenda y de la merced aristocrática, gastáronse en su fundición, según relata la leyenda, joyas y barras de oro, pero carecieron de armonías complicadas.
Casi no hubo suceso importante consignado en los infolios que no fuera anunciado bulliciosamente por las campanas y tanta importancia adquirieron que preguntado en cierta época un viajero por lo que se hacía en Lima, respondió en una suprema síntesis: “Repicar y quemar cohetes”.
Lima fue, durante la Colonia, una ciudad muerta. Hasta que llegó el pomposo tiempo de las calesas, el único ruido urbano fue el de las calesas, el único ruido urbano fue el de las campanas. Desde el alba hasta el crepúsculo vespertino, el único rumor era el de los templos que  convocaban a los fieles.
Un toque de fe provocaba un repique, toques de agonías y dobles  sonoros. La llegada del cajón de España se anunciaba  con un desatentado repicar de todas las campanas, si acaso había nacido un infante real. Y cuando allá en la metrópoli moría deudo cercano del Rey, seis meses después tañían melancólicamente los bronces de esta ciudad. 
CAMPANERO
Todos conocían así lo que había ocurrido por la historia resonante de las campanas. Festejos y duelos, ceremonias civiles y religiosas, buenas y malas noticias, todo se anunció con jubilosos o tristes toques. En las parroquias y en los conventos la profesión de campanero gozaba de gran prestigio. Y se explica porque era el campanero una especie de periodista, a su modo, que sabía antes que el vulgo los sucesos dignos de anunciarse.
Como no existía entonces más periódico que las lacónicas reimpresiones del Aviso de Madrid, las campanas fueron las mayores chismosas de la ciudad. Tal era su importancia que se acostumbraba hacerlas vibrar cuando el señor Virrey pasaba por alguna plazuela. Sabían así los vecinos cuando el representante de Su Majestad visitaba algún barrio. Es de estas épocas la tradición del Virrey hereje y campanero bellaco que nos ha contado don Ricardo Palma.
Un campanero que cayó en falta al no rendir los honores de  su campanario al paso del Virrey por la Plaza de San Agustín y que se disculpó achacando a la herejía del linajudo señor el silencio de sus campanas, mal creyó vengarse de los ramalazos que sufriera, anunciando a media noche al barrio que el señor Virrey pasaba, seguramente de galanteo.
Calcule el lector el alboroto que se armaría en Lima. Ciudad tranquila en la que, sonadas las diez de la noche, nadie se atrevía a salir de las calles, seguramente se alarmó del gozoso campaneo que fue motivo de larga murmuración e infinitos comentarios. Refiere el tradicionalista que pasado el tiempo el campanero, que era duro de mollera, fue perdonado por el Virrey quien le sirvió de padrino en su primera misa, milagro que obtuvo por la protección de quien le hizo azotar una vez por silencioso y otra vez por vocinglero…


José Galvez: el autor de la nota.

TRES SIGLOS
Durante tres siglos todo se anunciaba por medio de las campanas y como la religiosidad era fantástica e imponderable, Lima no fue, desde las cuatro de la mañana hasta las seis de la tarde, desde el maitines hasta el ángelus, sino una constante oración metálica, argentina y rítmica que ascendía sin tregua a las alturas.
Hasta hace algunos años hemos vivido aquí acostumbrados al repique de las campanas y conocemos de memoria los diversos toques. Los trasnochadores distinguen inconfundiblemente el toque repetido y como debilitado de las campanas de los conventos, llamando a las cuatro de la mañana. El llamamiento a Misa es  también único, característico y todos, aunque sea una vez en la vida, se han emocionado ante el toque vespertino del ángelus, que inspira el famoso cuadro de Millet y que diera ocasión a Bello a traducir hermosos versos.
Pero el tañido que sólo se escucha hoy en muy raras ocasiones, tan repetido antaño es el toque de agonías. El cronista recuerda haber alcanzado muy niño, en su parroquia, el lúgubre son de agonías por un vecino de su barrio y recuerda también el comentario de la antigua servidumbre de su casa: “Están doblando por don Fulgencio: anoche dieron el Santísimo y cuentan que la madrugada comenzó con las boqueadas”.
ANIMAS
 Y en su exaltada imaginación infantil el grave resonar de las campanas se dilató largamente, como un anticipo de lo irremediable. Hoy sólo en los pueblecitos, aún en los cercanos a Lima, subsiste la piadosa costumbre que significa, sin duda, el afectuoso e íntimo trato del cura con sus feligreses. Antiguamente, cuando alguna persona entraba en agonías, todos los del barrio aguardaban el toque mortal y cuando comenzaba a doblar solemnemente la campana sabían que un alma se escapaba de su mísera envoltura.
Otro típico tañido era el de ánimas, a las 8 de la noche. Las amas contaban a los niños cuentos terroríficos mientras las campanillas de las ánimas tintineaban fuera, temblorosamente…
Los sacristanes gustaban de jugar con las campanas y los muchachos de los barrios soñaban en ser algún día campaneros de sus parroquias. Cuando se trataba de alguna fiesta grande en que había que repicar gordo y todas las campanas se echaban al vuelo,  el sacristán campanero necesitaba de la ayuda de los chiquillos que se disputaban encarnizadamente el honor resonante de repicar en Cuasimodo o en los días gozosos de la Pascua de Resurrección. Entonces el toque era un desconcertado repicar de todas las iglesias, un desenfrenado afán de hacer ruido. Recuerda el cronista como bullía toda su sangre de niño, ingenuo y feliz, cuando el Sábado de Gloria vibraba vocinglera e íntegramente el campanario de su antigua parroquia.


Primordiales instrumentos de comunicación de las iglesias.

RECUERDOS
Cierta vez y a escondidas como quien hace una gran mataperrada, por su amistad con un viejecito, se permitió el cronista subir al campanario y ver algo para él sagrado y casi inaccesible: las campanas mudas, las viejísimas cuerdas y las huellas de golondrinas, lechuzas, gallinazos y palomas. Algo superior a sus fuerzas le impulsó a tocar la campana chica, aquella que hace el din de acompañamiento, alegre y agudo (remedo del contraste que hay en las cosas toda la vida) al grave don de la campana mayor.
Entre los más dulces recuerdos de su niñez vive imperecederamente esta fresca y sencilla remembranza. Casi conteniendo la respiración, cogió la cuerda, la movió con temor al principio. Luego con brusca fuerza y cuando el primer son se escapó tímidamente de la torre, sintió que por todo su ser corría una onda inexplicable de alegría y agitó ambos brazos saboreando cómo sobre su cabecita inocente se desataba un raudal milagroso de sonoridades. Y creyó que todos deberían distinguir y reconocer como inconfundible aquel toque soñado tantas veces que para él resonaba único, como el que puso la eclosión de un alma apenas rosada por la vida. Han pasado muchos años y en su espíritu envejecido prematuramente, la admirable emoción de aquel contacto no se ha vuelto a repetir. 
RESPETO
La llamada de la campanilla del Viático, sacudida por un mataperro, que también servía para las cosas de Dios, infundía peculiarísimo respeto. Llamaba y percutía con desesperación como voz de socorro, antes que saliera de la parroquia la larga y ondulante procesión de cirios y adquiría después, no obstante su agudo son, un tono severo, cuando el muchacho, a la cabeza del cortejo, la hería a intervalos. La seriedad y la tristeza en su retañir consistían en la lentitud que le daba cierta percusión de largo ritmo, que parecía como se detuviera y ya no fuera a repetirse… Tilín…Tilín…
Las casas de Lima eran antiguamente como grandes tribus patriarcales de largas mesas, a la hora de las comidas siempre llenas de deudos y relacionados. Raro era el hogar que tenía pocos comensales y por ellos, sin duda, se uso hasta hace poco-sus contadas las que aún conservan la costumbre- llamar por medio de una campanilla a las horas de almorzar y de comer. La severidad de algunos jefes de familia  llevó este toque al extremo de significar que  quien no acudía inmediatamente a su llamada, sufría el bárbaro castigo de quedarse sin alimento,
Cuando se pasaba a determinas horas por cualquier barrio de Lima, se escuchaba el repique desatentado  de las campanillas caseras que llamaban agudas y continuas. La costumbre tenía significación  moral: significaba el respeto al hogar doméstico y también-¡Oh tiempos suntuosos ya distantes!- que en aquellos días comían juntos en mayor número los miembros y allegados de un familia. Era  la época de las largas y vinculadoras sobremesas. Hoy, por lo general, salvo honrosas excepciones las mesas están desiertas e los hogares, porque cada cual come a  su hora y hay restaurantes con música y es muy correcto y muy chic aquello de comer fuera del calor hogareño.
INCENDIO
No hay limeño que no conozca el toque que anuncia un incendio. Su gestión del espíritu o realidad de la misma llamada de socorro, el hecho es que a media noche produce una impresión extraña y trágica el toque de la campana de alarma .Cuando el incendio es de magnitud, tocan también las grandes campanas de los templos y el limeño conoce por esta circunstancia la gravedad del siniestro. Pero es la campana de la Bomba Lima que obsequió Enrique Meiggs, la típica e inconfundible campana que atemoriza en la noche.
Todos conocen perfectamente de donde viene el sonido y lo que significa. Los que despiertan a media noche con el llamamiento, se revuelven malhumorados en el lecho y a veces tornan al reposo. Pero si acaso el son característico de la campana de la Catedral rompe el silencio nocturno, es casi imposible que no se incorporen y agitada la respiración no vigilen, avizorando la sombra, como si temieran que el resplandor siniestro invada la alcoba.


Lucen en lo alto imponentes.

OTRO SONIDO
Y la verdad  es que cuando San Pedro, San Agustín, La Merced, Santo Domingo y la Catedral anuncian que hay incendio es porque sobre la ciudad se extiende, como un castigo celeste, una gran mancha roja, en las que como asombradas, más pálidas y parpadeantes que nunca asomaban, compasivas las estrellas… Y debe ser grave la sensación del campanero- cuántas veces un fraile filósofo- al sacudir con vehemencia, desde la altura, la ronca y lúgubre campana, mientras sus ojos no se apartan de la llamarada amenazadora.
El esquilón del basurero tiene vida reciente. Es modernísimo y anuncia el paso del carretón ruidoso y hediondo donde se almacena la cotidiana basura de todos los hogares. Su sonido es descompasado, como si se ajustara a su  ínfimo objeto. Resuena en las tardes, a la hora vespertina y evocador como es el sonido, trae a quien lo escucha asociaciones olfativas, incómodas y desagradables. Agita sin gracia el esquilón, con cansada y brusca actitud, una persona triste y su tintineo burdo se  mezcla al chirriar del pesado carromato.
A su llamada acuden los sirvientes con sus latones llenos de desperdicios que martirizan las narices, mientras taladran los oídos el pausado crujir de las pesadas ruedas, el rajado tono del esquilón y el escandaloso rodar de las latas en la resonante calzada. Sin embargo tiene su significación. Trae, por asociación extraña y pintoresca, el recuerdo, la visión de la carroza de los muertos de los hospitales y hace recordar la repugnante vulgaridad y la triste descomposición de todas las cosas humanas.
EL REPIQUE
A veces a las seis y media de la tarde, parece que se volvieran locas las campanas de La Merced. Todos los habituales paseantes del Jirón de la Unión conocen de seguro aquel inarmónico y desordenado repicar         de las campanas desconcertadas. Ignora, eso si el cronista, la verdadera causa. Si es triduo o una novena lo que se anuncia. Los transeúntes tienen que gritar para entenderse Parece que alegres chiquillos se encaramaran al campanario y agitaran por mataperrada todas las campanas.
Y cuando el son repetido continua, cada vez más alto y más agudo, siente quien lo escucha una irresistible y enfermiza necesidad de gritar. Ni más ni menos cuando pasa algún carretón de aquellos chillones y alto que ruedan agresivos y pesados  sobre nuestros empedrados pésimos. Quizá esta necesidad de gritar sea una defensa por aquello de similia similitibus curantur…
Quien se entretenga leyendo periódicos viejos se encontrará siempre en las descripciones de los sucesos importantes con un párrafo inevitable en el que se lee: “Se echaron las campanas a vuelo”. Lima había acostumbrado desde la Colonia a repicar por todo. Y las campanas que eran su inmensa mayoría de la época del Virreinato, como lo atestiguan todavía marcas y fechas, sirvieron a maravilla a la causa libertadora.
LIBERTAD
Cuando San Martín entró a Lima, las campanas de la Catedral dejaron oír sus sones majestuosos y vibrantes. Cada suceso favorable a la causa de los patriotas se festejó con repique general. Además, cada vez que se necesitaba convocar al pueblo se hacía sonar la María Angola y las escaramuzas, los combates, las hazañas de los patriotas se festejaban  con los mismos bronces que se echaron a vuelo cuando nacía un real infante o sanaba de grave dolencia algún  monarca de las Españas.
Bolívar entró a Lima entre un sonoro repercutir de campanas y las batallas de Junín y Ayacucho tuvieron la loa de todas las ruidosas torres de la capital. Cuando San Martín concluyó de proclamar la fórmula de nuestra independencia acaeció otro tanto, Por eso las campanas, las mismas campanas coloniales, expresando con sus sonoridades las nuevas almas, se convirtieron en voces de libertad y de reivindicación. Por desgracia, los bronces no saben enmudecer cuando los hombres, indiscretamente, quieren hacerles resonar y aquellas campanas gloriosas sirvieron luego para todos los revolucionarios, los malos y los buenos.
Ya se sabía por los campanarios cuando había un mitin, un pronunciamiento militar. Salaverry, Gamarra, La Fuente, Vivanco, Castilla y otros retumbantes caudillos cuando quisieron y lograron ser jefes supremos, los anunciaron a la ciudad por medio de las campanas lenguaraces y versátiles como viejas chismosas. La primera alianza que buscaba un jefe revolucionario era la de los campanarios. Cuando había un combate en las calles de Lima se sabían, como si tuviera activísimo servicio de corresponsales, los diversos avances de las fuerzas rebeldes.

Tan antiguas como la Colonia...


PIEROLA
El cronista recuerda que cuando la revolución de Piérola el año 1895-fecha que marca una era en  nuestra vida social- se quedaba boquiabierto ante la infalible ciencia de una viejecita que conocía todas las campanas de Lima y las percibía entre el estruendo del tiroteo: “Los pierolistas en San Pedro. Ya tomaron Los Huérfanos. Ya están en Santo Tomás. Mucho tiempo después hombre hecho, pudo explicarse el cronista la razón de esta sabiduría. La viejecita que conocía el son de cada campanario, sabía muy bien que a los revolucionarios les importaba tomar las torres, no sólo como posiciones estratégicas, sino como medios de convocar al populacho. Después, al revisar periódicos antiguos  se ha encontrado frecuentemente con que la costumbre era antiquísima y se anotaba como resonantes méritos las capturas de ls torres por don Fulano, don Zutano y don Perencejo.
La campana, aparte su significación poética y filosófica, digna del canto y de la reflexión madura, la campana de lo troveros populares, aquella que inspira la musa fresca de las llorosas cantinelas y de la tumba. 
ACOMPAÑAMIENTO
Aquella campana ha tenido en Lima una significación mucho más vasta todavía. Además de las de vela y de la gloria del cantar español, la campana de los virreyes, v de los arzobispos, de los inquisidores, de los galeones que venían de España, sirvió también la causa de los libertadores, acompañó a los caudillos y en los tiempos heroicos y legendarios, en los tiempos que no había prensa diaria ni cultura moderna, ni filosofía barata, representó un capítulo pintoresco de nuestra vida.
Hoy en verdad se está haciendo cargante la campana. Apenas conserva la significación que en todas partes tiene. Y es lástima que desaparecido su aspecto genuino de cronista único de la ciudad, no se intente hacerla armoniosa, como las de ciertas ciudades europeas, en que cada cual tiene su son, su acorde musical sugestivo y peculiar.
La campana de los colegios debería ser menos rajada, menos insulsa. Sólo posee la significación menuda que el estudiante le da al salir del colegio en las horas de recreo, en el fatídico instante en que, al ver apresurado la esquina, le anuncia que llegará tarde y que será castigado. La campana del colegio no debe ser tan monótona, tan profundamente desagradable.
DOCTRINA
 Las mismas campanas de la ciudad, si fueran más musicales, tal vez despertarían con el tiempo una más alta y dignificadora disposición de las almas. Si desde que aquí repercuten los bronces hubieran tenido artística armonía, tal vez la psiquis de nuestro pueblo sería más elevada y habríamos tenido mayores poetas y mejores músicos.
No faltará quien crea exagerada la doctrina. El cronista la cree sencillamente  cierta. Basta pensar que el tesoro evocador de una campana que dice a las almas cosas inefables, para comprender que si se les añadiera un adarme de musicalidad artística la cuestión sería incalculable.

Lima va perdiendo aquella alma que le dieron sus campanarios. Suenan hoy, pero casi nada significan. Ya no se compenetran con la vida del pueblo. Dicen lo que hay de constante, de general, lo que todos sabemos y sentimos por ser humanos, sin necesidad de ser limeños. Y es en verdad triste decirlo, pero las campanas significaron mucho para Lima, cuando Lima era una ciudad de campanillas… (Páginas seleccionadas del libro “Una Lima que se Va”, cuyo autor es el consagrado escritor y político José Gálvez Barrenechea)

No hay comentarios:

Publicar un comentario