No hay nada tan evocador como el
vibrar de una campana. Nada hay que suspenda el ánimo tanto como escuchar,
cuando se dialoga con la propia alma, el toque de una campana remota. En los
caminos sobre el circundante y sordo rumor de la naturaleza, cuando la tarde
cae y hasta el silencio tiene como una íntima musicalidad que adivinan las
almas sedientas de armonía.
El toque lejano de la campana de
la ciudad llega envuelto en un maravilloso acorde poético. Sobre la paz rural
del sendero pone dulzura el alma sonora de la urbe que, a la hora del
crepúsculo, cuando el oro solar dora los campanarios, se eleva como una
exhortación, como una esperanza, como un anhelo pío en infinito, como una
resignada queja después del miserable ajetreo cotidiano. Y escuchada así la campana,
cuando la ciudad queda a lo lejos, adquiere un lírico encanto que es como la
sonora rehabilitación de la carcelaria sordidez urbana.
Cuanto hacen pensar y sentir las
campanas, los sonoros bronces que el fervor religioso creará cuando se adivinó
en aquel florecer del verdadero romanticismo, que la música era lo más intimo,
lo esencial y profundo de la existencia. Descubrámonos ante aquellos días
lejanos en que el alma ardiente de los ascetas, pudo intuir que, sobre el
silencio recatado de los tiempos austeros, ricos por dentro como los grandes espíritus
selectos, debía quedar vibrando la mística plegaria en la musical llamada de los campanarios.
Cuanto hacen pensar y sentir las campanas...
Cuanto hacen pensar y sentir las campanas...
NOTAS RUIDOSAS
Fueron las campanas de Lima las
principales notas ruidosas de la ciudad en medio de la modorra colonial.
Traídas por los españoles conquistadores, carecieron de aquellas sutiles
delicadezas que los bronces tienen en otros países. Hechas muchas de ellas a base de la popular ofrenda y de la
merced aristocrática, gastáronse en su fundición, según relata la leyenda,
joyas y barras de oro, pero carecieron de armonías complicadas.
Casi no hubo suceso importante
consignado en los infolios que no fuera anunciado bulliciosamente por las
campanas y tanta importancia adquirieron que preguntado en cierta época un
viajero por lo que se hacía en Lima, respondió en una suprema síntesis:
“Repicar y quemar cohetes”.
Lima fue, durante la Colonia, una
ciudad muerta. Hasta que llegó el pomposo tiempo de las calesas, el único ruido
urbano fue el de las calesas, el único ruido urbano fue el de las campanas.
Desde el alba hasta el crepúsculo vespertino, el único rumor era el de los
templos que convocaban a los fieles.
Un toque de fe provocaba un
repique, toques de agonías y dobles
sonoros. La llegada del cajón de España se anunciaba con un desatentado repicar de todas las campanas,
si acaso había nacido un infante real. Y cuando allá en la metrópoli moría
deudo cercano del Rey, seis meses después tañían melancólicamente los bronces
de esta ciudad.
CAMPANERO
Todos conocían así lo que había
ocurrido por la historia resonante de las campanas. Festejos y duelos,
ceremonias civiles y religiosas, buenas y malas noticias, todo se anunció con
jubilosos o tristes toques. En las parroquias y en los conventos la profesión
de campanero gozaba de gran prestigio. Y se explica porque era el campanero una
especie de periodista, a su modo, que sabía antes que el vulgo los sucesos
dignos de anunciarse.
Como no existía entonces más
periódico que las lacónicas reimpresiones del Aviso de Madrid, las campanas
fueron las mayores chismosas de la ciudad. Tal era su importancia que se acostumbraba
hacerlas vibrar cuando el señor Virrey pasaba por alguna plazuela. Sabían así
los vecinos cuando el representante de Su Majestad visitaba algún barrio. Es de
estas épocas la tradición del Virrey hereje y campanero bellaco que nos ha
contado don Ricardo Palma.
Un campanero que cayó en falta al
no rendir los honores de su campanario
al paso del Virrey por la Plaza de San Agustín y que se disculpó achacando a la
herejía del linajudo señor el silencio de sus campanas, mal creyó vengarse de
los ramalazos que sufriera, anunciando a media noche al barrio que el señor
Virrey pasaba, seguramente de galanteo.
Calcule el lector el alboroto que
se armaría en Lima. Ciudad tranquila en la que, sonadas las diez de la noche,
nadie se atrevía a salir de las calles, seguramente se alarmó del gozoso
campaneo que fue motivo de larga murmuración e infinitos comentarios. Refiere
el tradicionalista que pasado el tiempo el campanero, que era duro de mollera,
fue perdonado por el Virrey quien le sirvió de padrino en su primera misa,
milagro que obtuvo por la protección de quien le hizo azotar una vez por
silencioso y otra vez por vocinglero…
José Galvez: el autor de la nota.
José Galvez: el autor de la nota.
TRES SIGLOS
Durante tres siglos todo se
anunciaba por medio de las campanas y como la religiosidad era fantástica e
imponderable, Lima no fue, desde las cuatro de la mañana hasta las seis de la
tarde, desde el maitines hasta el ángelus, sino una constante oración metálica,
argentina y rítmica que ascendía sin tregua a las alturas.
Hasta hace algunos años hemos
vivido aquí acostumbrados al repique de las campanas y conocemos de memoria los
diversos toques. Los trasnochadores distinguen inconfundiblemente el toque
repetido y como debilitado de las campanas de los conventos, llamando a las
cuatro de la mañana. El llamamiento a Misa es
también único, característico y todos, aunque sea una vez en la vida, se
han emocionado ante el toque vespertino del ángelus, que inspira el famoso
cuadro de Millet y que diera ocasión a Bello a traducir hermosos versos.
Pero el tañido que sólo se
escucha hoy en muy raras ocasiones, tan repetido antaño es el toque de agonías.
El cronista recuerda haber alcanzado muy niño, en su parroquia, el lúgubre son
de agonías por un vecino de su barrio y recuerda también el comentario de la
antigua servidumbre de su casa: “Están doblando por don Fulgencio: anoche
dieron el Santísimo y cuentan que la madrugada comenzó con las boqueadas”.
ANIMAS
Y en su exaltada imaginación infantil el grave
resonar de las campanas se dilató largamente, como un anticipo de lo
irremediable. Hoy sólo en los pueblecitos, aún en los cercanos a Lima, subsiste
la piadosa costumbre que significa, sin duda, el afectuoso e íntimo trato del
cura con sus feligreses. Antiguamente, cuando alguna persona entraba en
agonías, todos los del barrio aguardaban el toque mortal y cuando comenzaba a
doblar solemnemente la campana sabían que un alma se escapaba de su mísera
envoltura.
Otro típico tañido era el de ánimas,
a las 8 de la noche. Las amas contaban a los niños cuentos terroríficos
mientras las campanillas de las ánimas tintineaban fuera, temblorosamente…
Los sacristanes gustaban de jugar
con las campanas y los muchachos de los barrios soñaban en ser algún día campaneros
de sus parroquias. Cuando se trataba de alguna fiesta grande en que había que
repicar gordo y todas las campanas se echaban al vuelo, el sacristán campanero necesitaba de la ayuda
de los chiquillos que se disputaban encarnizadamente el honor resonante de
repicar en Cuasimodo o en los días gozosos de la Pascua de Resurrección.
Entonces el toque era un desconcertado repicar de todas las iglesias, un
desenfrenado afán de hacer ruido. Recuerda el cronista como bullía toda su
sangre de niño, ingenuo y feliz, cuando el Sábado de Gloria vibraba vocinglera
e íntegramente el campanario de su antigua parroquia.
Primordiales instrumentos de comunicación de las iglesias.
Primordiales instrumentos de comunicación de las iglesias.
RECUERDOS
Cierta vez y a escondidas como
quien hace una gran mataperrada, por su amistad con un viejecito, se permitió
el cronista subir al campanario y ver algo para él sagrado y casi inaccesible:
las campanas mudas, las viejísimas cuerdas y las huellas de golondrinas,
lechuzas, gallinazos y palomas. Algo superior a sus fuerzas le impulsó a tocar
la campana chica, aquella que hace el din de acompañamiento, alegre y agudo
(remedo del contraste que hay en las cosas toda la vida) al grave don de la
campana mayor.
Entre los más dulces recuerdos de
su niñez vive imperecederamente esta fresca y sencilla remembranza. Casi
conteniendo la respiración, cogió la cuerda, la movió con temor al principio.
Luego con brusca fuerza y cuando el primer son se escapó tímidamente de la
torre, sintió que por todo su ser corría una onda inexplicable de alegría y
agitó ambos brazos saboreando cómo sobre su cabecita inocente se desataba un
raudal milagroso de sonoridades. Y creyó que todos deberían distinguir y
reconocer como inconfundible aquel toque soñado tantas veces que para él
resonaba único, como el que puso la eclosión de un alma apenas rosada por la
vida. Han pasado muchos años y en su espíritu envejecido prematuramente, la admirable
emoción de aquel contacto no se ha vuelto a repetir.
RESPETO
La llamada de la campanilla del
Viático, sacudida por un mataperro, que también servía para las cosas de Dios,
infundía peculiarísimo respeto. Llamaba y percutía con desesperación como voz
de socorro, antes que saliera de la parroquia la larga y ondulante procesión de
cirios y adquiría después, no obstante su agudo son, un tono severo, cuando el
muchacho, a la cabeza del cortejo, la hería a intervalos. La seriedad y la
tristeza en su retañir consistían en la lentitud que le daba cierta percusión
de largo ritmo, que parecía como se detuviera y ya no fuera a repetirse…
Tilín…Tilín…
Las casas de Lima eran
antiguamente como grandes tribus patriarcales de largas mesas, a la hora de las
comidas siempre llenas de deudos y relacionados. Raro era el hogar que tenía pocos
comensales y por ellos, sin duda, se uso hasta hace poco-sus contadas las que aún
conservan la costumbre- llamar por medio de una campanilla a las horas de
almorzar y de comer. La severidad de algunos jefes de familia llevó este toque al extremo de significar
que quien no acudía inmediatamente a su
llamada, sufría el bárbaro castigo de quedarse sin alimento,
Cuando se pasaba a determinas horas
por cualquier barrio de Lima, se escuchaba el repique desatentado de las campanillas caseras que llamaban agudas
y continuas. La costumbre tenía significación
moral: significaba el respeto al hogar doméstico y también-¡Oh tiempos
suntuosos ya distantes!- que en aquellos días comían juntos en mayor número los
miembros y allegados de un familia. Era
la época de las largas y vinculadoras sobremesas. Hoy, por lo general,
salvo honrosas excepciones las mesas están desiertas e los hogares, porque cada
cual come a su hora y hay restaurantes
con música y es muy correcto y muy chic aquello de comer fuera del calor hogareño.
INCENDIO
No hay limeño que no conozca el
toque que anuncia un incendio. Su gestión del espíritu o realidad de la misma
llamada de socorro, el hecho es que a media noche produce una impresión extraña
y trágica el toque de la campana de alarma .Cuando el incendio es de magnitud,
tocan también las grandes campanas de los templos y el limeño conoce por esta circunstancia
la gravedad del siniestro. Pero es la campana de la Bomba Lima que obsequió
Enrique Meiggs, la típica e inconfundible campana que atemoriza en la noche.
Todos conocen perfectamente de
donde viene el sonido y lo que significa. Los que despiertan a media noche con
el llamamiento, se revuelven malhumorados en el lecho y a veces tornan al
reposo. Pero si acaso el son característico de la campana de la Catedral rompe
el silencio nocturno, es casi imposible que no se incorporen y agitada la
respiración no vigilen, avizorando la sombra, como si temieran que el
resplandor siniestro invada la alcoba.
Lucen en lo alto imponentes.
Lucen en lo alto imponentes.
OTRO SONIDO
Y la verdad es que cuando San Pedro, San Agustín, La Merced,
Santo Domingo y la Catedral anuncian que hay incendio es porque sobre la ciudad
se extiende, como un castigo celeste, una gran mancha roja, en las que como
asombradas, más pálidas y parpadeantes que nunca asomaban, compasivas las
estrellas… Y debe ser grave la sensación del campanero- cuántas veces un fraile
filósofo- al sacudir con vehemencia, desde la altura, la ronca y lúgubre
campana, mientras sus ojos no se apartan de la llamarada amenazadora.
El esquilón del basurero tiene
vida reciente. Es modernísimo y anuncia el paso del carretón ruidoso y hediondo
donde se almacena la cotidiana basura de todos los hogares. Su sonido es
descompasado, como si se ajustara a su
ínfimo objeto. Resuena en las tardes, a la hora vespertina y evocador
como es el sonido, trae a quien lo escucha asociaciones olfativas, incómodas y
desagradables. Agita sin gracia el esquilón, con cansada y brusca actitud, una
persona triste y su tintineo burdo se
mezcla al chirriar del pesado carromato.
A su llamada acuden los sirvientes
con sus latones llenos de desperdicios que martirizan las narices, mientras
taladran los oídos el pausado crujir de las pesadas ruedas, el rajado tono del
esquilón y el escandaloso rodar de las latas en la resonante calzada. Sin embargo
tiene su significación. Trae, por asociación extraña y pintoresca, el recuerdo,
la visión de la carroza de los muertos de los hospitales y hace recordar la
repugnante vulgaridad y la triste descomposición de todas las cosas humanas.
EL REPIQUE
A veces a las seis y media de la tarde, parece
que se volvieran locas las campanas de La Merced. Todos los habituales
paseantes del Jirón de la Unión conocen de seguro aquel inarmónico y desordenado repicar de las
campanas desconcertadas. Ignora, eso si el cronista, la verdadera causa. Si es
triduo o una novena lo que se anuncia. Los transeúntes tienen que gritar para
entenderse Parece que alegres chiquillos se encaramaran al campanario y
agitaran por mataperrada todas las campanas.
Y cuando el son repetido
continua, cada vez más alto y más agudo, siente quien lo escucha una
irresistible y enfermiza necesidad de gritar. Ni más ni menos cuando pasa algún
carretón de aquellos chillones y alto que ruedan agresivos y pesados sobre nuestros empedrados pésimos. Quizá esta
necesidad de gritar sea una defensa por aquello de similia similitibus
curantur…
Quien se entretenga leyendo
periódicos viejos se encontrará siempre en las descripciones de los sucesos
importantes con un párrafo inevitable en el que se lee: “Se echaron las
campanas a vuelo”. Lima había acostumbrado desde la Colonia a repicar por todo.
Y las campanas que eran su inmensa mayoría de la época del Virreinato, como lo
atestiguan todavía marcas y fechas, sirvieron a maravilla a la causa
libertadora.
LIBERTAD
Cuando San Martín entró a Lima,
las campanas de la Catedral dejaron oír sus sones majestuosos y vibrantes. Cada
suceso favorable a la causa de los patriotas se festejó con repique general. Además,
cada vez que se necesitaba convocar al pueblo se hacía sonar la María Angola y
las escaramuzas, los combates, las hazañas de los patriotas se festejaban con los mismos bronces que se echaron a vuelo
cuando nacía un real infante o sanaba de grave dolencia algún monarca de las Españas.
Bolívar entró a Lima entre un
sonoro repercutir de campanas y las batallas de Junín y Ayacucho tuvieron la
loa de todas las ruidosas torres de la capital. Cuando San Martín concluyó de
proclamar la fórmula de nuestra independencia acaeció otro tanto, Por eso las
campanas, las mismas campanas coloniales, expresando con sus sonoridades las
nuevas almas, se convirtieron en voces de libertad y de reivindicación. Por
desgracia, los bronces no saben enmudecer cuando los hombres, indiscretamente,
quieren hacerles resonar y aquellas campanas gloriosas sirvieron luego para
todos los revolucionarios, los malos y los buenos.
Ya se sabía por los campanarios
cuando había un mitin, un pronunciamiento militar. Salaverry, Gamarra, La
Fuente, Vivanco, Castilla y otros retumbantes caudillos cuando quisieron y
lograron ser jefes supremos, los anunciaron a la ciudad por medio de las
campanas lenguaraces y versátiles como viejas chismosas. La primera alianza que
buscaba un jefe revolucionario era la de los campanarios. Cuando había un
combate en las calles de Lima se sabían, como si tuviera activísimo servicio de
corresponsales, los diversos avances de las fuerzas rebeldes.
Tan antiguas como la Colonia...
Tan antiguas como la Colonia...
PIEROLA
El cronista recuerda que cuando
la revolución de Piérola el año 1895-fecha que marca una era en nuestra vida social- se quedaba boquiabierto
ante la infalible ciencia de una viejecita que conocía todas las campanas de
Lima y las percibía entre el estruendo del tiroteo: “Los pierolistas en San
Pedro. Ya tomaron Los Huérfanos. Ya están en Santo Tomás. Mucho tiempo después
hombre hecho, pudo explicarse el cronista la razón de esta sabiduría. La
viejecita que conocía el son de cada campanario, sabía muy bien que a los
revolucionarios les importaba tomar las torres, no sólo como posiciones
estratégicas, sino como medios de convocar al populacho. Después, al revisar
periódicos antiguos se ha encontrado
frecuentemente con que la costumbre era antiquísima y se anotaba como
resonantes méritos las capturas de ls torres por don Fulano, don Zutano y don
Perencejo.
La campana, aparte su
significación poética y filosófica, digna del canto y de la reflexión madura,
la campana de lo troveros populares, aquella que inspira la musa fresca de las
llorosas cantinelas y de la tumba.
ACOMPAÑAMIENTO
Aquella campana ha tenido en Lima
una significación mucho más vasta todavía. Además de las de vela y de la gloria
del cantar español, la campana de los virreyes, v de los arzobispos, de los
inquisidores, de los galeones que venían de España, sirvió también la causa de
los libertadores, acompañó a los caudillos y en los tiempos heroicos y
legendarios, en los tiempos que no había prensa diaria ni cultura moderna, ni
filosofía barata, representó un capítulo pintoresco de nuestra vida.
Hoy en verdad se está haciendo cargante
la campana. Apenas conserva la significación que en todas partes tiene. Y es
lástima que desaparecido su aspecto genuino de cronista único de la ciudad, no
se intente hacerla armoniosa, como las de ciertas ciudades europeas, en que
cada cual tiene su son, su acorde musical sugestivo y peculiar.
La campana de los colegios debería
ser menos rajada, menos insulsa. Sólo posee la significación menuda que el
estudiante le da al salir del colegio en las horas de recreo, en el fatídico
instante en que, al ver apresurado la esquina, le anuncia que llegará tarde y
que será castigado. La campana del colegio no debe ser tan monótona, tan
profundamente desagradable.
DOCTRINA
Las mismas campanas de la ciudad, si fueran más
musicales, tal vez despertarían con el tiempo una más alta y dignificadora
disposición de las almas. Si desde que aquí repercuten los bronces hubieran
tenido artística armonía, tal vez la psiquis de nuestro pueblo sería más
elevada y habríamos tenido mayores poetas y mejores músicos.
No faltará quien crea exagerada
la doctrina. El cronista la cree sencillamente
cierta. Basta pensar que el tesoro evocador de una campana que dice a
las almas cosas inefables, para comprender que si se les añadiera un adarme de
musicalidad artística la cuestión sería incalculable.
Lima va perdiendo aquella alma
que le dieron sus campanarios. Suenan hoy, pero casi nada significan. Ya no se
compenetran con la vida del pueblo. Dicen lo que hay de constante, de general,
lo que todos sabemos y sentimos por ser humanos, sin necesidad de ser limeños.
Y es en verdad triste decirlo, pero las campanas significaron mucho para Lima,
cuando Lima era una ciudad de campanillas… (Páginas
seleccionadas del libro “Una Lima que se Va”, cuyo autor es el consagrado
escritor y político José Gálvez Barrenechea)
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