Es viejísima costumbre la de
hablar de penas. No hay limeño que no conserve en la memoria alguna leyenda
como para hacer erizar los cabellos al más guapo, ¿Quién en la niñez no ha
sentido el encanto punzante y agudo de oír una voz gangosa y sorda que decía
historietas de almas en penas? En
nuestros ojos se reflejaba el pánico que
no era óbice para continuar escuchando, con la sola condición de que la mamita
nos diera después la mano, hasta que venciera el sueño de la magia terrorífica
de los fantasmas del cuento.
No hubo casa en Lima, donde, por
la servidumbre especialmente se dejara de contar algo sobre penas, con tal aire
de veracidad, con tan pintoresco estilo, tal arte tan ingenuo y convincente,
que los niños oían abobados a las amas esas leyendas que iban dando a sus
ánimos predisposiciones enfermizas y atando sus voluntades con timoratos hilos.
La servidumbre de antaño formaba,
es sabido parte del hogar. Quedaban aún las manumisas, las zambitas engreídas
que habían envejecido en la casa que conocieron al abuelo, el padre y a la
madre y que hacían tertulia en el cuarto de los niños, complaciéndose en
relatar historias de ladrones y de
aparecidos.
Como en aquellos tiempos los
niños, hasta hoy muy creciditos, comían antes que las personas mayores,
quedaban luego en manos de las amas y entonces comenzaba el rosario inacabable
de los frailes sin cabeza, de los perros con los ojos de fuego, de los ruidos
de cadenas que se arrastraban lúgubremente, de los golpes sordos en los batanes
y de los pasos que se perdían en los sombríos corredores.
Lima en la antigüedad.
Lima en la antigüedad.
ANIMAS
Los narradores tenían un
repertorio de cuentos viejos, relatos legendarios de la época colonial, fecunda
en procesiones de ánimas benditas, condenados que entonaban misereres, en largas
hileras de frailes sin cabezas que desfilaban por la noche en las iglesias
vacías, aterrorizando a algún ladrón sacrílego, el cual se convertía y más
tarde, en el Convento, entregaba el alma a Dios, en el más puro olor de
santidad.
De aquella época hay muchísimas
historias de aparecidos. Las procesiones de San Agustín y la Soledad y el coche
de Zavala vivían hasta hace poco con animada realidad en la imaginación de las
gentes de Lima. Bien dice don Ricardo Palma que la civilización, el alumbrado
público y la policía han ahuyentado a las penas. Y la modernísima forma de las estrechas casas de hoy, añadiríamos
nosotros. Pero en aquellos tiempos de enormes casonas, hubiera sido considerado
demoníaco quien dudara de que en las noches cruzaba alguna calle el
resonante coche de Zavala.
Otra leyenda antigua muy repetida
en los cuentos caseros era la de la viudita que fue trasplantada a Lima desde
Arequipa, donde nació, según relata don Ricardo Palma en aquella tradición en
que pinta al Mariscal La Fuente desvaneciendo el encanto y casando a la viudita
con el ingrato por quien ella había decidido ser fantasma en vida. Aquellas
antiguas consejas revivían en los cuentos de las amas y a muchos dio forma
literaria el tradicionalista ilustre.
TAPADO
Las penas tenían fin religioso o
fin mercantil. Las ánimas volvían a su fatigoso peregrinaje a la tierra o
porque necesitaban sufragios para salvarse del purgatorio en que moraban, o
porque habían dejado algún entierro o tapado que señalaban de ultratumba con
cabalísticos signos al valeroso que se atrevía a afrontar la mágica presencia
de las apariciones.
Los tapados fueron, pues, uno de los medios más
eficaces para que en Lima se conservara la superstición de las penas, pues como
realmente se descubrieron muchos, siempre alrededor de algún descubrimiento se
forjaban leyendas misteriosas en que aparecían duendes y fantasmas…
Toda casa grande y oscura que se
desocupaba en Lima estaba en inminente peligro de quedar deshabitada, porque los
vecinos aseguraban que de ella veían salir llamas, que en las noches los perros
aullaban, que graznaban las lechuzas y
que en los gallineros circundantes las gallinas se alborotaban
cacareando hasta que llegaba la luz del alba.
Quienes tales leyendas contaban lo hacían con
la voz ahuecada y temblorosa. Las casas deshabitadas adquirían un siniestro
prestigio que las hacían temibles. De
sus interiores sombríos y aterrorizantes, salían ruidos subterráneos,
plegarias, imprecaciones y quejidos. No faltaban testigos que afirmaban haber
visto en cierta noche por la entreabierta ventana de la vacía mansión, pasar una forma imprecisa, casi aérea y
luminosa, que era sin duda el alma de un difunto que algo dejó sin arreglar en
la tierra.
Imponentes iglesias y creencias de fantasmas
Imponentes iglesias y creencias de fantasmas
CUENTOS
Son innumerables los cuentos que en Lima asustaron a grandes y chicos.
Hubo época en que las conversaciones de gentes relativamente serias se referían
casi por entero a comentar la última versión que corría sobre el fantasma de la
calle tal, sobre el aparecido de la casa de don Mengano, sobre la mudanza que habían tenido que realizar los señores X,
porque diariamente los apedreaban sin descubrirse el misterio, hasta que el
terror los había convencido que eran aparecidos los apedreadores.
Los fantasmas en Lima pasaron por
diversas vicisitudes, adquirieron todas las formas y se manifestaron como los
más modernos espíritus, por medio de golpes, apariciones luminosas, frases
entrecortadas y soplos siniestros que por arte de birbiloque cerraban ventanas
y abrían puertas en las que anticipadamente se habían apoyado las más sólidas trancas.
Fueron de variadísimas clases los
fantasmas. Pero todos tuvieron desmedida afición por las vestiduras blancas y
al aparecer lo hacían con talares y albos ropajes que arrastraban por los
suelos. Elásticos y suaves, se deslizaban sin hacer ruido y crecían y se
achicaban a voluntad. Tal es la fuerza de la leyenda, que el cronista al
describir lo que oyera de niño, cree efectivamente ver deslizarse por algún
corredor oscuro la blanca y vaga aparición de un fantasma con la mirada muerta
de sus vacías cuencas…
ESCEPTICOS
Sin embargo en todos los hogares
no faltaban espíritus escépticos que no creían en las penas y que desesperaban
a los crédulos con sus dudas. Pero para ellos había una respuesta, digna del
Evangelio, sencilla y profunda. El ama a quien se decía que no había verdad en
sus relatos, contestaba con bíblica superioridad: “Es que hay los ojos de ver y
oídos de oír.
Y la frase se repetía como
incontestable. Llegaban a los hogares y, portadores inconscientes del misterio,
luego que llegaban relataban estupendas aventuras realizadas la víspera. Un día
se trataba de un espantoso ruido de cadenas, mezclado con carcajadas
estridentes o comprimidos sollozos.
Otro de la aparición de un perro
negro, enorme y aullante que arrojaba llamas por los ojos. Otro del
interminable sonar de un batán movido por invisibles manos. Y así con ejemplar
monotonía relataban ante la temerosa concurrencia escenas espantosas en que las
penas se habían apoderado de una casa y no dejaban vivir a los vecinos
Muchas veces ocurría que en la
noche, a la hora familiar y tierna de la sobremesa, entraba al comedor alguna de las tías viejecitas que volvía del
trisagio y que, agitada y temblorosa, contaba la última noticia: “la casa de
misia Manga está maldita”. Desde hace tres días no cesan de escucharse gritos
al sonar las campanadas de las doce. Han registrado los rincones y nada han
encontrado.
La vida diaria con cuentos de evidente temor.
La vida diaria con cuentos de evidente temor.
DESESPERACION
Han puesto imágenes en todas las puertas y los
ayes se repiten. Han encendido la luz y nada han visto. Han vuelto a apagarla y
han renacido las lamentaciones. Han consultado al señor cura. Han hecho
exorcizar hasta los últimos vericuetos y a las doce en punto ha vuelto a
taladrar los oídos de los vecinos de la cantaleta.
Mañana se mudan. En la tertulia
doméstica pasa con el relato un soplo trágico. La leyenda vulgar trae en sus
alas algo del eterno misterio que nos circunda. Las niñas miran con pavor la
sombra y una puerta lejana que al cerrarse resuena con su particular chirrido,
hace ponerse en pie, mudos y dilatadas las pupilas, hasta a los mocetones. Un
viento frío que se cuela por la ventana apaga el candil y se escucha, mientras
atropelladamente buscan el pedernal para hacer lumbre, un castañeteo de dientes
y un ritmo apresurado y congojoso de golpes de pecho. Y éste era un cuadro
frecuente en todos los hogares.
Había pues ojos de ver y oídos de
oír. No a todos era dado alternar con las penas. Pero muchos incrédulos se
convertían en edad tardía, alguna noche en que al entrar a la casa, una mano
invisible, que era el postigo generalmente, les sujetaba por el faldón de la
levita con fuerza del otro mundo.
LEYENDAS
Hubo amas exageradas que
llegaron a contar a sus engreídos,
haciéndolos estremecer de pavura, leyendas
en que aparecían canillas sueltas que buscaban su cuerpo, calaveras que
rodaban solas, descarnadas que daban volatines y por último esqueletos íntegros,
carcanchas (como los llamaban con
palabra e imagen heredadas de los indios quechuas) que jugaban a los
palitroques con canillas y calaveras de otros difuntos.
La interpretación vulgar de este género,
verdaderamente aterrorizante, era la falta de sepultura sagrada en que habían
quedado los cuerpos de los que volvían para que algún cristiano cumpliese con la santa y ritual
costumbre.
Las penas cumplían también una
rara y dura misión educativa: las amas de casa solían amedrentar a los niños
malcriados, contándoles que a los chicos
malos les tiraban de los pies “los muertos que venían del otro mundo”. El
espanto de los muchachuelos ante este sistema de paralizar su ímpetus de
travesura, era indescriptible y durante muchas noches sus imaginaciones
atormentadas se agitaban inquietas ante la posible visita de el muerto.
Se acostumbraba- y desgraciadamente se
acostumbraba aún asustar a los niños con el cuco, rasgo fantástico y
desconocido, temible por ignoto, primera noción de aparecidos que recibe la impresionable
fantasía infantil. Detestable costumbre
ésta, nunca bastante censurada, que va minando las energías volitivas
del niño, que lo acobarda prematuramente y que le hace tímido y supersticioso.
Miedo, oscuridad y al fondo un hombre con la luz
Miedo, oscuridad y al fondo un hombre con la luz
CUARTOS OSCUROS
Los cuartos oscuros eran para los chicos y para las imaginaciones
débiles de muchas personas maduras el mayor tormento posible y cuando necesitaban
atravesarlos, lo hacían silbando o cantando, como si buscaran compañía en la
propia voz y como si se aturdieran y alejaran el fantasmagórico peligro con el
ruido. El castigo más grave que se podía aplicar a un muchacho era enviarle a
buscar algo en el cuarto distante, sombrío como una caverna. Y a veces hasta
las personas mayores entraban temerosas y por punto, como se dice gráficamente.
En Lima creíase-y vive aún en la
fantasía popular- en el duende, aparecido que era, según viejos relatos, de
cortísima estatura, cabezón y un verdadero especialista en apedrear los
interiores de las casas. Los pintaban malvados, burlones, como una especie de diablillos, a los que había que
ahuyentar haciendo la señal de la cruz.
Los duendes fueron los verdaderos enanos del
viejo mito limeño de la fantasmagoría popular. Sea por diferenciación de raza o
por otras razones, el hecho es que para la superstición de estos pueblos
semilatinos el enano era un tipo peligroso, insolente, antipático, dañino,
mientras en otros pueblos, en las leyendas escandinavas, germánicas, nórdicas,
el enano es una especie de buen genio conocedor de las riquezas ocultas que
vive en los bosques cuidando diamantes y soñando en salvar de las maldades de
las madrastras legendarias a las Blancas de Nieve, en la dorada montaña.
ANECDOTAS
Para aquellos pueblos poéticos,
los enanos, los gnomos, los silfos son geniecillos simpáticos con sus gorros en
punta, sus largas barbas blancas, sabias en extraer el jugo de flores y el
fantástico secreto de los montes. Pero en estos trigales, el enano es el duende
una especie de palomilla facineroso que se entretiene tirando la piedra,
diciendo lisuras y hundiendo la mollera a los recién nacidos.
Son incontables las anécdotas y
las leyendas sobre aparecidos en Lima. Hubo muchísimas casas a las que hasta
quince o veinte años, la fama había tejido una siniestra celebridad. El
cronista recuerda una de la calle Pacae que tuvo reputación de ser guarida de
penas: allí paseaban frailes sin cabeza, llevando cirios en interminable desfile, se escuchaban ruidos
subterráneos, quejidos, rumor característico de cubos que se vacían, sonar de
batanes, crepitar como de leña verde a la que se prende fuego, carcelario
sonido de cadenas y clamorosas letanías que se perdían ululando en los
corredores.
Vivió también el cronista en una
casa de la calle Plumereros, en la que cuando pasó a otros dueños, según contó
la servidumbre, no se podía vivir, tal era la irrupción de penas que rondaban
por los corredores, lloraban en las escaleras, abrían las puertas y cerraban
las ventanas. Recuerda además una historia extraordinaria de los barrios del
cercado y deja en el tintero una serie de anécdotas de los mil y un fantasmas
que vivieron tan campantes en las tres veces coronada ciudad de los virreyes y
de los cándidos.
HIstorias de ultratumba.
HIstorias de ultratumba.
PENAS
Para la imaginación popular, que
aún no ha perdido la creencia en este cúmulo de supersticiones, cada pena tenía
un objeto, significaba una petitoria o un aviso a los vivos. Penas había que
venían desde el otro mundo a vengar al padre asesinado y oficiaban de
detectives. Había aparecidos que desvalijaron a un avaro que les había dejado
en la miseria cuando vivían. Había, por último, penas criminales que ahorcaban
a cualquier vecino, después de haberle paralizado por medio del terror.
Unas venían a vengarse, otras a
devolver una herencia mal adquirida, otras a pedir rogativas, misas y limosnas,
a cambio de dar el secreto de un entierro y así hubo siempre explicación para
todas y cada una de las apariciones de la época. Gente hay que todavía cree a
pie juntillas en cuanto dejamos dicho sobre lo que ocurría antaño, porque las
creencias van atravesando todas las
capas sociales y en algunos se detienen supersticiones y fórmulas largamente,
como si allí depositaran su intima esencia conservadora.
Una de las manifestaciones de la
otra vida que más terrible significación tuvo fue la de las luces que se
apagaban de improviso. Cuando en una casa, sin motivo aparente, se apagaba un
candil, era porque una mano invisible decía en aquel extraño idioma el mensaje
de un alma que penaba. Otras veces era un gato negro que aparecía y con pasmosa
tranquilidad, cuando menos lo pensaban los circunstantes, apagaba “con la
manita” el candil dejando a todos lelos.
MISTERIOS
Otras veces era un soplo helado y
terrorífico el que extinguía la llama de la lámpara, quedando la habitación a
oscuras, y en tales casos, había que dar una limosna a las ánimas benditas,
rezarle a algún santo especialista en
penas e indagar por el pariente que se fue a la tumba con una deuda por
satisfacer, sin confesión o sin comunión. Otras veces la extinción de la luz
era un presagio de venideras desgracias, y así durante muchos años, Lima vivió
bajo el dominio de los misterios. Hoy las penas no han encontrado todavía el
medio de dar vuelta a la llave de la luz
eléctrica.
La superstición trajo natural y lógicamente
al especialista. Los hubo de todas clases: creyentes sinceros, hombres de fe sencilla y redomados pícaros que
explotaban la credulidad de los simples. Ellos sabían cuando la pena era de
entierro y entonces llegaban a las casas en que se solicitaba sus servicios
profesionales, con grandes bolas de imán que hacían rodar pronunciando frases
abracadabrantes. Ellos conocían cuando se trataba de hacer cantar una misa, de
rezar un rosario o de dar una limosna.
Tenían cuadrillas de excavadores
con los que se encerraban en las habitaciones favoritas de los fantasmas y
hacían cavar hasta un arca llena de doblones y de alhajas, que si aparecía
acompañada por un esqueleto, constituí la prueba de la más sonada hazaña que un
especialista pudiera realizar. Utilizaban el espíritu de chisme y de tertulia
de nuestras viejas clásicas, como el mejor reclamo y, como se comprende, todos
estos tipos explotadores de los misterios, cobraban.
Arcos, coches, faroles y penas mil...
Arcos, coches, faroles y penas mil...
ESPIRITISTAS
Día a día ha ido perdiéndose la
costumbre de creer en penas. Rara es hoy
la persona que no sonría protectoramente cuando se habla de tales engendros de
la fantasía popular. Aún cuando los cuentos de penas tienen todavía auditorio,
porque los hay interesantes, reveladores de una posición del espíritu ante la
inmensidad de lo desconocido, el hecho es que casi se ha extinguido la leyenda
de los aparecidos. A lo más, hay espiritistas en la actualidad y se afirma que
en este sentido deriva el afán de antaño por lo ultrahumano.
Sólo en el pueblo y en las gentes
de antigua cepa y en los villorrios perdura totalmente el eco de las consejas
de antaño. Todavía viven relatos de fantasmas que son creídos a pie juntillas
por los ingenuos pobladores de solares y de hospicios. En estos refugios de misericordia,
la mayoría de las viejecitas creen en penas por lo mismo, seguramente, que
conservan aún la fragante costumbre de usar aromas y capulíes, mixturas y
sahumerios y por lo mismo, también que algunos han salvado del naufragio del
ayer opulento, recuerdos valiosos de los antepasados ilustres.
Y está mejor así. La leyenda
supersticiosa de duendes y aparecidos, sujeta el alma con muy fuertes ligaduras
como todos los embelecos y los fanatismos todos. Un concepto exageradamente
materialista de la vida futura, llevó, sin duda, a nuestros abuelos en
concreciones groseras del espíritu, sin ninguna de las pretensiones científicas
de los modernos espiritistas, pero si, con un gran fondo de misticismo.
POESIA
Fueron espiritistas a su manera, empíricos
sujetos a la inferioridad de sus apreciaciones sensoriales, sin razonamiento,
pero impresionables, imaginativos y tímidos ante el infinito misterio, cerrado
y negro, que los circundaba, como a
nosotros.
Parece, pues, que acabarán para
siempre aquellas detestables manías de amedrentar a los niños, creando en ellos
prejuicios y supersticiones, y ojalá ocurra así. Agradezcamos, sin embargo, la
parcela de poesía que nos dejaron en la imaginación aquellas historias. Nos familiarizaron
con el misterio y con el más allá.
Pero procuremos que nuestros hijos tengan para
su íntima poesía leyendas de misterios, suaves y buenos, no acerbos y macabros.
Ojalá no sufran como nosotros, a quienes, de un lado, se nos dieron reservas de
imaginación y, de otro, se nos encogió el espíritu con el miedo pueril, la
superstición trivial y la desviada y torturante interpretación de cosas
inaccesibles. (Páginas seleccionadas
del libro “Una Lima que se Va”, cuyo autor es el consagrado escritor y político
José Gálvez Barrenechea)
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