Fueron siempre en Lima lugares
clásicos donde se refugió la vida antigua, las llamadas casas de señoras
pobres, asilos fundados por la piadosa caridad de algunas personas, para que en
ellos se recogieran las señoras venidas a menos, lejos de la pompa del mundo, libres de la tiranía
del casero. En aquellas casas, algunas originalísimas en su construcción, se
guardaban religiosamente los recuerdos de los buenos tiempos.
De allí salieron flores de
briscado, labores finísimas de tejidos y bordados, bocaditos sabrosos, nueces
rellenas, imperiales, pastas, a la
vez que tradiciones y consejas. Entre sus muros tristes a menudo arrastraron
su vejez resignada damas que fueron opulentas y en los jardincillos modestos se
cultivaron flores de humildad y religiosa fragancia.
Allí muchas veces hallaron los
anticuarios talladuras originales, y para aspirar el rancio perfume de la
doméstica alhucema no había sino que visitar algunos de aquellos amplios y
silenciosos solares donde se conservaba la beatífica costumbre de guardar en
los armarios peritos aromosos y blancos jazmines que dieron leve aroma de
huerto a los vestidos.
Según tradición, no muy conocida,
la calle de Pobres tuvo tal nombre porque allí tenía su principal entrada la
casa de señoras que fundó la caridad de una dama limeña, cuyo nombre no hemos
podido obtener.
La buena dama recomendó la obra pía a su
confesor el señor Bachiller don Pedro de Biedma, (cuyo retrato se conserva en
la capilla), quien a su vez traspasó el encargo a los señores Arzobispos. Con
el tiempo fue desmedrándose la casa, quedando convertida en puerta principal de
entrada la que fuera puerta falsa de la calle de San Carlos.
Ya no vemos este escenaria en nuestra Lima histórica.
Ya no vemos este escenaria en nuestra Lima histórica.
CIRCUNSTANCIA
La circunstancia de pasar por
medio de la finca la Avenida Piérola que habrá de cortar el asilo, y el hecho,
ya sabido, de que va a venderse la actual propiedad, para lo que se corren los
trámites judiciales, nos movió a hacer una información minuciosa sobre esta
vieja fundación que se irá también, como tantos otros rincones tradicionales de
la Lima de nuestros abuelos.
En la fachada vetusta de anchuroso portón y
bajo rudimentaria cornisa, leímos, en caracteres romanos, la inscripción
siguiente: Casa de señoras pobres, Patronato de los Señores Arzobispos. Un
braquete labrado barrocamente, de los
que sirvieron cuando el alumbrado público era de gas, nos hizo recordar viejos
tiempos y limeñas noches de luna.
La herrumbre había puesto su
marca venerable en el vetusto
lampadario. Traspusimos el umbral. Un ambiente diverso se respiraba allí, como
si se aquietaran mansamente el violento rumor de la vida.
FRIO
Ya al trasponer el umbral,
experimentamos las sensaciones de frío y vetustez por el pasadizo de ladrillos,
desnivelado y desgastado con el uso. Aquellos viejos ladrillos pasteleros y las
piedras del pavimento ponen un sello de cuidadosa y severa limpieza.
Dos muros paralelos al comienzo
del zaguán, sobre los que tal vez se apoyo un arco, abren la entrada en el
solar tranquilo. A la derecha, una hilera de desiguales puertas hace pensar en
monásticas celdas.
Las paredes pintadas al temple y descascaradas
por la humedad y por el viento, hacen resaltar entre las apolilladas y en veces
labradas puertas, viejas ventanas de balaustres tallados, por donde trepan
jazmines, ñorbos y mastuerzos, poniendo la nota multicolor de sus diversos
pétalos sobre la monotonía de la pintura desteñida. De trecho en trecho, algún
viejo farol para lámparas de kerosene, delata el parco alumbrado que se utiliza
en las breves noches del asilo, donde todas se recogen temprano.
Traspuesto el corredor, la vista
descansa e la policromía del jardincillo, que realizan un pilón de agua fresca
y bandadas de palomas blancas: los tiestos lucen claveles de vivos colores,
rosas rojas y blancas, violetas aromosas, campánulas celestes, mastuerzos
amarillos y donde quiera, sobre las macetas de arcilla, en las herrumbrosas
cajas de latón, se alzan flores que perfuman el ambiente y rinden homenaje a la
tosca cruz de madera erguida en el centro.
SURTIDOR
Un surtidor cristalino y musical
fluye en la clara quietud del patio que tiene la espaciosidad y la dulzura
grave de un claustro monjil. Aquí y allá se ven puertas, ventanas de interiores apacibles de los que
viene un rumor apagado de añoradoras charlas. Friolentos gatos domésticos,
acurrucados, pestañean tranquilos y filosóficos, y levantan los ojos translúcidos cuando alguna
paloma desenvuelve la blanca parábola de su vuelo.
Tímidamente pedimos permiso. Un
gato enorme nos mira con fijeza. Tras las mamparas diríase que la
personificación de la Lima antigua nos invita a pasar adelante, en tanto que
nosotros llamamos con la arcaica y devota fórmula que en este ambiente nos parece
imprescindible: ¡Ave María Purísima!
Una anciana de venerable aspecto
nos recibe. Hay en sus amables ademanes recuerdos de mejores épocas. Parece una
antigua canonesa del vecino y menoscabado Monasterio de la Encarnación. La edad
y la ruina no le han robado la señorial arrogancia de otros tiempos. En sus
manos de hidalga pulcritud luce un anillo de oro, símbolo de viudedad, evocador
de amores difuntos y extintas felicidades. Respetuosamente nos inclinamos
Y luego, sobreponiéndose el
cronista al poeta observamos la vivienda. El entablado liso y limpio. Las
paredes blancas, pintadas de cal. Muebles enconchados, ricos y antiguos,
testigos mudos de horas opulentas. La clásica cómoda y sobre ellas las
chucherías inevitables.
CAPULIES
Bajo la esférica guardabrisa, el
Niño Jesús. Aquí y allí briscados, flores de mano y aquellos capulíes
aromáticos que hacen pensar en los morenos rostros de las bellezas de antaño.
De las paredes pendían amplios cuadros al oleo, resquebrajados y huérfanos de
sus dorados marcos, desde nos miraban severos personajes, testimonio de
encumbrada prosapia: dos generales con altos cuellos y las clásicas patillas
bolivarianas.
Un austero religioso (que siempre
fue de buenas casas tener deudos de sotana y cogulla) y una dama de aquellas de
ahuecado traje y escote opulento. Varias policromías de santos y una de su
Santidad, el Papa. En los sillones de caoba, antimacasares y ,sobre todo, una
repisa, ante el santo de la devoción predilecta, la consabida lamparilla de aceite
de mortecina luz que filtra a través del rojo y labrado cristal.
Como contraste, desde el cuarto
vecino, el modernísimo rumor de una maquina Singer habla sobrado expresivamente
de las fatigas y desvelos cotidianos. Otra indiscreción miramos y sorprendemos
a una niña cosiendo. Mientras el hilo se desenvolvía del carrete y el blanco
lienzo asomaba, empujado por las hábiles manos, los sueños iban también
tejiendo su fina trama de ilusiones. Sentimos angustia por aquella bendita
gracia de mujer que se gastaba oscuramente en el solar antiguo. La anciana
sorprendió nuestra mirada y nos dijo con seriedad: “Es mi sobrina”.
En el corto traspatio del fondo,
una gallina escarbando, llamaba a los polluelos que piaban. Nos imaginamos el limpio
corralito con la ancha olla para el agua donde-secreto de naturaleza- se
sumergiría una vieja llave. Y adivinamos los cordeles donde penderían los albos
lienzos, fragantes a jabón de coco y a lejía.
El teatro principal parte del pasado.
El teatro principal parte del pasado.
PEREGRINACION
Salimos del cuarto y seguimos con
nuestra peregrinación. De pronto nos sorprende gratamente el coro infantil de
unas voces. Todo el cuadro de una infancia descuidada nos llena el alma de
nostálgica angustia al evocador conjuro de las vocecillas. A, B, C, CH y
mentalmente repetimos los picarescos versillos: la cartilla se me fue/ Por la
calle de la Merced/Mo me pegue usted mestrita/ Que mañana la traeré.
Entramos con la profesora. Al
vernos entrar, los niños se ponen de pie. El piso es de grandes ladrillos. Las
silletitas de madera de pájaro bobo y con tejidos de paja, se alinean
simétricamente. Niños y niñas aprenden las primeras letras. Están en la bendita
época de Borrel, del Catón y de la Mantilla.
Repiten diariamente aquellos
encantadores pasajes de ba-be-bi-bo-bu, del dos y dos son cuatro, mientras los
más grandecitos leen gravemente aquellos de
conchita da de comer a las tortugas. La mestrita los señala con un
puntero en el antiguo silabario, les repite amorosamente la lección y es la que
da la señal del recreo, cuando se abren las canastillas para sacar el lonche
que la mamá les pusiera, antes de despedirlos con un beso.
CAPILLA
La directora de la escuelita es
la más antigua asilada. Ella ha sido quien nos contara que la puerta estuvo
antes en la llamada calle de pobres: ella ha sido quien nos ha dicho las
sucesivas transformaciones de la casa. Es sencilla y modesta. En su escuelita
han aprendido las primeras letras muchos que luego fueron abogados y médicos notables,
“toda gente buena”.
Junto al jardincito aparece la
capilla, donde todos los días al toque de ocho se reúnen las asiladas a rezar
el Santísimo Rosario, acudiendo al
llamamiento de la esquila que pende en el traspatio. La sacristana nos conduce
y penetramos en el oratorio decorado a la usanza antigua, lleno de dorados y de
pinturas. Allí está el altarcito cubierto de flores humildes, los fanales de
colores y la concha de mármol que ofrece el agua bendita.
En el oratorio, un vago aroma de
sahumerio invitaba al recogimiento, y entre la sombra parpadeaban las
mortecinas luces de la lámpara. Vimos un melodio pequeño, vibrante aún del
último trisagio y pendiente del muro a la derecha, nos llamó la atención un
viejo lienzo oscurecido por el tiempo, en el que resalta la figura de un
sacerdote, aquel a quien la piadosa donante encomendó el cuidado de la casa que
expresamente legó para las señoras pobres de Lima. En un ángulo del cuadro, en
gruesas letras, se lee esta inscripción: El bachiller don Pedro Biedma, Capellán y fundador de la casa
murió el año 1721.
En un altarcillo se alza la
pequeña Virgen Inmaculada a quien llaman Fundadora y a cuyos pies tantas veces
rogaron las asiladas. Hay en la capilla una atmósfera de humilde fervor, y
parece flotar del continuo una plegaria entonada a la sordina.
Prevalen ciempre los balcones.
Prevalen ciempre los balcones.
DIGNIDAD
Todo el local tiene la pátina
venerable del tiempo. En muchas de las asiladas se descubren el señorío y la
noble resignación de la dignidad virtuosa, bajo la doble pesadumbre de la vejez
y la pobreza.
Todas las remembranzas son allí
de una Lima desvanecida en lo pasado, ya remotísima y patrialcal. Y es porque
en estos anchurosos solares el progreso no entra y deja perdurar, como en
remanso, el suave reflejo de una piadosa antigüedad.
Tiempo de mixturas, de aromas, de
sahumerio, de flores raras y caprichosas como los ñorbos, de castizos santos
españoles, de crucifijos de talla y dolorosas con siete puñales. Allí no
parecen cursis los ingenuos nacimientos bajo las urnas de cristal, ni los ramos
de briscado, del que penden figurillas tejidas, medias nueces con misterios de
navidad en miniatura, y es allí donde hasta hace poco quedaban, esquivándose a
la solicitud codiciosa de los modernos coleccionistas esos baúles huamanguinos
de labrado cuero, esas consolas talladas, esos filipinos enconchados.
Desde el centro de este tranquilo
refugio se distingue el prosaico tejado de la casa Giacoletti, avanzado hito de
la avenida Piérola, que adelanta destruyendo recuerdos y suscitando ilusiones,
las cuales a su vez han de ser añoranzas en el distante mañana.
La antigua municipalidad con coches en sus calles.
La antigua municipalidad con coches en sus calles.
VENTA
Sólo al regresar del plácido
hospicio anotamos el dato y recordamos el verdadero objeto de nuestra visita: saber
la historia y la vida de esta casa para ocuparnos en el triste asunto de la
mudanza de las asiladas. ¡La casa va a venderse! La avenida ha de
atravesarla en parte y, sin duda, no se
quiere o no se puede hacerle una fachada que mire a la avenida.
Ya las asiladas fueron
notificadas por el Alcalde, ya en la casa hay motivo de angustias, mientras se
llena de cirios y plegarias el retablo de la virgencita fundadora. Se habla de
nuevo asilo en la calle de las Cabezas. Se dicen tantas cosas. Pero el hecho indudable
es que desaparece de la calle de San Carlos la casa de los señores arzobispos.
La fundadora no sospechó que su piadoso deseo habría de ser modificado tan
sustancialmente.
De vuelta del asilo, las
cuartillas sentimos la irremediable melancolía que fluye del retiro que hemos
visitado. Volvieron a nuestros recuerdos, avivados por la piedad, el largo
pasadizo de ladrillos, las apolilladas puertas, los botijos con flores, los
gatos acurrucados en las puertas, el oro de los retablos en la capilla donde soñaba
pretéritas misas al melodio, los muebles
antiguos, los capulíes aromosos, las viejecitas venerables y aquel rumor
infantil descuidado y gozoso de niños, que tal vez, muy pronto, no habrán de
repetir su Borrell, ni cantar la Salve en aquel solar tranquilo, y sentimos la
nostalgia que habrán de sentir aún las viejecitas regañonas cuando allá en el
destierro no escuchen el coro infantil de aquellas voces: A,B,C,CH.
Y sentimos también la melancolía profunda de
toda esta vida que se va. Y se nos encogió el alma al pensar en la amargura que
sentiremos cuando, al pasar por aquella calle, no veamos el gran portón, ni
divisemos doblando hacia el traspatio, la sombra silenciosa y leve de algunas
de aquellas viejecitas seguidas por el gato que restrega plácidamente el lomo enarcado en la abrigada
falda de la buena ama que lo engríe.
(Páginas seleccionadas del libro
“Una Lima que se Va”, cuyo autor es el consagrado escritor y político José
Gálvez Barrenechea).
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