A pesar de los afanes y de las
ilusiones pacifistas pocas cosas habrá ancestralmente admiradas como el marcial
desfile de los batallones. En los días coloniales llenábase la Plaza Mayor,
cuando se hacía lo llamado el “escuadrón”. Y un día los de la compañía de
lanzas y arcabuces, otro los de el comercio, con sus capitanes y sargentos
vistosamente trajeados y al son de chirimías y tambores, eran seguidos por la
chiquillería. Y ésta se les aunaba con el mismo gozoso entusiasmo con lo cual
también lo hiciera al paso vivaz de las mascaradas estudiantiles, o al lento y
solemne discurrir de las místicas procesiones.
Desde la Colonia vieron los
limeños con admiración y simpatía ingenuas el resonante y luciente pasar de los
soldados. Corazas, picas, chambergos,
valonas, espadines, mosquetes, culebrinas, coloreados plumajes, deslumbradores
alamares acompañaron a los señores virreyes, a las bamboleantes imagenes
sagradas y a los graves concursos de los inquisidores tremendos y cejijuntos.
Cuando amagaban los corsarios,
armábanse los caballeros y la población seguía, entre curiosa y alarmada, el
ajetreo de los esclavos enjaezadores de los caracoleantes caballos de sus amos.
Vez hubo que los negros ocultaron los frenos, poniendo en agraves atrenzos a
los angustiados limeños quienes veían, sin duda, entrar a los blondos piratas y
poner a saco la ciudad indefensa. Ercilla, Centenera, Miramontes y Oña
describen con frase retumbante la vida militar de aquellos tiempos y en los
versos de los poetas arcaicos brilla y suena el bélico ardor de la época.
La Plaza Mayor en la Lima antigua
La Plaza Mayor en la Lima antigua
EL MIEDO
Aún antes y después de los
piratas, cuando las guerras civiles entre los conquistadores, vióse hasta los
sesudos oidores vestir a la soldadesca y muchas veces la empenachada cabeza de
algún altivo personaje volvió después, macabra y sangrante, a lucirse en la
punta de una lanza.
Con el correr de los años, pasada
la anarquía, envejecido el recuerdo de las disputas entre pizarristas y
almagristas y alejada un tanto la amenaza de los primeros piratas, siempre
quedó vibrando la angustiosa posibilidad de un desembarco y los nombres del
Drake, del Candi, del Heremite quedaron durante muchos años como tema de
poesías y de fábula.
Por el temor a los piratas creáronse las
milicias, alzáronse los baluartes y
presidios, cercáronse las milicias, alzarónse los baluartes y presidios,
cercáronse ciudades y poblados. Se establecieron las vigías.
Cuando irrumpen los libertadores con sus
napoleónicos vestidos, la épica obra de
la independencia pone un sentido nuevo en la afición marcial de la ciudad.
Aparecen los altos morriones, las blanquísimas bragas de la gamuza, las
charoladas botas y en vez de los peluquines preciosistas, las rebeldes y
ensortijadas cabelleras románticas.
NOMBRES
Se crean, con las hazañas de los
patriotas, los nombres nuevos de los regimientos eternizadores de la memoria de
pueblos, de montañas y de valles muchas veces oscuros, a los cuales iluminó el
sol de la gloria. Ayacucho, Junín, Zepita, Pichincha, Torata. Nombres reemplazadores
a los del regimiento de la nobleza, del Concordia, de Infante don Carlos, del
Cárdenas, del Numancia.
Ya en la República durante el
tumulto de las revoluciones, el afán militarista conserva la atávica manía. Batallones
y escuadrones deslumbran de colorido. Los caudillajes imponen a cada paso
nuevas modas.
Cada jefe tiene sus
predilecciones y hasta en los nombres de los cuerpos del ejército se advierte
la influencia personalista de los generales forjadores y desbaratadores de la
patria. Son los primeros años de la nación genuinamente marciales.
En la galería de retratos de cada
hogar típicamente limeño y peruano, me atrevería a decir, hay siempre junto a
las oscuras togas de oidores y prelados, oros y púrpuras de militares rebeldes.
Los viejos pintores sin darse cuenta, sin duda, al hacerlo consonaban con una
realidad recóndita irónicamente conservadora y no cambiaron los fondos de sus
cuadros.
Y así quedaron el cortinaje
amplio, la truncada columna y el letrero. El personaje tenía muchas veces
también el mismo rostro. El ambiente seguía siendo evidentemente colonial. Solo
cambiaba el ropaje.
La muralla de la capital peruana.
La muralla de la capital peruana.
PROCLAMA
La casaca de enorme solapa guarnecida de
ramajes áureos, el envarado cuello, el espadón recio en vez del fino espadín,
el apuntado sombrero de plumas bicolores en lugar del capelo de teja o del
birrete con borlas y la proclama revolucionaria en vez del libro del Digesto o
erl de las Institutas.
Así como en los días coloniales
los señorones de la ciudad hacían en la
Plaza Mayor medioevales simulacros de asaltos de castillos y de justas
caballerescas y hasta aparecían defensores de la limpia y pura concepción de
María, con yelmo, celada y cartel de desafío, embrazado el rutilante escudo y
enristrado el fúlgido lanzón. Así también en los días republicanos, ya no en la
Plaza sino en la Pampa de Amancaes.
Allí se fingían batallas campales,
tronaban los cañones, entreverábanse las lanzas, en medio del vitoreo de un
abigarrado concurso el cual volvía a la ciudad comentando. En señoriales
calesas, en balancines airosos, en
carretones adornados con la flor amarilla y aromada de las suaves lomas amancaínas,
o en potros braceadores y palanganas lujosamente adobados con taraceadas
monturas, pellones lustrosos y crespos, y riendas y estribos con chapeados de
plata.
FACCIONES
¡La Fuente y Gamarra!, ¡Salaverry
y Orbegoso!, ¡Castilla y Vivanco!, ¡Vidal y Torrico! Echenique y nuevamente Castilla!
Por toda la República aparecían las facciones en ese tan pintoresco y tan dañino
caudillaje de los primeros días de la Libertad, con mayúscula.
Y los mataperros se enrolaban en
los ejércitos y el país tronaba, se revolvía, se agiaba al son de las dianas y
las fajinas militares. ¿Quién no iba a ser militar o no iba a serlo? La
inminencia bélica estaba en todas partes y tuvo todas las formas, hasta la de
un Guardia Nacional, ilusión democrática de un militarismo civil, si cabe la
paradoja, con desfiles domingueros y resonantes ejercicios en las portadas de
la ciudad, todavía amurallada. ¡Y fue uno de los motivos del gran desastre!
Pero vino la guerra con un enemigo implacable.
Comenzaron a llegar malas noticias. S]e hundieron con Grau, allá en Angamos,
una figura magnífica y una formidable
ilusión. En el Morro de Arica, Bolognesi con un grupo de hombres denodados superiores
al infortunio, entre los cuales estaba Sáenz Peña quemó el ´”último cartucho”.
En Miraflores desaparecieron
en sangre y en polvo, las últimas
esperanzas tornando a brillar aquí y allá con luces efímeras en los riscos y
breñas de las serranías. Cuando se fueron los enemigos y comenzó la dolorida
convalecencia, revivió entre los muchachos, como pálida llama entre cenizas, la
luz de una nueva ilusión y los batallones de Cáceres tan marciales, tan
vistosos, parecían encarnarla.
Calles de esos tiempos.
Calles de esos tiempos.
RECUERDOS
El cronista, aniñándose, los
recuerda. Los veía interminables, los conocía por sus nombres, los distinguía
por los sones de sus bandas de música, los seguía con los músculos vibrantes,
temblándole el corazón, atento al redoble del paso militar, hasta los cuarteles
lejanos. Un alborozo inquietante, aguda y voluptuosamente doloroso, le sacudía
las más recónditas fibras.
“¡Ahí viene el batallón!-gritaban
los muchachos-“Ran-Ran Rataplán sonaban los tambores. ¡Quién resistía la
tentación? Todos se sumaban al desfile. Extraña emoción la producida por este
cuadro. Por delante iba ardorosa, señoril una hermosa vicuña, después el tambor
mayor con su alto morrión y su bastón
enorme, con el cual dirigía la banda
Con los palillos se hacían juegos
malabares. Los echaban al aire para cogerlos luego y con ellos golpear los
parches resonantes. La de los músicos famosos y a los cuales se les suponía
“raptables” para extranjeras bandas envidiosas.
Y tras la banda, las compañías
con sus oficiales enhiestos de rojos pantalones y bordadas casacas, con su
coronel. Este lucía un bastón de mando y llevaba franjeado el quepí con tres
anchas grecas de oro y sujeta la espadona al cinturón áureo con varios trillos
brilladores.
LAS RABONAS
Todos agresivos y fieros, con
grandes bigotes y peras bizarras. Y a veces tras ellos, las pintorescas
rabonas. Así los recuerda el cronista. ¡Eran la patria vieja, sedienta de
justicia! Con la vicuña esbelta, el lanudo perro militarmente sabio y un son
inconfundible de desquite y de gloria en el recalcado y retumbante isocronismo
del paso redoblado.
Por la mente
pasan los granaderos y los húsares, los cazadores y los artilleros. Resuenan
los nombres gloriosos: ¡Húsares de Junín!,¡ Lanceros de Torata!, ¡Zepita!,
¡Ayacucho! ¡Callao! Los ve en las formaciones, en los ejercicios, en los simulacros,
en los coloreados despejos de la plaza de toros, en las retretas y en los
albazos de sabor aldeano y se ve él mismo, al lado de ellos, por las aceras
copiosas de gente, ante los balcones llenos de muchachas, marcando fieramente
el paso, con su “prensa de libros” al hombro- irónica ficción de un fusil
vengador- olvidado de todo, atento a las sonoras voces del mando, amoroso y
emocionado, como si sintiera le crecían el cuerpo y el alma y sobre sus hombres débiles le brotaran
un par de charreteras
¡Oh maravilla
de la niñez callejera! Así se mira el cronista desdoblándose a la distancia, recorriendo calles hasta los
suburbios, para volver luego discutiendo con un camarada de ocasión sobre si
era mejor el Zepita o el Ayacucho, o el Húsares o el Lanceros
Y hoy al sentir
apagarse en su alma la guerrera ilusión, se apena porque siente, muy en el
fondo, que con ella muchas otras cosas se han ido también definitivamente.
Belleza evidente.
Belleza evidente.
La tapada: ¡Oh encanto el de esta dulce figura! ¡Oh
maravilla/de inquietud misteriosa que en la galante villa,/durante tres
centurias todo lo dominó! /Al despecho de austeras pragmáticas reales, de
sermones y hasta de órdenes sinodales,/la Trapa, la linda Tapada floreció./Era
ella el ensueño,/la tentación, la
gracia/el hechizo, la vida, la muerte, la desgracia,/toda la complicada
tormenta del amor./¡El orgullo en la fuerza de una sola mirada!/ La atracción y
la burla… Eso fue la Tapada/pícara paradoja de lisura y pudor…! (Páginas seleccionadas de las "Obras Completas" que
pertenecen como autor al consagrado escritor y político, José Gálvez
Barrenechea.)
La tapada: toda una tradición, toda una vestimenta
La tapada: toda una tradición, toda una vestimenta
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