Jugaba el pobre palomilla en
espera del llamado derrotero de las suertes, jugaba sin temores, dueño de la
alegría dinámica de sus pocos años. Quizás en su jocundidad asomaba tímida y
paliducha la expectativa de una gratificación por haber vendido algunos de los
números agraciados.
Fue a la calle de las Divorciadas
no para interrogar por su fortuna, sino para averiguar por la de otros. No
esperaba nada para sí, seguramente. Tal vez, también, ni siquiera entre los
billetes marcados para su industria callejera, estaban los premiados. Pero iba
hasta la puerta de la Sociedad de Beneficencia, porque allí había entonces
bullicio los sábados en las tardes, se alineaban los vendedores de sabrosas
golosinas, se juntaban muy curiosas gentes y hay ocasión de risa y de jolgorio.
Jugaba el pobre palomilla. Agil y
seguro corría de un lado para otro, decía cuchufletas, repetía motes, tarareaba
aires de músicas fáciles, ensayaba golpes pugilísticos con camaradas alegres
como él y en la nerviosa espera de los más viejos, afanosos por conocer en
detalle y con seguridad los números premiados, ponía su nota llamativa y sonora
de muchacho descuidado y feliz.
Así le sorprendió la muerte,
agazapada y traidora, en un modernísimo camión de carga. Y allí mismo, sin
tiempo para hacer esquivamiento decisivo, cayó el chiquillo y, por su cuerpo
vibrante de vida fresca, lozana, pasaron las ruedas en un escándalo trepidante
y ruidoso, le trituraron sin piedad.
La Calle de Divorciadas en Lima.
La Calle de Divorciadas en Lima.
ALARIDO
Acaeció en un segundo. Resonó un
inmenso alarido en la calle y cuando todos se agolparon en torno del camión, la
muerte se había escapado con su presa y sólo se quedaba su visión en los
espantados ojos del chofer, quien no la pudo dominar, en la mirada angustiosa
de las personas, las cuales no podrían afirmar que la entrevieron, pero la
sintieron pasar en una ráfaga de frío y en el temblor postrero del cuerpecito
inanimado.
Nadie la vio venir, pero ella
estaba acuciosa y acechadora, feliz de haberse encaramado en la maquina
portentosa a la cual condujo con mano cruel. Y así lanzóse, funestamente
certera, sobre el más alegre del grupo.
No escogió al invalido, ni al
ciego, no suprimió a quien, tal vez, la deseaba en aquel instante. Segó la vida
más confiada, la que todo lo había descontado, y la encontró propicia, como una
víctima del holocausto, en la edad inocente y en el instante puro.
Cuando se fue la muerte,
señalando en el brazo a un generoso audaz que se atrevió a contenerla, se alzó
el coro de lamentaciones y de los comentarios. Y, en tanto, ninguna sabía quién
era el triturado.
Se llevaron sus restos a la
morgue y volvieron a pasar los camiones, y los autos y los tranvías y la calle
tomó a llenarse de bullicio y de vida. Después, seguramente, el cuerpecito frio
cayó en una zanja del panteón de los humildes
Y eso fue todo, como en el hondo poema de Rubén
Darío sobre Rufo Galo. (Páginas seleccionadas
de las "Obras Completas" que pertenecen como autor al consagrado
escritor y político, José Gálvez Barrenechea)
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