Para conocer Madrid nadie nos guiará mejor que Pedro de Repide. Son un Baedeker lírico su Madrid de los Abuelos o su Costumbre y Devociones madrileñas. Preciosos estos libros. No nos enseñan descarnadamente una actualidad de viejas ruinas y rancias maravillas, sino el pasado sentimental que perdura.
Bien mirado, son lo contrario de las guías. Aconsejan éstas el mejor hotel y el más clásico romanticismo de viaje de novios: la góndola sonora de serenatas y la excursión al coliseo lunado. Pero en una página de Las Piedras de Venecia de Ruskín, hallará más sustento el alma. Recuerdo haber acudido por su consejo a una iglesia veneciana del arrabal para admirar un San Jorge de Carpaccio. Y en la solitaria “laguna muerta”, sin interpretes galoneados ni alemanes, todo me fue sensual delicia.
No se detiene Repide con el
demorado pasmo de Ruskín ante los viejos cuadros. Pero como el escritor inglés,
solo investiga en el pasado la ascendencia, la directa continuidad de la vida
actual. En tal pintada virgen continuaba para el maestro la sonrisa y el garbo
de la veneciana que está pasando, torcido en caracol el cabello sobre la nuca,
casi Madona por el lánguido y azorado candor. Por calles y plazas patinadas,
busca Rapide a las abuelas de las majas y las manolas.
Naturalmente, su edad preferida
es la de Goya. Otros tiempos fueron mejores tal vez, pero no más españoles y,
sobre todo, no subsisten. Juan de Zabaleta o Liñán y Verdugo en su delicioso
Guía y aviso de forasteros, nos contaron otro Madrid encantador, cuyos rastros
solo perduran en la eterna floración de busconas y picaros.
AGONIA
En cambio, el de Goya ya no se ha
extinguido completamente. Vino Goya a pintar la agonía de lo castizo. Después
llegaron al romanticismo, los ferrocarriles, toda exótica importación. Se tornó
Madrid lo que hoy se llama una capital moderna.
Cuando paseaba aquí Gautier en
1840, ya no le fue muy fácil hallar una maja auténtica. Los mantones de Manila
son excepción de fiesta. No corre en las orillas del Manzanares un río de
Valdepeñas, ni pasa la ronda de la gallina ciega, ni salta al aire el pelele en
esas charras églogas que iluminan con escándalo la sala baja del Museo del
Prado…¡Se ha extinguido la alegría, se ha acabado la fiesta maja?
Vamos a las verbenas y a los merenderos
los domingos. El público es más plebeyo que en los tiempos de don Francisco. Se
tiende la Duquesa de Alba en un canapé, que está mirando picarescamente y aquí
tenéis el más perfecto modelo de la majita.
En los balcones que imaginan Goya o Velázquez
Lucas, las sonrientes manolas de mantilla y peineta, son o pueden ser
marquesas. La reina María Luisa en los retratos se parece a las mujeres que
poco antes, en 1743, nos describe don Diego de Torres Villarroel por la calle
de Postas, con “guiñaduras suaves y regaladas risas”, “arrullando las estrellas
de sus ojos en el epiciclo de sus pestañas, impresionando con cada vuelco una
vida de la atención más difunta y una muerte al más firme propósito de nunca
más pecar”
ELEGANTES
Marquesitas, burguesitas llevan
ahora sombreros de París. Estoy seguro que juegan al tenis y de que se aburren
como civilizadas. Las veo en la Castellana o en el Retiro, elegantes o cursis,
pero iguales a todas las elegantes y las cursis del mundo. No creo que un
pintor actual se atrevería a pintarlas con el mantón de Manila, ni ellas van,
que yo sepa, a las verbenas.
En las verbenas hay sobre todo
criadas de servir. Si hallamos una mujer que sabe ponerse en jarras, terciar
con garbo el mantón negro y cerrar de un golpe sabio el abanico, es seguramente
horizontal, bailarina o cupletista. En la verbena de San Antonio bendito que
procura maridos pintureros, quedé pasmado ante una mujer soberbia.
Giraba, tumbada atrás de risa la
cabeza, en un caballo de palo del “tío vivo”. La seguí después para admirar el
peinado con la supina peineta, un inverosímil pie de madrileña, aquel
zarandeado paso de gata en celo. Por una hora, con el orgullo de Gautier, creí
haber descubierto a la manola desconocida y típica. ¡Habría descubierto el
Mediterráneo! Supe después que siguiera a la conocida cupletista la Fornarina.
Y esto era menos interesante.
Claro está que en un domingo de
merendero o en barrios bajos, algunos ojos conservan dengue antiguo y hay
siluetas de cuadro. Por la noche, peripatéticas de mantón, la aceitosa crin
atada en lindos arabescos, tienen arteros chichisbeos con los pasantes e
improperios de la más castiza gracia. Y bajo un mal farol, en “capricho” vivo,
conservan a menudo comiendo churros, doña Celestina y el sereno.
Más el pasado rancio se va
acabando. Madrid se moderniza. Madrid cuenta con avenidas semejantes a todas
las avenidas blancas y rectilíneas del mundo. Destruyen o quieren destruir los
rincones de ensueño, como ese Jardín Botánico por el que aboga Azorín o se
viejo Retiro que lamenta Repide.
Hasta a los pobres
pintorescos-esos pobres de Madrid, ladinos, cariñosos, testarudos que os
felicitan por vuestra buena cara y os piden solo en confidencia, un papel de
fumar o una “perra gorda”-los ha querido recoger en asilos un alcalde terrible.
Arena que sin sentir tan callada va pasando… Un día los mantones de Manila, hoy
detenidos en los museos del pobre que son las casas de préstamos, irán
definitivamente a los museos grandes: mortajas de una alegría extinta,
estandartes de la majeza abolida. (Editado,
resumido y condensado del libro “Obras Escogidas de Ventura García
Calderón”, destacado
intelectual peruano que, con sus estudios, rescata los orígenes culturales de
este país. Nació por un azar patriótico en Paris, retornó al Perú donde
estudió. Posteriormente volvió a Francia en 1905 salvo cortos intervalos por
aquí, Rio de Janeiro y Bruselas hasta 1959 en que murió, siempre habitante de
la ciudad luz)
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