viernes, 18 de febrero de 2022

EL MASCARON

 Máscaras, mascaradas, mascarones, mascaritas, nocturnas encamisadas, todo aquello rico en ficciones, traído por los hispanos, como válvula de escape a sus nostalgias y a lo bravío y fiero de los tiempos, aclimatóse en Lima con raigambre profunda y alcanzo expresión máxima en el ámbito festivo y galano de los rebozos de las tapadas con sus 25 modos de mirar, pese a Pragmáticas y Sinodales.

Albeaba la Colonia y y Barco Centenera, en su poema “La Argentina”, da la impresión del poderío de las mujeres, admiradas y temidas después por Montesclaros, quien decía a Esquilache, -de poeta a poeta- “mal podría yo con todas, si los maridos no logran imponerse a su cada una”. Siglos después, Radiguet ve la ciudad como en un baile de Carnestolendas.

A las máscaras tan preferidas por los antiguos peruleros, se unió la predilección por los mascarones de las naves y los de las fuentes. Un trasunto moro venía de lejos, hasta tierras de América en las invenciones para festines y saraos, cuando nobles a caballo y menestrales en carretas curiosamente aderezadas, recorrían la ciudad.

 Eran “cosas de ver”, como decían los viejos cronistas y se hacían, no para Carnestolendas, como pudiera imaginarse, sino, muy especialmente, para las celebraciones de nacimientos de príncipes o juramentos de nuevos monarcas o de canonizaciones de santos y en ellas intervenían maestros y estudiantes de la Universidad y los Colegios Mayores.

TEMAS

La Máscara, como determinadamente era llamada, tenía visos de clásicas culturas. Los temas mitológicos e históricos se sucedían a base de mojigangas de antiguos dioses paganos o de episodios de las leyendas griega y romana.

En cuanto al juego mismo del carnaval no quedan huellas en los cronistas más minuciosos ni en las memorias de los virreyes, con una sola excepción. Suardo y Mugaburo, tan registradores, día a día muchas veces, de los sucesos de Lima en el siglo XVII, en un largo periodo abarcador de 1630 a 1634 de 1640 a 1694, no dicen absolutamente nada de la locura de esos días.

Y no es por falta de datos en los tales. Por el contrario. Con frecuencia, relatan lo hecho por los virreyes en las Carnestolendas. Iban ya a la Chacarilla de San Bernardo. Ya a la casa del Noviciado, ya a cualquiera de las ceremonias o festejos religiosos. Otro tanto ocurre con el del siglo XVIII y con el del Manuscrito ya citado. Sólo, en tiempos de Guirior, se dictaron ordenanzas especiales para impedir o morigerar el “juego indecente del carnaval” especialmente entre los negros y mulatos

Parece deducirse del inconcluso dato negativo, no haberse introducido hasta muy avanzado el último siglo de la Colonia el hábito, tan vigoroso después, de los desenfrenos fustigados por la satírica pluma de don Felipe Pardo. Y, tal vez, cabría deducirse, asimismo, no eran necesarios tales juegos en población habituada a la sucesión de tanta y tanta diversión de juglerías, embelecos y disfraces.

 

 

ORIGEN

Vistosísimas procesiones y cabalgatas de “mucho ridículo”. Alcancías, especie de cascarones de barro con aguas de olores y colores recíprocamente lanzadas entre bandos diversos, origen posible de los famosos verdes y encarnados de los carnavales republicanos encamisadas propiamente dichas, tomadas de bélicos cancamusas. Cañas de donde salieron los moros y cristianos.

Parlampanes y papahuevos del Corpus. Frases de atrevidos y zabucados anacronismos con personajes homéricos rendidos en pleito homenaje a los soberanos de España o a los santos de la Cristiandad Católica. Todo aquel pasar y repasar de asta caballería engalanada y grotesca, reluciente y estentórea, con semanera o casi mensual secuencia, hacían innecesario, sin duda, el juego mismo tal como se estiló más tarde, con desenfado, en los días predecesores de la Cuaresma.

Seguramente fueron las cofradías de negros y mulatos las más prestas a este cambio en las costumbres. Y, tal vez, la disminución por obvias razones del transcurrir del tiempo con sus mudanzas, de aquellos sainetes con su consecuente dedicación a los días de la carne suelta, explican esta notoria ausencia del carnaval tal como lo alcanzamos nosotros.

Por lo demás, no deja de tener alguna importancia la introducción del italianismo carnaval, dato muy significativo, porque solo muy metido en años del siglo XVIII se ciudadaniza la palabra para reemplazar casi por entero la de Carnestolendas, días de mucho más carácter religioso y litúrgico que profano, en el calendario de los primeros siglos de la Colonia.

MUESTRAS

No cabe hablar, en romance recto, de Mascarones con alusión carnavalesca, tal como podemos verlos los limeños del XIX y del XX. Cabría, si, larga divagación por las mascaradas universitarias, ya aludidas, con hartas muestras en las viejas crónicas. Algunas fueron curiosísimas, en verdad, y no se necesitaría sino parafrasear a los honestos y verídicos testigos oculares.

El amor a lo clásico resalta aún en las demostraciones religiosas. Transfiguraciones cosmográficas con rezagos de mágica astrología acompañan el desfile de las risueñas trapacerías. Docta influencia en esto y en aquello, sin duda alguna, de la época. Los caducos dioses de la paganía, en carros costosos de complicada arquitectura aparecen representados por la algarera compañía de los estudiantes.

Poetas anónimos, en su mayor parte, hacían versos alusivos, de gongórico corte, a estas expresiones genuinas. Los caños de Santo Tomás, los peines de agua de los molinos, los pozuelos de Santo Domingo y San Francisco, la Caja de Agua de la Caridad, las acequias de Santa Clara, de las Descalzas de la Toma, la Alta de Abajo el Puente y la del centro de la ciudad, sobreviviente en su nombre, la dela Trinidad, la alcantarilla de la Merced y hasta las jeringas de médicos y curanderas ponían una salpimentada nota cómica, en humorístico alarde a las clásicas representaciones.

 

 

 

 

 

ZAMUDIO

La cuadra del Mascarón en el actual jirón Cuzco, antecedida del Corcovado pudiera ser por el Médico Liseros vapuleado por Caviedes, y seguido de la de Zamudio, no por las tostadas rosquillas de pregonada fama en Lima, sino por el Marqués del Villar del Tajo, apellidado Zamudio de las Infantas, cuyo solar hemos establecido con exactitud en titulaciones de propiedades de Santa Rosa  Nueva o de las Monjas, a su respaldo que tuvo una tocaya por los barrios de Carmen del Alto llamada del Mascarón del Prado.

Ambas traían a los antiguos limeños zumbáticas visiones de farándulas aunadas a paramentados homenajes a sacras o regias cosas y, también, de galeones con su áurea estela de tesoros y su viento sibilante de piraterías, doblemente odiadas y temidas por ahincarse al diablo en la rubicunda encarnación de los herejes.

En la Plaza de María de Escobar, a espaldas de su huerta, tuvieron propiedades Martín de Ampuero y Francisco de Mendoza y Manrique y colindaban la del primero con las de Sebastián de Rivas. Esto nos revela la fisonomía aún informe de la ciudad, llena en sus primeros tiempos de huertos y chacritas.

La impresión campesina se acentúa con estos datos sobre una Lima de albercas y emparrados con su apacible poesía de senderillos y arboledas y la única nota móvil de los molinos innúmeros. El cuadro actual se esfuma en la auriverde lontananza.

FORMACION

Las cuadras del Corcovado, de Roldán, de Sagastegui, de San Diego, del propio Mascarón y de Zamudio, solo comenzaron a formarse muy avanzado el siglo XVI y otro tanto ocurría en los otros sectores. El pacayal de Santa Ana llegaba casi hasta la actual Acequia de Isla. La huerta de los padres Jesuitas avanzaba hasta las espaldas de San Pedro Nolasco.

Es sugestiva la presencia de las amplias huertas limeñas del amanecer de la Conquista. Los ganadores de la tierra obtenían solares para su vivienda y suertes de tierras para chacras y huertos. Se consideraban entonces lugares distantes muchos hoy inmediatos al centro y algunos tuvieron nombres de mujeres vinculadas a las primeras flores y a los primeros frutos de origen europeo.

Pizarro tuvo la huerta del Estanque en barrios más tarde de la Universidad y del Colegio Real y Aliaga, más allá de Guía donde, como se ha dicho, Lorenzo de Villaseca, testigo en la ceremonia del primer juramento virreinal en guarda de la ciudad naciente tuvo sus canteras. Por algo Fray Reginaldo de Lizárraga pudo hablar de una ciudad como de sueño, donde el verdor de un bosque, tal como imaginaríamos el Castillo de la Bella Durmiente.

Consta en el Cabildo del 22 de octubre de 1557, la provisión del Marques de Cañete para dar como propios de la ciudad el frente de la huerta de María de Escobar, como dio, asimismo, la ribera de la Casa de Pizarro, desde entonces Palacio. Comenzaron a ser vendidos lugares para habitación y, así, fueron formándose las cuadras aledañas a aquel sitio, donde habría de levantarse el Colegio regentado por los Jesuitas.

MENCIONES

La inmediata transversal hasta Juan Valiente era la de San Diego y formaba esquina con Mascarón. Las tasaciones hablan de calle que va a San Pedro Nolasco y casi no hay referencias al nombre hasta hoy conservado y tan colonial. Pero a comienzos del siglo XVIII ya se menciona claramente al Mascaron de Carreño.

Allí existían casas que estaban en la esquina hoy llamada Sagastegui en honor del doctor Mateo Sagastegui, abogado importante de mediados del siglo XVIII. La mansión de los marqueses de Santa María fue, en el siglo XI, de la familia Masías y una de ellas muy hermosa, doña Justa, casó con el General Remigio Morales Bermúdez, Presidente de la República de 1890 a 1894.

Otro aniversario patronal de legos en la finca de Justo de Arriola y Francisca Rodríguez, perteneciente al Monasterio de Santa Catalina, en 22c de mayo de 1762 ante Francisco Luque, cuya Fundación, ante el mismo, es de 13 de enero de 1767, vuelve a mencionar el Mascarón de Carreño, tal vez por don Martín Carreño de Castro, cuyo nombre aparece entre los mayordomos de la Real Casa de Expósitos.

Ya en la República se forman muchas propiedades, también particulares, en la acera del respaldo de la Aduana. A comienzos del siglo XIX tuvo su casa el Prócer Domingo de Orúe. Lo mismo que los Moreyra, Irigoyen Canseco, Alfaro, Chueca, Ureta, Rodríguez y Jiménez Pacheco.  Cerca de allí vivió la viuda y los hijos del gran Almirante Miguel Grau.

ABOGADOS

Por sus proximidades al Palacio de Justicia muchos abogados y escribanos tuvieron sus bufetes. Recuerdo el del jurista y maestro Julián Guillermo Romero y el de José María de la Jara y Ureta, figura insigne literaria y política, hombre de excepción, orador convincente y deslumbrante, periodista de limpia garra. Mente clarísima, gran corazón.

En la calle Zamudio vivieron los Hurtado de Chaves, Condes de Cartago. En tiempos de la República lo hizo el doctor Manuel Marcos Salazar antiguo Rector de Guadalupe, Decano de la Facultad de Letras. Con fama de educador muy enérgico. Liberal y civilista. Partidario leal de Manuel Pardo. Al lado de su casa estuvo la escuelita de sus hermanas las señoritas Salazar y Cárdenas, de gran valor en el magisterio nacional.

Junto a la casa del doctor Salazar, también vivió mucho tiempo el doctor Oswaldo Hercelles, reputadísimo médico. Era el padre de Oswaldo Hercelles García, gran médico como su padre y un amigo de primera. En esa cuadra estuvo en una época el Colegio Beausejour de larga duración en Lima.

 También recordamos por allí a los Fernández Concha, los Ingunza, Chacaltana, Lafosse y al doctor José Matías Manzanilla en sus tiempos moceriles de gran luchador de la vida, en quien, desde sus días de estudiante puntero, se anunciaba al catedrático renovador y al parlamentario elocuente, autor avanzado de previsoras leyes de carácter social

Otro de los que vivió en esa cuadra fue Elías Mujica y Trasmonte, hombre de estado, organizador y laborioso Ministro de Guerra en el primer gobierno del General Cáceres, casado con Micaela Carassa y tronco de la familia de alta figuración social en Lima.

MANSION

El doctor Mariano Prado y Ugarteche tenía su mansión en la cuadra del Corcovado. La hacienda Montalván en Cañete, antigua propiedad de los Dulce, fue cedida al General O’Higgins. El dato de “la casa del Mascarón” revela la facilidad con que solían desplazarse los nombres en los tiempos antiguos.

Una explicable asociación de ideas a base de lo actual y la dificultad para imaginar, tal como fue, lo desaparecido hace en ocasiones difícil rehacer la fisonomía de ciertos barrios, después de su transformación. Las mismas referencias antiguas resultan con frecuencia vagas, no obstante, la prolija minuciosidad de muchos documentos antiguos, por el cambio inevitable de ciertas palabras. Desorienta a veces, por ejemplo, la expresión muy usada “junto a tal o cual lugar”, porque no siempre denotaba contigüidad.

Para el caso de estas cuadras, como de tantas otras de Lima, resultados de urbanizaciones remotas, a base de huertas y de plazas, como ocurre con las de María Escobar, cuyos desprendimientos son precisamente las de este corto recorrido, los viejos papeles en base de indicaciones personales pueden confundir, si no se tienen gran cuidado de coordinar unas con otras.

A fines del siglo XVI, todos estos lugares estaban llenos de lugares de cultivo de tierras vacas. La Chacarilla de San Bernardo, como hemos procurado explicar, abarcaba enorme extensión y casi se unía con otras propiedades de los padres Jesuitas hacia arriba, como quien fuera la antigua Concepción extensa antes hasta ocupar más de dos cuadras, inclusive la de Presa.

CALLES

 No se había formado todavía las cuadras salientes hacia Santa Catalina, de manera que éstas del Corcovado, Mascarón y Zamudio con sus paralelas de Crispín, después Padre Jerónimo y Juan Valiente, después Santa Teresa, eran las ultimas realmente de la ciudad hacia ese lado. Y otro tanto ocurría con las de Hoyos, Anticona, Sacramentos y Rastro de la Huaquilla, más arriba, abiertas hacia el sur solo en el siglo XVII.

Como los nombres de las calles de Lima fueron resultado del hábito y reflejo de costumbres y no respondieron a propósitos deliberados de bautismos impuestos, hubiera sido extraño no existiesen una y más cuadras con el nombre de Mascarón, como en México hubo una casa famosa, hasta hoy subsistente llamada de Los Mascarones. Notable debió ser el de Carreño, cuando su recuerdo pervive y, aunque como hemos explicado, no tuvo relación directa con los carnavales, propiamente dichos, trae a la mente la inevitable asociación de los mismos

En la ciudad antigua las mascaradas, que después se usaron con menos lujo en la fiesta de Carnestolendas, las raras esculturas de los altos veleros suscitadores de imágenes míticas y de amenazas reales, los pétreos o broncíneos rostros de las cavas y piletas.

 Toda esa alegórica y totémica figurería de alados dragones, de crispados grifos, de híbridos demoniacos y divinos, medioevales residuos de viejísimas culturas, quedaba como hecha a medida del espíritu entre zumbón y decorativo de las gentes, con su incienso de misticismo, su mirra de suntuosidad y su sal de socarronería. (Páginas seleccionadas de las "Obras Completas" que pertenecen como autor al consagrado escritor y político, José Gálvez Barrenechea)

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