Máscaras, mascaradas, mascarones, mascaritas, nocturnas encamisadas, todo aquello rico en ficciones, traído por los hispanos, como válvula de escape a sus nostalgias y a lo bravío y fiero de los tiempos, aclimatóse en Lima con raigambre profunda y alcanzo expresión máxima en el ámbito festivo y galano de los rebozos de las tapadas con sus 25 modos de mirar, pese a Pragmáticas y Sinodales.
Albeaba la Colonia y y Barco
Centenera, en su poema “La Argentina”, da la impresión del poderío de las
mujeres, admiradas y temidas después por Montesclaros, quien decía a
Esquilache, -de poeta a poeta- “mal podría yo con todas, si los maridos no
logran imponerse a su cada una”. Siglos después, Radiguet ve la ciudad como en
un baile de Carnestolendas.
A las máscaras tan preferidas por los antiguos peruleros, se unió la predilección por los mascarones de las naves y los de las fuentes. Un trasunto moro venía de lejos, hasta tierras de América en las invenciones para festines y saraos, cuando nobles a caballo y menestrales en carretas curiosamente aderezadas, recorrían la ciudad.
Eran “cosas de ver”, como decían los viejos
cronistas y se hacían, no para Carnestolendas, como pudiera imaginarse, sino,
muy especialmente, para las celebraciones de nacimientos de príncipes o
juramentos de nuevos monarcas o de canonizaciones de santos y en ellas intervenían
maestros y estudiantes de la Universidad y los Colegios Mayores.
TEMAS
La Máscara, como determinadamente
era llamada, tenía visos de clásicas culturas. Los temas mitológicos e
históricos se sucedían a base de mojigangas de antiguos dioses paganos o de
episodios de las leyendas griega y romana.
En cuanto al juego mismo del
carnaval no quedan huellas en los cronistas más minuciosos ni en las memorias
de los virreyes, con una sola excepción. Suardo y Mugaburo, tan registradores,
día a día muchas veces, de los sucesos de Lima en el siglo XVII, en un largo
periodo abarcador de 1630 a 1634 de 1640 a 1694, no dicen absolutamente nada de
la locura de esos días.
Y no es por falta de datos en los
tales. Por el contrario. Con frecuencia, relatan lo hecho por los virreyes en
las Carnestolendas. Iban ya a la Chacarilla de San Bernardo. Ya a la casa del
Noviciado, ya a cualquiera de las ceremonias o festejos religiosos. Otro tanto
ocurre con el del siglo XVIII y con el del Manuscrito ya citado. Sólo, en
tiempos de Guirior, se dictaron ordenanzas especiales para impedir o morigerar
el “juego indecente del carnaval” especialmente entre los negros y mulatos
Parece deducirse del inconcluso
dato negativo, no haberse introducido hasta muy avanzado el último siglo de la
Colonia el hábito, tan vigoroso después, de los desenfrenos fustigados por la
satírica pluma de don Felipe Pardo. Y, tal vez, cabría deducirse, asimismo, no
eran necesarios tales juegos en población habituada a la sucesión de tanta y
tanta diversión de juglerías, embelecos y disfraces.
ORIGEN
Vistosísimas procesiones y
cabalgatas de “mucho ridículo”. Alcancías, especie de cascarones de barro con
aguas de olores y colores recíprocamente lanzadas entre bandos diversos, origen
posible de los famosos verdes y encarnados de los carnavales republicanos
encamisadas propiamente dichas, tomadas de bélicos cancamusas. Cañas de donde
salieron los moros y cristianos.
Parlampanes y papahuevos del
Corpus. Frases de atrevidos y zabucados anacronismos con personajes homéricos
rendidos en pleito homenaje a los soberanos de España o a los santos de la
Cristiandad Católica. Todo aquel pasar y repasar de asta caballería engalanada
y grotesca, reluciente y estentórea, con semanera o casi mensual secuencia,
hacían innecesario, sin duda, el juego mismo tal como se estiló más tarde, con
desenfado, en los días predecesores de la Cuaresma.
Seguramente fueron las cofradías
de negros y mulatos las más prestas a este cambio en las costumbres. Y, tal
vez, la disminución por obvias razones del transcurrir del tiempo con sus
mudanzas, de aquellos sainetes con su consecuente dedicación a los días de la
carne suelta, explican esta notoria ausencia del carnaval tal como lo
alcanzamos nosotros.
Por lo demás, no deja de tener
alguna importancia la introducción del italianismo carnaval, dato muy
significativo, porque solo muy metido en años del siglo XVIII se ciudadaniza la
palabra para reemplazar casi por entero la de Carnestolendas, días de mucho más
carácter religioso y litúrgico que profano, en el calendario de los primeros
siglos de la Colonia.
MUESTRAS
No cabe hablar, en romance recto,
de Mascarones con alusión carnavalesca, tal como podemos verlos los limeños del
XIX y del XX. Cabría, si, larga divagación por las mascaradas universitarias,
ya aludidas, con hartas muestras en las viejas crónicas. Algunas fueron
curiosísimas, en verdad, y no se necesitaría sino parafrasear a los honestos y
verídicos testigos oculares.
El amor a lo clásico resalta aún
en las demostraciones religiosas. Transfiguraciones cosmográficas con rezagos
de mágica astrología acompañan el desfile de las risueñas trapacerías. Docta
influencia en esto y en aquello, sin duda alguna, de la época. Los caducos
dioses de la paganía, en carros costosos de complicada arquitectura aparecen
representados por la algarera compañía de los estudiantes.
Poetas anónimos, en su mayor
parte, hacían versos alusivos, de gongórico corte, a estas expresiones genuinas.
Los caños de Santo Tomás, los peines de agua de los molinos, los pozuelos de
Santo Domingo y San Francisco, la Caja de Agua de la Caridad, las acequias de
Santa Clara, de las Descalzas de la Toma, la Alta de Abajo el Puente y la del
centro de la ciudad, sobreviviente en su nombre, la dela Trinidad, la
alcantarilla de la Merced y hasta las jeringas de médicos y curanderas ponían
una salpimentada nota cómica, en humorístico alarde a las clásicas
representaciones.
ZAMUDIO
La cuadra del Mascarón en el
actual jirón Cuzco, antecedida del Corcovado pudiera ser por el Médico Liseros
vapuleado por Caviedes, y seguido de la de Zamudio, no por las tostadas
rosquillas de pregonada fama en Lima, sino por el Marqués del Villar del Tajo,
apellidado Zamudio de las Infantas, cuyo solar hemos establecido con exactitud
en titulaciones de propiedades de Santa Rosa
Nueva o de las Monjas, a su respaldo que tuvo una tocaya por los barrios
de Carmen del Alto llamada del Mascarón del Prado.
Ambas traían a los antiguos limeños
zumbáticas visiones de farándulas aunadas a paramentados homenajes a sacras o
regias cosas y, también, de galeones con su áurea estela de tesoros y su viento
sibilante de piraterías, doblemente odiadas y temidas por ahincarse al diablo
en la rubicunda encarnación de los herejes.
En la Plaza de María de Escobar,
a espaldas de su huerta, tuvieron propiedades Martín de Ampuero y Francisco de
Mendoza y Manrique y colindaban la del primero con las de Sebastián de Rivas.
Esto nos revela la fisonomía aún informe de la ciudad, llena en sus primeros
tiempos de huertos y chacritas.
La impresión campesina se acentúa
con estos datos sobre una Lima de albercas y emparrados con su apacible poesía
de senderillos y arboledas y la única nota móvil de los molinos innúmeros. El
cuadro actual se esfuma en la auriverde lontananza.
FORMACION
Las cuadras del Corcovado, de Roldán,
de Sagastegui, de San Diego, del propio Mascarón y de Zamudio, solo comenzaron
a formarse muy avanzado el siglo XVI y otro tanto ocurría en los otros
sectores. El pacayal de Santa Ana llegaba casi hasta la actual Acequia de Isla.
La huerta de los padres Jesuitas avanzaba hasta las espaldas de San Pedro
Nolasco.
Es sugestiva la presencia de las
amplias huertas limeñas del amanecer de la Conquista. Los ganadores de la
tierra obtenían solares para su vivienda y suertes de tierras para chacras y
huertos. Se consideraban entonces lugares distantes muchos hoy inmediatos al
centro y algunos tuvieron nombres de mujeres vinculadas a las primeras flores y
a los primeros frutos de origen europeo.
Pizarro tuvo la huerta del
Estanque en barrios más tarde de la Universidad y del Colegio Real y Aliaga,
más allá de Guía donde, como se ha dicho, Lorenzo de Villaseca, testigo en la
ceremonia del primer juramento virreinal en guarda de la ciudad naciente tuvo
sus canteras. Por algo Fray Reginaldo de Lizárraga pudo hablar de una ciudad
como de sueño, donde el verdor de un bosque, tal como imaginaríamos el Castillo
de la Bella Durmiente.
Consta en el Cabildo del 22 de
octubre de 1557, la provisión del Marques de Cañete para dar como propios de la
ciudad el frente de la huerta de María de Escobar, como dio, asimismo, la
ribera de la Casa de Pizarro, desde entonces Palacio. Comenzaron a ser vendidos
lugares para habitación y, así, fueron formándose las cuadras aledañas a aquel
sitio, donde habría de levantarse el Colegio regentado por los Jesuitas.
MENCIONES
La inmediata transversal hasta
Juan Valiente era la de San Diego y formaba esquina con Mascarón. Las
tasaciones hablan de calle que va a San Pedro Nolasco y casi no hay referencias
al nombre hasta hoy conservado y tan colonial. Pero a comienzos del siglo XVIII
ya se menciona claramente al Mascaron de Carreño.
Allí existían casas que estaban
en la esquina hoy llamada Sagastegui en honor del doctor Mateo Sagastegui,
abogado importante de mediados del siglo XVIII. La mansión de los marqueses de
Santa María fue, en el siglo XI, de la familia Masías y una de ellas muy
hermosa, doña Justa, casó con el General Remigio Morales Bermúdez, Presidente
de la República de 1890 a 1894.
Otro aniversario patronal de
legos en la finca de Justo de Arriola y Francisca Rodríguez, perteneciente al
Monasterio de Santa Catalina, en 22c de mayo de 1762 ante Francisco Luque, cuya
Fundación, ante el mismo, es de 13 de enero de 1767, vuelve a mencionar el
Mascarón de Carreño, tal vez por don Martín Carreño de Castro, cuyo nombre
aparece entre los mayordomos de la Real Casa de Expósitos.
Ya en la República se forman
muchas propiedades, también particulares, en la acera del respaldo de la
Aduana. A comienzos del siglo XIX tuvo su casa el Prócer Domingo de Orúe. Lo
mismo que los Moreyra, Irigoyen Canseco, Alfaro, Chueca, Ureta, Rodríguez y
Jiménez Pacheco. Cerca de allí vivió la
viuda y los hijos del gran Almirante Miguel Grau.
ABOGADOS
Por sus proximidades al Palacio
de Justicia muchos abogados y escribanos tuvieron sus bufetes. Recuerdo el del
jurista y maestro Julián Guillermo Romero y el de José María de la Jara y
Ureta, figura insigne literaria y política, hombre de excepción, orador
convincente y deslumbrante, periodista de limpia garra. Mente clarísima, gran
corazón.
En la calle Zamudio vivieron los
Hurtado de Chaves, Condes de Cartago. En tiempos de la República lo hizo el
doctor Manuel Marcos Salazar antiguo Rector de Guadalupe, Decano de la Facultad
de Letras. Con fama de educador muy enérgico. Liberal y civilista. Partidario
leal de Manuel Pardo. Al lado de su casa estuvo la escuelita de sus hermanas
las señoritas Salazar y Cárdenas, de gran valor en el magisterio nacional.
Junto a la casa del doctor
Salazar, también vivió mucho tiempo el doctor Oswaldo Hercelles, reputadísimo
médico. Era el padre de Oswaldo Hercelles García, gran médico como su padre y
un amigo de primera. En esa cuadra estuvo en una época el Colegio Beausejour de
larga duración en Lima.
También recordamos por allí a los Fernández
Concha, los Ingunza, Chacaltana, Lafosse y al doctor José Matías Manzanilla en
sus tiempos moceriles de gran luchador de la vida, en quien, desde sus días de
estudiante puntero, se anunciaba al catedrático renovador y al parlamentario
elocuente, autor avanzado de previsoras leyes de carácter social
Otro de los que vivió en esa
cuadra fue Elías Mujica y Trasmonte, hombre de estado, organizador y laborioso
Ministro de Guerra en el primer gobierno del General Cáceres, casado con
Micaela Carassa y tronco de la familia de alta figuración social en Lima.
MANSION
El doctor Mariano Prado y
Ugarteche tenía su mansión en la cuadra del Corcovado. La hacienda Montalván en
Cañete, antigua propiedad de los Dulce, fue cedida al General O’Higgins. El
dato de “la casa del Mascarón” revela la facilidad con que solían desplazarse
los nombres en los tiempos antiguos.
Una explicable asociación de
ideas a base de lo actual y la dificultad para imaginar, tal como fue, lo
desaparecido hace en ocasiones difícil rehacer la fisonomía de ciertos barrios,
después de su transformación. Las mismas referencias antiguas resultan con
frecuencia vagas, no obstante, la prolija minuciosidad de muchos documentos
antiguos, por el cambio inevitable de ciertas palabras. Desorienta a veces, por
ejemplo, la expresión muy usada “junto a tal o cual lugar”, porque no siempre
denotaba contigüidad.
Para el caso de estas cuadras,
como de tantas otras de Lima, resultados de urbanizaciones remotas, a base de
huertas y de plazas, como ocurre con las de María Escobar, cuyos
desprendimientos son precisamente las de este corto recorrido, los viejos
papeles en base de indicaciones personales pueden confundir, si no se tienen
gran cuidado de coordinar unas con otras.
A fines del siglo XVI, todos
estos lugares estaban llenos de lugares de cultivo de tierras vacas. La
Chacarilla de San Bernardo, como hemos procurado explicar, abarcaba enorme
extensión y casi se unía con otras propiedades de los padres Jesuitas hacia
arriba, como quien fuera la antigua Concepción extensa antes hasta ocupar más
de dos cuadras, inclusive la de Presa.
CALLES
No se había formado todavía las cuadras
salientes hacia Santa Catalina, de manera que éstas del Corcovado, Mascarón y
Zamudio con sus paralelas de Crispín, después Padre Jerónimo y Juan Valiente,
después Santa Teresa, eran las ultimas realmente de la ciudad hacia ese lado. Y
otro tanto ocurría con las de Hoyos, Anticona, Sacramentos y Rastro de la
Huaquilla, más arriba, abiertas hacia el sur solo en el siglo XVII.
Como los nombres de las calles de
Lima fueron resultado del hábito y reflejo de costumbres y no respondieron a
propósitos deliberados de bautismos impuestos, hubiera sido extraño no
existiesen una y más cuadras con el nombre de Mascarón, como en México hubo una
casa famosa, hasta hoy subsistente llamada de Los Mascarones. Notable debió ser
el de Carreño, cuando su recuerdo pervive y, aunque como hemos explicado, no
tuvo relación directa con los carnavales, propiamente dichos, trae a la mente
la inevitable asociación de los mismos
En la ciudad antigua las
mascaradas, que después se usaron con menos lujo en la fiesta de
Carnestolendas, las raras esculturas de los altos veleros suscitadores de
imágenes míticas y de amenazas reales, los pétreos o broncíneos rostros de las
cavas y piletas.
Toda esa alegórica y totémica figurería de
alados dragones, de crispados grifos, de híbridos demoniacos y divinos,
medioevales residuos de viejísimas culturas, quedaba como hecha a medida del
espíritu entre zumbón y decorativo de las gentes, con su incienso de
misticismo, su mirra de suntuosidad y su sal de socarronería. (Páginas seleccionadas de las "Obras
Completas" que pertenecen como autor al consagrado escritor y político,
José Gálvez Barrenechea)
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