domingo, 17 de febrero de 2019

UN PALOMILLA

Jugaba el pobre palomilla en espera del llamado derrotero de las suertes, jugaba sin temores, dueño de la alegría dinámica de sus pocos años. Quizás en su jocundidad asomaba tímida y paliducha la expectativa de una gratificación por haber vendido algunos de los números agraciados.
Fue a la calle de las Divorciadas no para interrogar por su fortuna, sino para averiguar por la de otros. No esperaba nada para sí, seguramente. Tal vez, también, ni siquiera entre los billetes marcados para su industria callejera, estaban los premiados. Pero iba hasta la puerta de la Sociedad de Beneficencia, porque allí había entonces bullicio los sábados en las tardes, se alineaban los vendedores de sabrosas golosinas, se juntaban muy curiosas gentes y hay ocasión de risa y de jolgorio.
Jugaba el pobre palomilla. Agil y seguro corría de un lado para otro, decía cuchufletas, repetía motes, tarareaba aires de músicas fáciles, ensayaba golpes pugilísticos con camaradas alegres como él y en la nerviosa espera de los más viejos, afanosos por conocer en detalle y con seguridad los números premiados, ponía su nota llamativa y sonora de muchacho descuidado y feliz.
Así le sorprendió la muerte, agazapada y traidora, en un modernísimo camión de carga. Y allí mismo, sin tiempo para hacer esquivamiento decisivo, cayó el chiquillo y, por su cuerpo vibrante de vida fresca, lozana, pasaron las ruedas en un escándalo trepidante y ruidoso, le trituraron sin piedad.

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La Calle de Divorciadas en Lima.

ALARIDO
Acaeció en un segundo. Resonó un inmenso alarido en la calle y cuando todos se agolparon en torno del camión, la muerte se había escapado con su presa y sólo se quedaba su visión en los espantados ojos del chofer, quien no la pudo dominar, en la mirada angustiosa de las personas, las cuales no podrían afirmar que la entrevieron, pero la sintieron pasar en una ráfaga de frío y en el temblor postrero del cuerpecito inanimado.
Nadie la vio venir, pero ella estaba acuciosa y acechadora, feliz de haberse encaramado en la maquina portentosa a la cual condujo con mano cruel. Y así lanzóse, funestamente certera, sobre el más alegre del grupo.
No escogió al invalido, ni al ciego, no suprimió a quien, tal vez, la deseaba en aquel instante. Segó la vida más confiada, la que todo lo había descontado, y la encontró propicia, como una víctima del holocausto, en la edad inocente y en el instante puro.
Cuando se fue la muerte, señalando en el brazo a un generoso audaz que se atrevió a contenerla, se alzó el coro de lamentaciones y de los comentarios. Y, en tanto, ninguna sabía quién era el triturado.
Se llevaron sus restos a la morgue y volvieron a pasar los camiones, y los autos y los tranvías y la calle tomó a llenarse de bullicio y de vida. Después, seguramente, el cuerpecito frio cayó en una zanja del panteón de los humildes
Y eso fue todo, como en el hondo poema de Rubén Darío sobre Rufo Galo. (Páginas seleccionadas de las "Obras Completas" que pertenecen como autor al consagrado escritor y político, José Gálvez Barrenechea)

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