Un nuevo semanario, “España”, abre la encuesta: “¿Qué opina usted de la entrada de Ricardo León en la Academia?” Azorín “lee con gusto” sus libros, pero no está conforme con la idea que tiene León del clasicismo. Baroja se encoge de hombros y otros literatos clavan su sátira al responder. Con la entrada en la Academia ha obtenido pasajera actualidad este escritor mediocre.
Ricardo León no es un hombre,
sino un símbolo triste. En la bifurcación dedos Españas, la que surge y la que
se derrumba, es el conservador de las viejas zampoñas y los vulgares sistros,
el Anticuario Mayor del Reino. La religión de “nuestros mayores”, “las
veneradas tradiciones”, “nuestro gran siglo de oro”, tienen en él a un vocero
nato. Es el genio del “cliché” y el más hábil remendón que ha parido Málaga.
Hay en Madrid, en un rincón del
Rastreo, una perenne feria intitulada “Las Grandiosas Américas”. Aquí van a
parar los restos de un naufragio de siglos, lo desechado por la “peña” y es
aquel un pintoresco mercado de antiguallas al aire libre. El bargueño
apolillado, el traje de luces, castañuelas incompletas, cacharros
desportillados de Talavera, grasientas barajas y un paño de altar en trizas
todo se junta allí, se funde casi bajo el polvo miserable y la compasión del
sol que presta al pudridero un falso
esplendor y como una quimérica vida
¡Las Grandiosas Américas! Sería el titulo digno de las obras del señor León. Una frase deshilachada en Cervantes, tropos usados de Quevedo, un giro de Teresa, el anticuario lo aprovecha todo. Como el siglo es “de oro”, algún brillo le queda entre los dedos y el ágil contrabandista vende bien su nombre de un pasado tan famoso.
PARTES
“La del alba sería”, comienza
algún capitulo suyo. ¿No hemos leído ya esta frase en alguna parte? Cervantes,
Quevedo, Argensola, Manrique…Grandes partes siempre, las mejores que vienen los
siglos. Imitando así lo inevitable, se llega derecho a la Academia.
Los académicos reconocieron
enseguida con su instinto infalible de monederos falsos al “hermano en Apolo”.
A los cuatro años de aplicada su primera novela, le llamaban. Era un
predestinado este escritor de prosa” legitimista, en donde nunca podría
desentonar el desacato de un adjetivo enérgico o la peligrosa rebeldía de un
tropo original. Benavente, Valle Inclán o Azorín daban irisaciones nuevas a la
vieja lengua sublime…Solo Ricardo León brindaba enteramente la garantía de ser
mediocre.
Y luego ¡que justo premio a la modestia!
Una modestia de capuchino que no ha perdido nada y acepta en nombre de quien
alimenta a los uros de corazón y a las aves del cielo, una modestia que recibe
el elogio como limosna y la censura como prueba del señor. A un periodista le
confiaba sus estupores académicos. El no era digno de penetrar en la santa
morada. Vive aterrado de los dones que
le deparan la munificencia del Señor y de Maura.
Por eso avanza en la vida con vuelo tardo y nocturno de mochuelo que va a su olivo sabroso. Arrastra ya los pies por afición a los viejos y desde que le vi comprendo que el Tartufo de Moliere debiera usar lentes gruesos.
VEJEZ
Su estilo tiene la misma vejez
artificial y la blandura sin nervio. León no puede negar su origen andaluz. (Un
día habrá que estudiar en la literatura española como en la pintura de la Península “el murillismo”.) Vino Leon
de Málaga a Santander para imitar a Pereda; más solo pudo ser un Pereda apócrifo, adulzorado y sin
estridencia.
Luego llegaron los triunfos.
España y nuestra pobre América, tan desorientada siempre en sus quehaceres,
aplaudieron al autor de Casta de Hidalgos. A favor de este triunfo se propaga un equivoco que algunos
escritores sinceros quisiéramos disipar para siempre: el del taimado amor a los
antiguos destinado a aplastar a los modernos. ¿Significa amor el calco
minucioso o es intolerable en nec plus ultra que ponen los académicos a toda
nueva y espontánea literatura? ¿No se ha repetido ya que si Cervantes hubiera escribiera un Quijote diferente?
Por fortuna mil urgencias de
espíritu, mil inquietudes en sazón han hecho estallar, como granada madura, la
retórica antigua. Una juventud admirable-puesto, empero, el oído al murmurar de
las fuentes” cervantescas y al “son dulce acordado” del fraile- empieza a
escribir en España como siente y como
ama , es decir, con magnífica intemperancia.
Esta juventud es precisamente la
que aborrece a León y se comprende. León quisiera regresar a los malos años del
siglo XIX, prolongar esa literatura pomposa, desmayada y manida que aprendimos
con vergüenza a llamar literatura española. ¡Arrojemos, pues, a este simulador
de clasicismo, a latigazos!
ERROR
Ya en España los escritores no le
hacemos caso. Vive solo amparado en sacristías y propagado en la confesión como
un pecado vitando. Error de clérigos que confunden catolicismo eterno y
metáforas anticuadas como si el lirico
revolucionario Verlaine no hubiera escrito las más dulces plegarias a su Madre
María.
En los últimos años ha publicado
poco Leon Parece querer orientarse a más fresca y juvenil literatura. Pero la
juventud no se recobra ni se inventa. Acabo de leer una página suya sobre la
danza española.
Penoso es verle hablar de gracias
y contoneos. Cuando se arriesga a alabar la pierna entrevista y adivinada en un
escorzo de sevillana, recordamos con ironía sus novelas morales, para damas
proyectas o para hidalgos que murmuran del siglo porque los mortifican la
impiedad y la gota. ¡Pobre escritor mohoso! Nos inspira lastima-uy una ligera
repulsión- como los niños que no rompieron juguetes, como los jóvenes que no
hicieron tonterías para alguna mujer. (Editado, resumido y condensado del libro “Obras Escogidas de Ventura
García Calderón”, destacado
intelectual peruano que, con sus estudios, rescata los orígenes culturales de
este país. Nació por un azar patriótico en Paris, retornó al Perú donde
estudió. Posteriormente volvió a Francia en 1905 salvo cortos intervalos por
aquí, Rio de Janeiro y Bruselas hasta 1959 en que murió, siempre habitante de
la ciudad luz)
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