El sol se ha puesto sobre el arco gris que los poetas comparan con un gigantesco dado o con la puerta de un asiático palacio de nubes. Y en la atestada avenida rebulle un pueblo silencioso porque ya se ilumina, bajo la curva de piedra, el relieve dorado de aquella escultura de mujer-una idea del viejo Clemenceau-que está evocando a los muertos de la guerra.
Desde la temprana noche de Hugo, el Arco del Triunfo no había sido cenotafio. En novelas y en crónicas habéis leído seguramente narraciones de aquella velada de 1885: un pueblo insomne que estaba velando a su poeta. Jamás un príncipe del ingenio sintió arder, como cirios de luto, tantos corazones en torno suyo. Jamás un hombre ha dejado tantos huérfanos.
Las criaturas de su suelo
desmesurado, los vivientes hijos de su tórrido genio bajaron a lamentar a su
padre común. Despacio, del viejo París, fueron llegando Quasimodo con su joroba
y Gavroche que no reía y los miserables en obscura turba anónima. Entonces,
como si el alma ustoria del poeta se diluyera en la muchedumbre, un gran soplo
pagano cruzó por la avenida. Se perdieron en la sombra las parejas nupciales y
cada Booz busco los labios de Ruth dormida.
Aquella noche y esta noche me
parecen unidas en la historia francesa por una sublime concordancia. Los que
nacieron en 1866 un año después delos funerales de Hugo, decía Barrés, deben
ser vigilados. ¡Por supuesto! Son los hombres jóvenes de hoy cuyas madres
estremecidas asistieron a aquella ceremonia de exaltación y a aquel juramento
de revancha. Había muerto el poeta del “año terrible”, pero toda Francia
heredaba su cólera.
Clemenceau evocó a los muertos dela guerra.
ROSTROS
Hasta imagino ver en esta ruta
nocturna los mismos rostros de aquella velada fabulosa. El montón obscuro y
formidable que hace la historia está esperando como ayer el testimonio del
triunfo que dará la aurora futura. Si los miserables son los mismos: la anciana
que se ha dormido con la frente apoyada en un cañón, las parejas que entrelazan
las manos en un banco lleno de sombra. A la luz de las fachadas, todas las
noches ardientes se ven sueños ingenuos y cabecitas insomnes que están contando
astros.
Todo el París popular se instala
aquí. La avenida de los Campos Eliseos es una tercera clase de transatlántico
repleta de emigrantes que tararean canciones o duermen pesadamente en un rincón
o esperan el alba mondando su melancólica naranja. Hasta los mástiles y los
altos gallardetes que la empavesan completan la sensación de una travesía
marina.
Sobre la paciencia de la santa
canalla que padeció cuatro años de congojas, la noche tiembla de estrellas y
mensajes. Como en otras pasadas e inolvidables, los altos fanales de París
están cambiando signos con los remotos mundos. Una polvareda estelar y levísima
desciende sobre la negra masa dormida, como el rocío de las mañanas y la paz de
las tardes.
Tal vez no vienen de la Torre,
sino de más remoto origen, aquellas lentas miradas luminosas que súbitamente
descubren en la sombra la escultura de un bloque humano: tal vez se apiada, en
fin, el lejano demiurgo y será pronto verdad la esperanza redentora de Hugo…
El Arco del Triunfo
GALLOS
Pero ya anuncian la mañana todos
los gallos de París. Una clara y transparente mañana de primavera.
Decididamente el “viejo aliado del Káiser, el soberano señor del trueno y de la
nube en un francófilo de última hora. Si nos manda su lluvia cerrada, fracasa
el día de gloria.
Alegre y fresca se despereza la
avenida: los alquiladores que pernoctaron en la silla o en la mesa os proponen
a precio escandaloso el más humilde banco.
Pasan hombres maduros con una exposición permanente de medallas en la
solapa del frac. Alsacianas con sus encendidas faldas y su airoso lazo negro en
los cabellos. Parisienses palidísimas que han dormido mal pero que no olvidaron
la mota de polvos.
Por todas partes bandera, y
flores y cantos, bajo la espléndida sorpresa de este sol mañanero. Solo que, de
trecho en trecho, nuestra sonrisa se desvanece al ver en cualquier balcón el
rostro maternal de una mujer que está explicando al soldado ciego la imprudente
alegría de los otros.
Es preciso esperar hasta más de
las 9 de la mañana para que asume, sin los clarines de Rubén, la epopeya viviente en marcha. Bajo el
azul recién lavado las nubes solo parecen una humareda de los cañones y el
estampido de los cañones solo un eco celeste del corazón de París que late con
el más violento ritmo.
Durante todo el desfile resonará
su júbilo altisonante. ¡Ya viene el cortejo y tú no estás aquí para cantarlo,
Rubén Darío! Primero los mutilados casi ocultos bajo la avalancha florida.
Después los sammies con su paso que danza y los guerreros de la vieja Albión,
recién aceitados y rubicundos, en sus finos caballos de carrera.
Los Campos Elíseos
LIBERTAD
Y el luto de Bélgica en las
banderas que París aplaude hasta enroquecer. Luego todas las razas oscuras, los
nuevos pueblos de 1919 salidos, se diría, de una mazmorra de siglos, a respirar
el viento de libertad que orea el mundo esta mañana.
Más ya desfila el Arco del
Triunfo el ejército azul con rostros y banderas que el mismo viento ha curtido
en las batallas. Aquí esta Francia de pie con sus veinte razas de gesta: aquí
viene, avanza, crece, bajo la invisible sombra de las victorias ápteras.
Bretones recios y pueriles que morían cantando, normandos de altos mostachos y
el rostro encendido de sus manzanas, risueños chiquillos de París, negros de todas
las Africas con la luz tropical de su sonrisa.
Zuavos flotantes, rutilantes
junto a los albornoces de los viejos príncipes árabes. Oscura gente pacífica,
disfrazada con paño azul, carne de fábrica y de gleba, catadores y viñadores,
rudos jayanes de Champaña o Borgoña que abandonaron sus vides en agosto para
empezar la vendimia de sangre.
Los cetrinos hombres de la tierra
de los olivos y laureles que llevaron a las morosas trincheras la alegría de
sus cigarras. Como arrecifes en aquella marea las figuras emergen de Joffre,
abuelo de todos. De Foch, lento y rígido como si sintiera ya en las venas el
bronce de su futura estatua ecuestre. Y la mandíbula de Mangin el Implacable y
la gracia más humana de Gouraud con su barba arábiga que llega hasta la altura
del brazo manco.
Alameda de París.
BANDERAS
¡Cómo sofocar la emoción de aquel
minuto! De las ardientes flámulas y las banderas desgarradas, de las cercanas
fanfarrias y el vocerío de la turba ronca, de la caudalosa avenida en que
deflagran vítores y aletean mensajes de pañuelos, de toda esa clase conjunción
de raptos, se levanta un perfume de lagar, un olor de vendimia nueva.
Estamos borrachos por un minuto
largo. Los pañuelos de las mujeres que partían de la ribera de cada balcón
llevando a los guerreros su secreto deseo, regresan ya a los ojos húmedos. Mi
vecina de observatorio tiene las mejillas tiznadas de blanco y negro porque
todo el artificio de rimmel y polvos de arroz, los deshizo el sollozo brusco.
Brillo de
espaldas y de llantos, bayonetas floridas, rosa y laurel sobre los uniformes,
alegría violenta y cielo azul nada ha faltado a la fiesta. Todavía su polvareda
de gloria está flotando en la avenida. Pero cuando se amortigua ya en los
bulevares la sonora titilación de los clarines, cuando el paso de la victoria
armada no estremece la más gloriosa alameda de París, solo quedan en la mente,
como imágenes de aquel fastuoso minuto de parada, la manga de Gouraud batiendo
al viento como una bandera rota y las lágrimas lentas que manaban los ojos de
los soldados ciegos. (Editado, resumido y
condensado del libro “Obras Escogidas de Ventura García Calderón”, destacado intelectual
peruano que, con sus estudios, rescata los orígenes culturales de este país.
Nació por un azar patriótico en Paris, retornó al Perú donde estudió.
Posteriormente volvió a Francia en 1905 salvo cortos intervalos por aquí, Rio
de Janeiro y Bruselas hasta 1959 en que murió, siempre habitante de la ciudad
luz)
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