“Hoy ya nadie visita. Todos son
unos chunchos. No es como antes, que había tanto sociabilidad, cuando los
jóvenes de Lima eran tan amigos de visitar y de hacer tertulia”. Tal es el
comentario que las señoras sesentonas y algunas jovencitas conservadoras dicen
a roso y velloso, cuando se presenta la ocasión y se reúnen en una sala más o
menos modesta formando rueda y en plena tertulia. Y en verdad que la visita,
tal como se hacía antaño, era diferente de la visita de cumplido de hoy, en la
que se sale del compromiso con una venia correctísima, dos frases hechas, un
discreto apretón de manos a la señora de la casa, cuatro genuflexiones, una
sonrisa enigmática y dos o tres patatín patatán que son como la suprema
síntesis coronadora de la tertulia hogaño. Y todo esto, cuando no se cumple con
una simple tarjetita.
Lima amó la charla como una necesidad
imprescindible, y de allí nació la costumbre de visitar. La sociedad medio
aldeana y cucufata de antaño, gustaba de curiosear y gozaba con el chismecillo
barato. Iba, pues, a las visitas a satisfacer un íntimo deseo de husmear, de
saberlo todo, con cierta inocencia, exenta de indignidad tal vez, pero muy en
caja la burla ligera y alada, que fue característica de nuestras abuelas. Las
tijeras enormes sonaban en todas las tertulias, cortando incansables con
suavidad y eficacia.
Lima antigua escenario de interesantes tertulias.
Lima antigua escenario de interesantes tertulias.
COSTUMBRES
Nuestros antepasados gustaban de
visitar, y en todo caso después de la comida, que a principio del siglo pasado
se tomaba a las tres de la tarde. Y era costumbre patriarcal y hospitalaria
obsequiar con algo a los visitantes, ya unas pastas, ya unas pastillas muy
adornadas con briscados, doradas
inscripciones y figuritas, ya un puñadito de mixtura, y nunca faltaba, por
supuesto, la invitación galana y cordial del bizcochuelito, del bueno chocolate y del vino
dulce, todo lo que con el progreso se trocó en día, gracias a Field, a los
ingleses y a los tiempos con el famoso té con hojitas limeñas, lo que hoy ha
evolucionado también a las recargadas mesas, profusamente llenas de toda clase
de dulces y en torno de las cuales, de pie y en gárrulas charlas, circulan
hombres y mujeres sin la atildada distinción de antaño.
Los jóvenes de otrora fueron muy
visitadores, pero lo más clásico era la visita de la señora con las niñas. Se hacía generalmente en la noche, y apenas
entraban y se sentaban, parecía que en la casa visitada había una malévola
intención de desesperar a las visitantes, pues las de la familia iban saliendo,
una por una. Primero la señora, muy compuesta y emperifollada, toda ella venías
y genuflexiones. Por supuesto era interminable el rosario de las preguntas,
después de los abrazos y besos reglamentarios.
No bien se habían sentado y
estaban en la consabida pregunta por la familia, aparecía la hija mayor. Nuevas
incorporaciones, zalemas y cariñitos. Al minuto ¡zas! otra. Y otra, hasta que
terminaba el familiar desfile. Los
jóvenes aparecían los últimos. Poco a poco llegaban los visitantes y algunas
otras familias.
EVOLUCION
Entonces se formaba la rueda y más antiguamente
se subía al estrado. Todos se sentaban, en fila. Las niñas a un lado, los
jóvenes a otro y se daba comienzo a la tertulia. Risas discretas gran
compostura, de tarde en tarde un chisme discreto. Se hablaba de todo, es decir
del tiempo, de la comedia, del último paseo a los Descalzos. A hora determinada
aparecían los azafates con pastas y en ciertas casas de copete, se servía un excelente soconusco con
bizcochuelitos.
Ya no se hace tertulia de este
modo. Todo evoluciona en esta vida, hasta la tertulia, profundísima frase que
sólo comprenden en su vasto y hondísimo alcance unas cuantas personas.
Famosas fueron en el Virreinato
las cultísimas y celebres reuniones literarias del Marqués de Monteclaros, del
Príncipe de Esquilache, del Marqués de Castell-dos Rius y en sus últimos
decenios la del Oidor Orrantia y el Mariscal Villalta.
En las épocas de la abundancia
colonial republicana, cuando era verdad las doradas leyendas del primitivo
Cerro de Pasco y del guano, y cuando solía decirse sin rubor la frase resonante
“como una medalla colonial vale un Perú”, hubo casas grandes que tenían
tertulias todos los días, en que las niñas vivían encorsetadas y con las
amplias y sofocantes crinolinas esperando a los de la crema.
Además de la cuadra profusamente
iluminada con grandes candelabros, se
preparaba las famosas salitas de rocambor en que, según cuenta la tradición, llegó a jugarse a chino por ficha
de apunte. Era esto un rezago de las ruidosas modas del siglo XVIII que
Humboldt halló aquí tan arraigadas.
RENOMBRE
Estas grandes tertulias que hicieron famosas
las casas de Codecido, de los Riglos, de Zevallos, del Mariscal La Fuente y otras, dieron un aspecto suntuoso
a la vida social limeña, que hoy languidece víctima de vulgar monotonía, o se
confunde fuera de los hogares, en los centros públicos, con el ambiente equívoco de los casinos europeos. Casas hubo
donde diariamente había mantel largo y a él quedaban invitados todos los
visitantes.
Fue en estas épocas españolas e independientes de
señorial opulencia cuando las tertulias y los saraos limeños adquirieron
inmerecido renombre. Eran los tiempos de los bailes en palacio y de aquel famoso
en La Victoria, en que algunas damas llevaron real y positivamente una fortuna
de encaje y en alhajas seguidas por escoltas armadas. Épocas que pasaron para
no volver.
Cuentan las personas que
alcanzaron a conocer a los actores de aquellos decorados escenarios, que los
bailes de aquel tiempo eran regiamente
suntuosos. Joyas, entorchados, encajes legítimos, raras esmeraldas, diamantes
como garbanzos, toda una escenografía de opereta del segundo imperio. La loca farándula de aquella grandeza pasó
cascabeleando con inconsciente alegría, sin presentir el desastre y la derrota.
El Puente de los Suspiros en Barranco: alli también se conversaba.
El Puente de los Suspiros en Barranco: alli también se conversaba.
ACONTECIMIENTOS
Como eran tiempos de auge del
militarismo y las gentes encumbradas como orgullo los entorchados en su familia, estos grandes bailes ofrecían
fantástico aspecto con el áureo y multicolor desfile de penachos lucientes y de
galones brillantes, mezclados a los brocados femeniles, a las sedas impecables,
al giro cambiante de los finos rasos, de los aéreos encajes, de las
deslumbradoras joyas.
En aquellos grandes saraos en que
se ejecutaban el minúe, la danza, la mazurca, el paspié, la gavota, se bailaba
también la mozamala, cuando ya la aurora daba su tono lívido a los semblantes
fatigados por el placer del baile. Constituían estas fiestas los mayores
acontecimientos sociales que comentaban animadísimamente en todas partes. Desde
la víspera se hacían preparativos en los hogares, y las que no podían asistir
cuiroseaban de sayo y manto. Hubo casos en lso bailes de Palacio, en que a los
patios se entró también por especial
invitación.
Con alguna frecuencia, tanto en
los bailes palaciegos, como en los saraos que dieran algún encopetado
personaje, se conspiró con el pretexto del baile, y mientras las mujeres
pasaban danzando, anhelantes y satisfechas, en las salitas del rocambor los
mariscales y los doctores hacían mangas y capirotes de la patria.
JUEGOS
Poco a poco, las tertulias fueron
disminuyendo de importancia, los bailes se alejaron un tanto, nacieron los clubes
(causa del aislamiento de los hombres,
se acostumbró dar bailes en ellos, algo del espíritu extranjero se infiltró en
las criollas costumbres y fueron desvaneciéndose
las aficiones visitadoras de antaño. Pero mucho se conservó por largo periodo, aunque
evolucionaron la tertulia y la visita a gigantescos pasos
En muchas casas se
acostumbraba jugar a las prendas o a
otras diversiones sencillas con las personas de confianza y los contertulios
iban verdaderamente encantados a tomar parte en estas distracciones tan
inocentes.
Unos de dichos juegos que duró hasta hace unos
20 años, con cierto carácter de eriedad, fue el de la quina: se jugaba
apostando cocos y nueces y cantando con maña y donaire los números de la
lotería, pero el más socorrido, el que más entusiasmó en nuestros salones fue
el de prendas. El Gran Bonetón, La Berlina, El soy, tengo y quiero, el rbol,
verso y efrán, hasta ahora resucitan de cuando en cuando.
Aunque todavía andan por
allí algunos jovencitos con sus
pretensiones sociales, ninguno puedo compararse con el tipe genuino, tal como
se mantuvo enLima hasta hace unos cinco lustreos el joven de sociedad.
Un parque escenario de amistad y de intercambio de ideas.
Un parque escenario de amistad y de intercambio de ideas.
MODA
Lima tuvo siempre para cada época
y en relación con el estado del país, sus muchachos a la moda, desde los
remotísimos y arqueológicos pisaverdes, currutacos y lechuguinos coloniales, y
de los primeros años de la República, hasta los compañeros contemporáneos de
Castilla, que se afeitaban el bigote, conservaban unas patillas españolas,
usaban levitas, pantalón blanco, corbatín y tarro plomo y los más próximos de
cabellos con raya al costado, alto pabellón, cuello descomunal, gran corbata
plastrón y zapato de punta retorcida.
Lo jóvenes de sociedad fueron los
indispensables en toda reunión, en todo baile, en toda tertulia. Ellos ponían
los cotillones con elegancia admirable, valseaban deslizándose con suavidad
aterciopelada, y, verdaderos profesionales de la vida social, tenían libretas
con los días de santos, llegaban a adquirir confianza en las grandes mansiones,
su mayor orgullo era precisamente ser confidentes de las niñas, aunque por lo
general ninguna se enamoraba de ellos. Siempre andaban muy paquetes, perfumados
impecables.
El mozo sociable sabía poner
desde un cotillón hasta decorar una sala, hacer diseños para vestidos de baile,
ensayar una comedia y sabía cual era la flor de moda, cuál perfume el elegante,
cuál modo de dar la mano el más chic.
Entre estos tipos había dos clases: el
conquistador, desenvuelto y dominante, que enamoraba a varias, le decía
galanterías a todas y hacía vida de Tenorio, un Tenorio respetuoso y discreto,
sin fanfarronadas irreverentes como los de hoy, y el exclusivo joven de
sociedad que tenía la sociabilidad en la sangre y que era en el fondo algo
bobalicón, festejando por todas las niñas, sin que ellas sintieran reparo en
mimarlo verdaderamente. No empavaba, en una palabra.
DISCURSOS
Este tipo ha sido muy frecuente
en Lima y en el fondo fue el verdadero dominador. Generalmente se quedaba
soltero. No era peligroso. No pretendía aventuras. Era el solo y exclusivo
joven de sociedad. Cuando entraba en una, ya se sabía, las muchachas lo
rodeaban, le hacían mil preguntas, lo mareaban, le daban vueltas, le pedían que
dijera discursos. El salvaba de apuros al amigo en los juegos de prendas, daba,
si era preciso, lecciones de baile y cuando se iba a su casa sentía la íntima
satisfacción de ser tan sociable y tan
distinguido.
El joven de sociedad, más reciente,
el de hace muy poco, fue distinto.
Bailaba poco y en las tertulias gustaba de mirar, desde las puertas, con
suprema distinción, el paso vertiginoso y fantasmagórico de las parejas, en
aquellos días en que el baile no tenía el carácter teatral y sensual que hoy
tiene con exceso.
No era un bailarín. Con empaque
de enamoradizo, tenía sus aventuras sentimentales y un hondo sentido de la
corrección y de la caballerosidad. Capaz
de organizar un baile, no entraba en detalles, jugaba, bridge y póker, bebía
con discreción, rara vez sin ella, era
el perfecto clubman, sabía conversar sin recurrir a la picardía del doble
sentido y solía con exquisitez suprema, obsequiar flores y decir versos.
CUALIDADES
Todo medido, fino, sin
exageración ni alardes. Conservaba en algo las nobles virtudes antañonas del
caballero hidalgo y bien puesto. Displicente en el fondo, su minuciosidad y su
esmero eran más formales que sustantivos. Tenía-oh,dulce nota irónica, muchas
veces-felices disposiciones para hablar de grandezas con aire despectivo,
cuando iba en coche lo hacía con tal integridad que parecía parte integrante del vehículo, caminaba con
armoniosa seguridad, tenía sus visos intelectuales, y de cuando en cuando podía
citar dos o tres autores de novelas, de los más correctos.
Sonreía un poco, con ascética
elegancia de la literatura de moraleja, era algo diletante en materia de arte,
vestía con sencillez cuidadosa y gustaba de escuchar, como quien vive
despreocupado de todo, sin darle importancia a nada.
Conocía a todas las familias
bien-lo que hoy precisamente no significaría siempre las familias bien- y tenía para todo una actitud tan cuidada,
tan fina, que el mismo se asombraba de su impresionante poder.
Eran los elegantes del tiempo de Cabotín, que
ya unos se van haciendo viejos y abismándose en su triste soltería, que van
evolucionando los otros hacia nuevos senderos, en los que no pisan con el aplomo de antes.
Belleza colonial total.
Belleza colonial total.
CAMBIO
Pero últimamente Lima ha dado una verdadera
vuelta de campana, que justo es decirlo, alarma con razón a ciertas gentes de
buena fe y que aman el recuerdo de esta ciudad de la cortesía y del buen tono.
Una fiebre de placer y de
novelería, ha abierto las puertas a pollitos escuchimizados y petimetres y a
las modas peregrinas de países diversos, de los que se toma por lo general lo
llamativo y pernicioso.
La tertulia se muere en los hogares y reina
una desorientación social que puede ser funesta, en los lugares públicos, donde
un ambiente de suntuosidad cinematográfica y de equívoca sensualidad, trastrueca
los valores y parece que va a dar en tierra con el don de gentes, con la
respetuosa hidalguía, con la verdadera vida de sociedad, que la aristocracia de
la conducta, única que acepta hoy el mundo, debería a siempre presidir y
vigilar.
Poco a poco fue perdiéndose la costumbre de
visitar en la noche. La antiguas tertulias desparecieron, poco a poco se
abandonó también el hábito de la visita entre las familias del barrio. La
creciente pobreza fue distanciando cada
vez más los viales y las reuniones en casas particulares y casi toda la
vida social se refugió, en su aspecto de boato
en el Club de la Unión.
LUJO
Fueron aquellos los tiempos en
que este centro llamaba la atención por el lujo y por las brillantísimas
fiestas que ofreció a las familias de la capital. Lentamente, pues, quedó
abandonada aquella afable y hospitalaria costumbre de la tertulia. Los jóvenes
se iban desde temprano a la calle. Los atraía el teatro, el club, los amigos.
Sólo para los hombres muy
atareados se conservó la costumbre de visitar los domingos. Pero a su vez las
visitas de día se van haciendo cada vez más tarde, hasta las ocho de la noche.
Son de mero cumplido, especialmente el día de año nuevo. Estiradas,
excesivamente formales. Una venía con los pies juntos, un saludo ceremonioso a
las damas, dos frases hechas, un aburrimiento insoportable y hasta el año
entrante.
Las familias fijan desde hace
unos 20 años, días de recibo: los primeros y los terceros miércoles, los sábados,
los jueves. Pero en realidad así puede afirmarse que hoy sólo visitan los
señores vocales. Los jóvenes encuentran a las muchachas en los cines, en el tenis,
en el Palais, en cualquier parte. Muchas casas se han convertido en verdaderos
lugares de juego.
Pero si la visitas y las
tertulias ya no tienen el carácter de antaño, quedan aún las visitas de
confianza, para los íntimos y que predominan en ciertos balnearios, aquellos
que algo conservan del viejo espíritu, donde por un fenómeno en que la estación
debe influir, se establece mayor familiaridad.
Damas de la época posando después de conversar copiosamente.
Damas de la época posando después de conversar copiosamente.
VISITAS
Estas visitas de confianza pueden
ser peligrosas, con un peligro muy relativo de las tijeras. Los hombres echan
leña a la hoguera y comienza la charla. Recuerdos, apreciaciones sobre el
último libro, el vestido de fulana, el noviazgo de mengana.
Luego hay té y muchas cosas propicias, penumbra,
indiscretísima ausencia de personas
mayores, intimidad hospitalaria, pose distinguida, unas cuantas risas en el
comedor sensación de elegante descuido en la sala, un estudio de Schuman en el
atril, unas cuantas muchachas sonrientes, despiertas, conversadoras, dos o tres
jóvenes elegantes, un suave aroma de invernadero y una desesperada fuga de
escalas en el piano del rancho vecino, y esos acordes que llegan a intervalos
hacen adivinar a una colegiala vivaracha que con el cabello suelto, destroza al
obligatorio ejercicio musical y se venga así de la odiada profesora.,
Pero de las visitas de confianza,
las verdaderamente encantadoras son aquellas que hacen las parientes viejitas,
las amigas de otro tiempo, que cuentan cuentos a los chicos, hablan de las
cosas que pasan, de la carestía de la vida, de la licencia de las costumbres y
de los remedios caseros.
La tertulia ahora en las casas a duras penas
se forman a la hora de la sobremesa-tan dulce, tan suave, tan educadora como
fue antaño!”- pero con frecuencia acontece que falta alguien y los hombres en
estos días de clubs, de restaurantes con música y otras zarandajas se quedan
siempre a comer en la calle.
SANTO
Antaño las costumbres de santo
constituían un acontecimiento sensacional en un hogar. Desde temprana se
ocupaban todos en festejar lo del día y comenzaban a llover materialmente lso
regalos.
La tía Lola, la tía Socorro, la tía
Manonguita, el papaabuelito, lso hermanos, los primos, los papás, la
servidumbre, todos regalaban. Llegaban después las visitas, se hacían provisión
de pastas, de vinos generosos, de bizcochuelos, se alineaban sobre la cama de
la festejada los obsequios para que los vieran las íntimas, comenzaba luego la
tertulia, pintoresca, animada, divertida.
Todo esto va cambiando ahora. Las
supresas, los bailes a la fuerza, no ya la confianza, sino la licencia,
constituyen gran parte de las importaciones extranjeras. Los días de santo se
reducen a un monótono y como apresurado desfile en las casas por las que
circulan amigas y amigos indiferentes y criticones. De cuando en cuando una matinée,
una que otra vez una sorpresa, manera infalible de darle un colerón al señor de
la casa.
Pero aun queda en las fincas de
vecindad una inmensa reserva de anticuados tertuliadores. A la puerta de los departamentos
y de los cuartos de los callejones, los vecinos charlan, las viejas fuman y los chiquillos alborotan con sus
gritos, mientras como una salmodia triste, el caño del agua, perpetuamente
abierto, dice una canción isócrona y dolorida. Allí se ha refugiado la
tertulia.
NI YAPA
Unos cuantos compadres traen sus
sillas y los ya viejos hablan de las buenas épocas, recuerdan hazañas de las
guerras, discuten revoluciones, mientras las comadres se hacen cruces con la
carestía y lo mal que está el mercado. ¡Jesús con esta vida!
Peor es el chinito que ya ni yapa
quiere dar y que el lavado no da sino para el cuarto. Otras hablan de
enfermedades y vibran en el ambiente las palabras enjundia, mal de ojos, sobreparto.
A las 11 de la noche el portero
cierra la puerta y aún algunas quedan sentadas en sus sillitas o en sus
esteras, quejándose del mal tiempo, del reumatismo y de la plaza. “Nada
alcanza, nada alcanza”, dicen, mientras se van rengueando murmuradores,
arrastrando a algún chico condenado y estropajoso, de aquellos que ellas
quisieran que se estrellasen para que vieran.
El cinema, los teatros, los
paseos públicos, han asesinado vilmente a la tertulia. Donde se mantiene mucho
la costumbre de las visitas es entre las huachafas y la verdad es que han
retenido bastante de las costumbres de antaño, como la de hacer rueda y jugar a
las prendas.
Los huachaferos gozan
inmensamente con estas tertulias en las que hay un movimiento y colorido
semejante a los que hubo en las antiguas casas más encumbradas de Lima. La
huachafería no es efectivamente en el fondo sino un atraso en las costumbres,
un rezago y una dificultad de adaptación que engendra a mi ver
imitaciones exageradas o deficientes.
Una Lima que definitivamente se fue.
Una Lima que definitivamente se fue.
HUACHAFERIA
Entre los visitantes no hay que
olvidar junto al huachafero, o amante y especialista de la huachafería, el
huachafoso, parte integrante de ella, que para visitar se pone el vestido dominguero,
se perfuma, lleva flor al ojal y se imagina b romanesco e impecable, empeñado
en imitar a los jóvenes de nuestra mejor
sociedad.
Apenas se inicia la tertulia,
después de hablarse del calor o del frío, viene inevitablemente un capítulo de
incriminaciones. Que si las de Perengánez son unas ingratas que no van nunca y
hacen visitas de médico, que si el señor está de lo más perdido, que si en los
tiempos de una vieja, presente en la sala, los jóvenes no eran montubios, y luego
se eleva el coro de las disculpas:
“¡Ay hija si no salimos. Hacemos una vida de
lo mas recoleta”. Y así hasta que algún atrevido propone un vals, un one step,
o una cuadrilla, ceremonioso baile, de noble prestancia que ha desertado de
nuestras reuniones aristocráticas por cursi. Pero antes salen a la sala
malamente sostenidas por un cholito picado de viruelas, unas conchitas con
helados y luego unos azafates con galletitas.
Los jóvenes se apresuran a alcanzar
las conchitas, hay agradecimientos infinitos, miradas de exquisita ternura y luego
alguien se sienta al piano y toca un vals, con mucho compás, todos bailan
arrastrando los pies y haciendo guaraguas del más puro estilo nacional.
LA PULPERIA
No falta algún huachafero, poco adicto a las
niñas, como dice la señora, que se divierte enormemente conversando con el señor más o menos
indefinido y francote, que dice galanterías marca año 70 y hace alardes de agilidad,
porque para él no ha habido como el baile y las balas. Queda aún en las
reuniones huachafas, algo influidas ya por el cinema, bastante de la vieja tertulia
extinguida.
La pulpería ha sido y es (aunque ahora
mucho menos por el gran desarrollo de las instituciones populares) un centro de
reunión y de tertulia de los mozos del barrio. Todas las pulperías tuvieron, y
aún algunas conservan, un saloncito para despachar copas y allí los mocetones
se juntaban para comentar las cosas del taller, la fama de tal o cual como
empapelador y sobre todo las faitemanadas de los más mentados.
Sobre la tosca mesa de pino, con
una libra de pisco al frente y entre trago y trago, salen por esas bocas las
más despampanantes aventuras- “No hay como Bartolito para el cabeceo. ¡Te
recuerdas como recogió al difunto don Abel que en paz descanse, y le dio un
contrazuelazo y lo volvió a recoger, como si se tratara mayormente de una
fritura? Si no hay como Bartolito. Y por
este jaez eran las conversaciones. Otras veces jugaban, y tal vez juegan al
briscán con señas.
La tapada de aquella época.
La tapada de aquella época.
CHISMES
Cuando no llegan los comadres, el
pulpero es el que hace el gasto, averigua todos los chismes del barrio y entre
un despacho de manteca y otro de caramelos, en mangas de camisa, contesta las
preguntas del vecino y comenta con él la vida del vecindario. La pulpería
también va perdiendo su color y ya aquellas tertulias con don Giovanni, con don
Atilio y con don Guiseppe tienden a desaparecer.
Por algunos rincones ha pasado el
cronista y ha creído revivir pretéritas horas. A las puertas de las casuchas
del cercado las vecinas charlan en el claro silencio de aquel barrio sin coches
ni tranvías, apenas sonoro con el rasguear de una guitarra sordamente rumorosa
y con la aguda voz cantarina, que a intervalos trae la brisa envuelta en un
capitoso aroma de madres selvas.
En los corredores anchurosos y en
los grandes traspatios de las quintas casi abandonadas, bajo los jazmines de
las glorietas ruinosas, o entre los balaustres y el enrejado de arcaicas
ventanas, platican suavemente muchachas de color honesto y abuelas octogenarias
cuentan plácidos recuerdos, sentadas en sillas de cuero ante el suave esplendor
de la luna, que platea las callejuelas y los arboles de las huertas.
Y este escenario por tradicional y vetusto ¡me
pareció tan fantástico, tan distante, tan poético! (Páginas seleccionadas del libro “Una Lima que se Va”, cuyo autor es el
consagrado escritor y político José Gálvez Barrenechea).
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