Lo recuerdo muy bien. Era el
patio muy grande de una casa antañona, cuando nuestras mansiones parecían decir
de la ancha y lenta vida del hogar colonial. Cogidos de las manos, los niños
cantaban. Las muchachitas vestidas de claro, con vaporosas tiras bordadas y los
chicos, con blusas marineras, repetían en coro, canciones ingenuas. Desde el
corredor sombreado por las madreselvas, una mulata vieja veía, fumando, el
placentero cuadro. De rato en rato una
“Santarosita”-aquel pajarillo tan limeño, el cual según la leyenda, decía
secretos-revoloteaba sobre la cabecita de los niños y luego, a saltitos corría alegremente
sobre el brocal de la fontana hogareña.
Llegaban, de cuando en cuando,
colándose por las mamparas entreabiertas, las sonoras escalas de una lección de
piano y de la cocina cercana venía, como una dulce promesa, un atrayente olor a
caramelo y melcocha. Bajo el bochorno de un sol de vacaciones, se despetalaban
los jazmines marfileños y las azules campanillas, acordando a la modorra del
ambiente, el murmullo rezongador de las tórtolas en celo. Y, entre rumor y
rumor, el vasto silencio se abría como un compás expectante y la canción
infantil lo quebraba a cada momento con
su bullicioso sonsonete.
Lo recuerdo muy bien. Cogidos de
las manos, los chicos cantaban. Formaban la ronda, y de pronto uno salía al
centro y con la voz cantarina y aguda declamaba, como en postulación galante,
los versos lontanos con sabor a Medioevo, los mismos seguramente cantados por
los abuelos, los tatarabuelos y los abuelos de los choznos: A la cinta, cinta de oro/y a la cinta de
laurel,/por el camino me han dicho/que lindas hijas tenéis.
Una vivienda antigua de la Lima colonial
Una vivienda antigua de la Lima colonial
LA VIUDITA
Y con fruncido ceño y actitud
despectiva y mandona, contestaba quien hacía de rey: Téngalas o no las tenga/yo las sabré mantener/ con un pan que Dios me
ha dado/ y un vaso de agua también…
Entonces el paladín trovadoresco escogía a la más bonita
a la parecida a “una rosa acabada de nacer” y salía del círculo y luego
entraban otro y otro y otro. Cuando no quedaban niñas por pretender, se
desvanecía el cuadro y retornaba el silencio roto de nuevo por otro romance
pintoresco: el de la viudita llegada de Belén o aquel bravío y desafiador: Que se abra la puerta/que se abra la puerta/para botar la torre.
Gracioso encanto tenía el de Matantirum, en el cual el pedilón de
amores cantaba aquello glosado por el coro: Buenos días, su señoría, Matatirum, tirum lan,/-que quería su
señoría,/Matatirum, tirum, lan/-Yo quería una de sus hijas/Matatirum, tirum,
lan.
Y le preguntaban entonces, por el
oficio para la escogida, planchadora, cocinera, lavandera sin serle concedida
hasta-sorpresa palatina- le ofrecían el de Reina y el coro terminaba la dulce
cantinela:-Pues hagámosle la
fiesta/Matatirum tirum lan.
PAÑUELOS
O el jocundo disparatado y
jacarandoso del cantar de la rana o
el complicado y punitivo del “veinticinco y un quemado”, en el cual los
pañuelos anudados hacían de látigos certeros. Y como esos, el de la gallina
ciega y el del manso cordero pascualino
Y
aquel otro, con sabor, también de romance remoto: _Doncella del prado/que al campo
saliste/a recoger flores/de Mayo y Abril./-Yo soy la niñita del Conde
Laurel/que vengo a jugar/y no hallo con quien./-Pues siendo tan bella/ no
encuentras con quién, escoge a tu gusto/que aquí hay más de cien.
Un sentido estético de cortesía y
de señoril amistad presidía aquellas fiestas infantiles. Niños y niñas se
juntaban con la frescura de su inocencia y la clara alegría de sus tiernos
años, a jugar en los grandes patios de las casonas de otros días.
Los regocijos eran sanos, sin
pretensiones, sin alardes, creando ligámenes sutiles, vinculadores de almas
nacientes. El suave magisterio de un grato señorío infiltraba en los pequeños y
una poesía leve y pura llenaba los blandos corazones con una fragancia
perdurable.
La Casa del Oidor.
La Casa del Oidor.
No había, es cierto, muchos
atractivos en la ciudad de entonces. Los domingos de la Exposición, los
títeres, los nacimientos de la Pascua, tal cual distanciada función de circo.
En los hogares reinaban los cuentos, esos admirables labradores de la fantasía,
los romances evocadores, las aguzadoras adivinanzas y aquellos beneficiosos
juegos en los soledosos patios o en las cuadras inmensas, donde se alternaban
la canción con el relato fantasmagórico o con el quieto y suscitador cuadrito
del “pimpín, remansador de las almas dejándoles, sin embargo, paradójicamente
la inquietud por lo que se va y no vuelve, maravillosamente glosado por Chocano
en su bello nocturno del “Hijo del Rey”.
EL CINEMATOGRAFO
Pim-pim, San Agustín/la Ceca la Meca / La Tortoleca/el hijo del Rey
pasó por aquí/ comiendo maní/ a todos le dio/menos a mí…
No había llegado el
cinematógrafo, y la linterna mágica, a pesar de su prometedor calificativo, no
tenía fuerza bastante para desterrar la leyenda y las canciones. Hoy, ni los
hogares son propicios, ni permanecen en ellos, urgidas por la atracción
callejera, las personas mayores relatadoras de leyendas, ni hay amas sabidoras
de consejas, y en cambio, afuera, como un ogro para agarrar a los niños, con
truculentas argumentaciones, está el cinematógrafo dispuesto a devorar por entero la espiritualidad que
por los finos cauces de la voz iba de las viejas almas a las almas nuevas.
En vano la moderna pedagogía
prescriben las canciones. Los juegos se quedan en los colegios. En las casas
muy raramente se escuchan aquellos cantarcillos y casi nunca se ven esos grupos
encantadores de pequeñuelos quienes jugando, jugando, como lo ha soñado el
armonioso precepto novecentista iban labrando y puliendo-juego y trabajo a la
vez- el íntimo huerto donde anidan los sentimientos y florecen los ideales y
las ensoñaciones.
El interior del inmueble de la Moneda.
El interior del inmueble de la Moneda.
LOS NAUFRAGOS
Otro cuadro sencillo de factura
simple podría sintetizar la aldeana ingenuidad de Lima y la nativa afición
musical de su pueblo: el de los náufragos. No sé si en Buenos Aires, en el
Buenos Aires de hace muchísimo tiempo se diera una estampa semejante.
Pero por su condición de puerto, aunque
parezca paradójico, creo no llegó a darse. Se basaba en una ficción y los
porteños de antaño seguramente entendían de cosas marinas mucho más que los
limeños de los tiempos de mi cuadro.
Cuando el cronista era niño, hace
no pocos lustros, era frecuente circularan por las calles de la ciudad unos
cuantos hombres rubios uniformados de marinos, llevando cada cual un instrumento
musical. Se metían, seguidos de los chiquillos curioseadores, en los patios de
las casas grandes, todavía muchos, y con aire triste, tocaban las más variadas mistiquerías.
“Son los náufragos” repetían los circunstantes admirados.
¡Son los náufragos! Por nuestras
imaginaciones infantiles pasaban los cuadros pintorescos de Julio Verne y el
sentido conmovedor de la música ponía en las almas un motivo más de
conmiseración, traducido en los óbolos del público.
Las niñas de la casa asomaban en
las ventanas de los patios o en las barandas de los corredores altos y
evocadoramente escuchaban la inesperada retreta de esos marineros portadores de
músicas románticas de sus tierras lejanas.
Antigua construcción de la Pericholi en el Rímac.
Antigua construcción de la Pericholi en el Rímac.
DOGMA
De patio en patio iban repitiendo
la escena los marinos blondos, seguidos por un coro de comentarios. Nadie se
preguntaba dónde naufragaron, ni cómo llegaron a nuestras playas, ni por cuáles
sutilísimas artes salvaron con el uniforme, casi siempre flamante, el
instrumento musical.
El dogma del naufragio se imponía
con el vigor de una historia consagrada. Graves, caridolientes, con un aire de
melancolía consonante bien con el título popular, tocaban bellos valses
vieneses y remotísimas canciones germanas.
En los zaguanes recogidos,
resonaba la música de los hombres rubios con tonos de encantamiento. Todos
pensábamos en la terrible escena del naufragio y en el puerto neblinoso de
donde partiera el bergantín tragado por las olas. Y los centavos y los medios y
los reales caían en las azules gorras de los marinos blondos.
Loas recuerdo muy bien. Los había
albinos, imberbes, con desteñidas caras de niños, otros lucían la sotabarba
roja de los clásicos lobos de mar. Mientras se detenían fumaban, en pipas
robustos, un aurino tabaco de capitoso aroma y, a media voz, cambiaban términos
en un idioma gutural y extraño, para los muchachos de entonces, cabalístico.
AUREOLA
El cuadro lindo, linda la música.
El patio de corte colonial, con florecidas enredaderas, se llenaba de curiosos
y se hablaba, respetuosamente, a la sordina, de estos admirados visitantes de
la ciudad. Una aureola novelesca prestigiaba sus figuras y la turba de chiquillos
seguía a los marinos sin atreverse a la irreverencia de hacerles una travesura.
¡Eran los náufragos!
En el ambiente de la clausura
limeña estas notas coloreadas y sonoras alegraban la ciudad. Un soplo de
aventura movía blandamente la quietud urbana, despertando en muchas almas un
afán andariego.
Por los oscuros ojos de algunas
niñas imaginativas y sensibles pasaba una visión alucinadora y en sus espíritus
se traducía la tentación de un amor fulminante y novelesco, tentación en la
cual tal vez, se filtraba la enfermiza y ancestral inquietud por el corsario
antiguo.
Por eso no faltaban las
viejecillas desconfiadas, con la memoria llena de cuentos arcaicos. Ellas
decían eran los músicos andantes unos piratas herejes, pactadores con el diablo
y escuchadores de sirenas.
Los niños de otrora mirábamos a
los náufragos con profundo simpatía. Representaban una faz viviente de las más
amadas consejas. Nos parecían arrancados de esas láminas de los libros de
cuentos con empaste rojo y filetes dorados.
Hermosos balcones de aquella época.
Hermosos balcones de aquella época.
PROVIDENCIA
Creíamos sin vacilaciones, habían
estado días y días en un bote desguarnecido luchando con las olas bravías. Una
onda providencial los había arrojado cerca de nuestras playas y después de
secarse al sol, habían venido por la carretera hasta la ciudad, solos, con su
lírico tesoro.
Y no era extraño, algún chico de
esos vaqueros sobadores de la disciplina del colegio, asegurase los habían
visto, cabizcaídos y con caras de hambre, ensayando en el camino el apropiado
vals “Sobre las Olas”
De las pintorescas
peregrinaciones bohemias venidas de cuando en cuando a Lima, los náufragos y
los gitanos, la más querida fue la de los primeros. A los gitanos se les temía,
porque se aseveraba robaban niños para descoyuntarlos y enseñarles a hacer “el
hombre de goma”. A los náufragos no. Traían un espiritual mensaje y contribuían
en cierto modo a la educación musical de nuestro ambiente.
No todo lo ejecutado era frívolo
y ligero. Yo recuerdo la primera vez que oí ya con cierta conciencia musical la
“Serenata” de Shubert. Desde el más hondo rincón de mis recuerdos, surgió la
vaga impresión de haberla escuchado a los náufragos, en su repertorio tenían
junto as los valses, las polkas y las mazurcas, reducciones de óperas y
bellísimos lieder.
¡Que belleza!
¡Que belleza!
PENA
El fácil oído de los mataperros
de Lima se ejercitaba por obra de esos músicos y no pocas veces se sorprendió
la atención de un entendido al escuchar en un barrio distante el afinado silbo
de un trozo de Mozart.
Con el progreso de la ciudad, con
el aumento del intercambio marítimo,-¡Oh contraste cruelmente irónico!- se
acabaron definitivamente los náufragos. Ya no llegan hasta nosotros y nos da
pena saber el porqué.
Las playas tranquilas de nuestra
ingenuidad de otrora se han encrespado mucho y ya no los acogen. Se les
acosaría a preguntas, antes de dejarse ganar por el sortilegio de la música y
sospecharían todos no los había arrojado la tempestad de los mares.
Nadie defendería su condición
robinsoniana como tal fieramente lo hiciéramos los niños de otras épocas cuando
alguien se atrevía a decirnos sobre los hombres rubios de casacas azules, cómo
erran los tripulantes de algún barco nórdico maderero, al cual en horas de asueto,
dejaban meciéndose en el Callao, para venirse a Lima, a vender, por módico
precio y con un cartel ficticio, pero atrayente, un poco de romanticismo a la
ciudad ingenua, acogedora y confiada…(Páginas seleccionadas de las "Obras Completas" que
pertenecen como autor al consagrado escritor y político, José Gálvez
Barrenechea.)
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