domingo, 30 de abril de 2017

EL BATALLON

A pesar de los afanes y de las ilusiones pacifistas pocas cosas habrá ancestralmente admiradas como el marcial desfile de los batallones. En los días coloniales llenábase la Plaza Mayor, cuando se hacía lo llamado el “escuadrón”. Y un día los de la compañía de lanzas y arcabuces, otro los de el comercio, con sus capitanes y sargentos vistosamente trajeados y al son de chirimías y tambores, eran seguidos por la chiquillería. Y ésta se les aunaba con el mismo gozoso entusiasmo con lo cual también lo hiciera al paso vivaz de las mascaradas estudiantiles, o al lento y solemne discurrir de las místicas procesiones.
Desde la Colonia vieron los limeños con admiración y simpatía ingenuas el resonante y luciente pasar de los soldados. Corazas,  picas, chambergos, valonas, espadines, mosquetes, culebrinas, coloreados plumajes, deslumbradores alamares acompañaron a los señores virreyes, a las bamboleantes imagenes sagradas y a los graves concursos de los inquisidores tremendos y cejijuntos.
Cuando amagaban los corsarios, armábanse los caballeros y la población seguía, entre curiosa y alarmada, el ajetreo de los esclavos enjaezadores de los caracoleantes caballos de sus amos. Vez hubo que los negros ocultaron los frenos, poniendo en agraves atrenzos a los angustiados limeños quienes veían, sin duda, entrar a los blondos piratas y poner a saco la ciudad indefensa. Ercilla, Centenera, Miramontes y Oña describen con frase retumbante la vida militar de aquellos tiempos y en los versos de los poetas arcaicos brilla y suena el bélico ardor de la época.
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La Plaza Mayor en la Lima antigua

EL MIEDO
Aún antes y después de los piratas, cuando las guerras civiles entre los conquistadores, vióse hasta los sesudos oidores vestir a la soldadesca y muchas veces la empenachada cabeza de algún altivo personaje volvió después, macabra y sangrante, a lucirse en la punta de una lanza.
Con el correr de los años, pasada la anarquía, envejecido el recuerdo de las disputas entre pizarristas y almagristas y alejada un tanto la amenaza de los primeros piratas, siempre quedó vibrando la angustiosa posibilidad de un desembarco y los nombres del Drake, del Candi, del Heremite quedaron durante muchos años como tema de poesías y de fábula.
 Por el temor a los piratas creáronse las milicias, alzáronse los baluartes y  presidios, cercáronse las milicias, alzarónse los baluartes y presidios, cercáronse ciudades y poblados. Se establecieron las vigías.
Cuando  irrumpen los libertadores con sus napoleónicos  vestidos, la épica obra de la independencia pone un sentido nuevo en la afición marcial de la ciudad. Aparecen los altos morriones, las blanquísimas bragas de la gamuza, las charoladas botas y en vez de los peluquines preciosistas, las rebeldes y ensortijadas cabelleras románticas. 
NOMBRES
Se crean, con las hazañas de los patriotas, los nombres nuevos de los regimientos eternizadores de la memoria de pueblos, de montañas y de valles muchas veces oscuros, a los cuales iluminó el sol de la gloria. Ayacucho, Junín, Zepita, Pichincha, Torata. Nombres reemplazadores a los del regimiento de la nobleza, del Concordia, de Infante don Carlos, del Cárdenas, del Numancia.
Ya en la República durante el tumulto de las revoluciones, el afán militarista conserva la atávica manía. Batallones y escuadrones deslumbran de colorido. Los caudillajes imponen a cada paso nuevas modas.
Cada jefe tiene sus predilecciones y hasta en los nombres de los cuerpos del ejército se advierte la influencia personalista de los generales forjadores y desbaratadores de la patria. Son los primeros años de la nación genuinamente marciales.
En la galería de retratos de cada hogar típicamente limeño y peruano, me atrevería a decir, hay siempre junto a las oscuras togas de oidores y prelados, oros y púrpuras de militares rebeldes. Los viejos pintores sin darse cuenta, sin duda, al hacerlo consonaban con una realidad recóndita irónicamente conservadora y no cambiaron los fondos de sus cuadros.
Y así quedaron el cortinaje amplio, la truncada columna y el letrero. El personaje tenía muchas veces también el mismo rostro. El ambiente seguía siendo evidentemente colonial. Solo cambiaba el ropaje.


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La muralla de la capital peruana.

PROCLAMA
 La casaca de enorme solapa guarnecida de ramajes áureos, el envarado cuello, el espadón recio en vez del fino espadín, el apuntado sombrero de plumas bicolores en lugar del capelo de teja o del birrete con borlas y la proclama revolucionaria en vez del libro del Digesto o erl de las Institutas.
Así como en los días coloniales los señorones de la ciudad hacían en la  Plaza Mayor medioevales simulacros de asaltos de castillos y de justas caballerescas y hasta aparecían defensores de la limpia y pura concepción de María, con yelmo, celada y cartel de desafío, embrazado el rutilante escudo y enristrado el fúlgido lanzón. Así también en los días republicanos, ya no en la Plaza sino en la Pampa de Amancaes.
Allí se fingían batallas campales, tronaban los cañones, entreverábanse las lanzas, en medio del vitoreo de un abigarrado concurso el cual volvía a la ciudad comentando. En señoriales calesas, en  balancines airosos, en carretones adornados con la flor amarilla y aromada de las suaves lomas amancaínas, o en potros braceadores y palanganas lujosamente adobados con taraceadas monturas, pellones lustrosos y crespos, y riendas y estribos con chapeados de plata. 
FACCIONES
¡La Fuente y Gamarra!, ¡Salaverry y Orbegoso!, ¡Castilla y Vivanco!, ¡Vidal y Torrico! Echenique y nuevamente Castilla! Por toda la República aparecían las facciones en ese tan pintoresco y tan dañino caudillaje de los primeros días de la Libertad, con mayúscula.
Y los mataperros se enrolaban en los ejércitos y el país tronaba, se revolvía, se agiaba al son de las dianas y las fajinas militares. ¿Quién no iba a ser militar o no iba a serlo? La inminencia bélica estaba en todas partes y tuvo todas las formas, hasta la de un Guardia Nacional, ilusión democrática de un militarismo civil, si cabe la paradoja, con desfiles domingueros y resonantes ejercicios en las portadas de la ciudad, todavía amurallada. ¡Y fue uno de los motivos del gran desastre!
Pero  vino la guerra con un enemigo implacable. Comenzaron a llegar malas noticias. S]e hundieron con Grau, allá en Angamos, una  figura magnífica y una formidable ilusión. En el Morro de Arica, Bolognesi  con un grupo de hombres denodados superiores al infortunio, entre los cuales estaba Sáenz Peña quemó el ´”último cartucho”.
En Miraflores desaparecieron en  sangre y en polvo, las últimas esperanzas tornando a brillar aquí y allá con luces efímeras en los riscos y breñas de las serranías. Cuando se fueron los enemigos y comenzó la dolorida convalecencia, revivió entre los muchachos, como pálida llama entre cenizas, la luz de una nueva ilusión y los batallones de Cáceres tan marciales, tan vistosos, parecían encarnarla.

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Calles de esos tiempos.

RECUERDOS
El cronista, aniñándose, los recuerda. Los veía interminables, los conocía por sus nombres, los distinguía por los sones de sus bandas de música, los seguía con los músculos vibrantes, temblándole el corazón, atento al redoble del paso militar, hasta los cuarteles lejanos. Un alborozo inquietante, aguda y voluptuosamente doloroso, le sacudía las más recónditas fibras.
“¡Ahí viene el batallón!-gritaban los muchachos-“Ran-Ran Rataplán sonaban los tambores. ¡Quién resistía la tentación? Todos se sumaban al desfile. Extraña emoción la producida por este cuadro. Por delante iba ardorosa, señoril una hermosa vicuña, después el tambor mayor con su alto morrión  y su bastón enorme, con el cual dirigía la banda
Con los palillos se hacían juegos malabares. Los echaban al aire para cogerlos luego y con ellos golpear los parches resonantes. La de los músicos famosos y a los cuales se les suponía “raptables” para extranjeras bandas envidiosas.
Y tras la banda, las compañías con sus oficiales enhiestos de rojos pantalones y bordadas casacas, con su coronel. Este lucía un bastón de mando y llevaba franjeado el quepí con tres anchas grecas de oro y sujeta la espadona al cinturón áureo con varios trillos brilladores. 
LAS RABONAS
Todos agresivos y fieros, con grandes bigotes y peras bizarras. Y a veces tras ellos, las pintorescas rabonas. Así los recuerda el cronista. ¡Eran la patria vieja, sedienta de justicia! Con la vicuña esbelta, el lanudo perro militarmente sabio y un son inconfundible de desquite y de gloria en el recalcado y retumbante isocronismo del paso redoblado.
Por la mente pasan los granaderos y los húsares, los cazadores y los artilleros. Resuenan los nombres gloriosos: ¡Húsares de Junín!,¡ Lanceros de Torata!, ¡Zepita!, ¡Ayacucho! ¡Callao! Los ve en las formaciones, en los ejercicios, en los simulacros, en los coloreados despejos de la plaza de toros, en las retretas y en los albazos de sabor aldeano y se ve él mismo, al lado de ellos, por las aceras copiosas de gente, ante los balcones llenos de muchachas, marcando fieramente el paso, con su “prensa de libros” al hombro- irónica ficción de un fusil vengador- olvidado de todo, atento a las sonoras voces del mando, amoroso y emocionado, como si sintiera le crecían el cuerpo y el  alma y sobre sus hombres débiles le brotaran un par de charreteras
¡Oh maravilla de la niñez callejera! Así se mira el cronista desdoblándose  a la distancia, recorriendo calles hasta los suburbios, para volver luego discutiendo con un camarada de ocasión sobre si era mejor el Zepita o el Ayacucho, o el Húsares o el Lanceros
Y hoy al sentir apagarse en su alma la guerrera ilusión, se apena porque siente, muy en el fondo, que con ella muchas otras cosas se han ido también definitivamente.

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Belleza evidente.

La tapada: ¡Oh encanto el de esta dulce figura! ¡Oh maravilla/de inquietud misteriosa que en la galante villa,/durante tres centurias todo lo dominó! /Al despecho de austeras pragmáticas reales, de sermones y hasta de órdenes sinodales,/la Trapa, la linda Tapada floreció./Era ella el ensueño,/la  tentación, la gracia/el hechizo, la vida, la muerte, la desgracia,/toda la complicada tormenta del amor./¡El orgullo en la fuerza de una sola mirada!/ La atracción y la burla… Eso fue la Tapada/pícara paradoja de lisura y pudor…! (Páginas seleccionadas de las "Obras Completas" que pertenecen como autor al consagrado escritor y político, José Gálvez Barrenechea.)

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La tapada: toda una tradición, toda una vestimenta

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