sábado, 4 de noviembre de 2017

PATIOS Y ZAGUANES

Lo recuerdo muy bien. Era el patio muy grande de una casa antañona, cuando nuestras mansiones parecían decir de la ancha y lenta vida del hogar colonial. Cogidos de las manos, los niños cantaban. Las muchachitas vestidas de claro, con vaporosas tiras bordadas y los chicos, con blusas marineras, repetían en coro, canciones ingenuas. Desde el corredor sombreado por las madreselvas, una mulata vieja veía, fumando, el placentero  cuadro. De rato en rato una “Santarosita”-aquel pajarillo tan limeño, el cual según la leyenda, decía secretos-revoloteaba sobre la cabecita de los niños y luego, a saltitos corría alegremente sobre el brocal de la fontana hogareña.
Llegaban, de cuando en cuando, colándose por las mamparas entreabiertas, las sonoras escalas de una lección de piano y de la cocina cercana venía, como una dulce promesa, un atrayente olor a caramelo y melcocha. Bajo el bochorno de un sol de vacaciones, se despetalaban los jazmines marfileños y las azules campanillas, acordando a la modorra del ambiente, el murmullo rezongador de las tórtolas en celo. Y, entre rumor y rumor, el vasto silencio se abría como un compás expectante y la canción infantil lo quebraba  a cada momento con su bullicioso sonsonete.
Lo recuerdo muy bien. Cogidos de las manos, los chicos cantaban. Formaban la ronda, y de pronto uno salía al centro y con la voz cantarina y aguda declamaba, como en postulación galante, los versos lontanos con sabor a Medioevo, los mismos seguramente cantados por los abuelos, los tatarabuelos y los abuelos de los choznos: A la cinta, cinta de oro/y a la cinta de laurel,/por el camino me han dicho/que lindas hijas tenéis.

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Una vivienda antigua de la Lima colonial

LA VIUDITA
Y con fruncido ceño y actitud despectiva y mandona, contestaba quien hacía de rey: Téngalas o no las tenga/yo las sabré mantener/ con un pan que Dios me ha dado/ y un vaso de agua también
Entonces el  paladín trovadoresco escogía a la más bonita a la parecida a “una rosa acabada de nacer” y salía del círculo y luego entraban otro y otro y otro. Cuando no quedaban niñas por pretender, se desvanecía el cuadro y retornaba el silencio roto de nuevo por otro romance pintoresco: el de la viudita llegada de Belén o aquel bravío  y desafiador: Que se abra la puerta/que se abra la puerta/para botar la torre.
Gracioso encanto tenía el de Matantirum, en el cual el pedilón de amores cantaba aquello glosado por el coro: Buenos días, su señoría, Matatirum, tirum lan,/-que quería su señoría,/Matatirum, tirum, lan/-Yo quería una de sus hijas/Matatirum, tirum, lan.
Y le preguntaban entonces, por el oficio para la escogida, planchadora, cocinera, lavandera sin serle concedida hasta-sorpresa palatina- le ofrecían el de Reina y el coro terminaba la dulce cantinela:-Pues hagámosle la fiesta/Matatirum tirum lan. 
PAÑUELOS
O el jocundo disparatado y jacarandoso del cantar de la rana o el complicado y punitivo del “veinticinco y un quemado”, en el cual los pañuelos anudados hacían de látigos certeros. Y como esos, el de la gallina ciega y el del manso cordero pascualino
Y  aquel otro, con sabor, también de romance remoto: _Doncella  del prado/que al campo saliste/a recoger flores/de Mayo y Abril./-Yo soy la niñita del Conde Laurel/que vengo a jugar/y no hallo con quien./-Pues siendo tan bella/ no encuentras con quién, escoge a tu gusto/que aquí hay más de cien.
Un sentido estético de cortesía y de señoril amistad presidía aquellas fiestas infantiles. Niños y niñas se juntaban con la frescura de su inocencia y la clara alegría de sus tiernos años, a jugar en los grandes patios de las casonas de otros días.
Los regocijos eran sanos, sin pretensiones, sin alardes, creando ligámenes sutiles, vinculadores de almas nacientes. El suave magisterio de un grato señorío infiltraba en los pequeños y una poesía leve y pura llenaba los blandos corazones con una fragancia perdurable.
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La Casa del Oidor.

No había, es cierto, muchos atractivos en la ciudad de entonces. Los domingos de la Exposición, los títeres, los nacimientos de la Pascua, tal cual distanciada función de circo. En los hogares reinaban los cuentos, esos admirables labradores de la fantasía, los romances evocadores, las aguzadoras adivinanzas y aquellos beneficiosos juegos en los soledosos patios o en las cuadras inmensas, donde se alternaban la canción con el relato fantasmagórico o con el quieto y suscitador cuadrito del “pimpín, remansador de las almas dejándoles, sin embargo, paradójicamente la inquietud por lo que se va y no vuelve, maravillosamente glosado por Chocano en su bello nocturno del “Hijo del Rey”.
EL CINEMATOGRAFO
Pim-pim, San Agustín/la Ceca la Meca / La Tortoleca/el hijo del Rey pasó por aquí/ comiendo maní/ a todos le dio/menos a mí…
No había llegado el cinematógrafo, y la linterna mágica, a pesar de su prometedor calificativo, no tenía fuerza bastante para desterrar la leyenda y las canciones. Hoy, ni los hogares son propicios, ni permanecen en ellos, urgidas por la atracción callejera, las personas mayores relatadoras de leyendas, ni hay amas sabidoras de consejas, y en cambio, afuera, como un ogro para agarrar a los niños, con truculentas argumentaciones, está el cinematógrafo dispuesto  a devorar por entero la espiritualidad que por los finos cauces de la voz iba de las viejas almas a las almas nuevas.
En vano la moderna pedagogía prescriben las canciones. Los juegos se quedan en los colegios. En las casas muy raramente se escuchan aquellos cantarcillos y casi nunca se ven esos grupos encantadores de pequeñuelos quienes jugando, jugando, como lo ha soñado el armonioso precepto novecentista iban labrando y puliendo-juego y trabajo a la vez- el íntimo huerto donde anidan los sentimientos y florecen los ideales y las ensoñaciones.

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El interior del inmueble de la Moneda.

LOS NAUFRAGOS
Otro cuadro sencillo de factura simple podría sintetizar la aldeana ingenuidad de Lima y la nativa afición musical de su pueblo: el de los náufragos. No sé si en Buenos Aires, en el Buenos Aires de hace muchísimo tiempo se diera una estampa semejante.
Pero por su condición de puerto, aunque parezca paradójico, creo no llegó a darse. Se basaba en una ficción y los porteños de antaño seguramente entendían de cosas marinas mucho más que los limeños de los tiempos de mi cuadro.
Cuando el cronista era niño, hace no pocos lustros, era frecuente circularan por las calles de la ciudad unos cuantos hombres rubios uniformados de marinos, llevando cada cual un instrumento musical. Se metían, seguidos de los chiquillos curioseadores, en los patios de las casas grandes, todavía muchos, y con aire triste, tocaban las más variadas mistiquerías. “Son los náufragos” repetían los circunstantes admirados.
¡Son los náufragos! Por nuestras imaginaciones infantiles pasaban los cuadros pintorescos de Julio Verne y el sentido conmovedor de la música ponía en las almas un motivo más de conmiseración, traducido en los óbolos del público.
Las niñas de la casa asomaban en las ventanas de los patios o en las barandas de los corredores altos y evocadoramente escuchaban la inesperada retreta de esos marineros portadores de músicas románticas de sus tierras lejanas.

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Antigua construcción de la Pericholi en el Rímac.

DOGMA
De patio en patio iban repitiendo la escena los marinos blondos, seguidos por un coro de comentarios. Nadie se preguntaba dónde naufragaron, ni cómo llegaron a nuestras playas, ni por cuáles sutilísimas artes salvaron con el uniforme, casi siempre flamante, el instrumento musical.
El dogma del naufragio se imponía con el vigor de una historia consagrada. Graves, caridolientes, con un aire de melancolía consonante bien con el título popular, tocaban bellos valses vieneses y remotísimas canciones germanas.
En los zaguanes recogidos, resonaba la música de los hombres rubios con tonos de encantamiento. Todos pensábamos en la terrible escena del naufragio y en el puerto neblinoso de donde partiera el bergantín tragado por las olas. Y los centavos y los medios y los reales caían en las azules gorras de los marinos blondos.
Loas recuerdo muy bien. Los había albinos, imberbes, con desteñidas caras de niños, otros lucían la sotabarba roja de los clásicos lobos de mar. Mientras se detenían fumaban, en pipas robustos, un aurino tabaco de capitoso aroma y, a media voz, cambiaban términos en un idioma gutural y extraño, para los muchachos de entonces, cabalístico. 
AUREOLA
El cuadro lindo, linda la música. El patio de corte colonial, con florecidas enredaderas, se llenaba de curiosos y se hablaba, respetuosamente, a la sordina, de estos admirados visitantes de la ciudad. Una aureola novelesca prestigiaba sus figuras y la turba de chiquillos seguía a los marinos sin atreverse a la irreverencia de hacerles una travesura. ¡Eran los náufragos!
En el ambiente de la clausura limeña estas notas coloreadas y sonoras alegraban la ciudad. Un soplo de aventura movía blandamente la quietud urbana, despertando en muchas almas un afán andariego.
Por los oscuros ojos de algunas niñas imaginativas y sensibles pasaba una visión alucinadora y en sus espíritus se traducía la tentación de un amor fulminante y novelesco, tentación en la cual tal vez, se filtraba la enfermiza y ancestral inquietud por el corsario antiguo.
Por eso no faltaban las viejecillas desconfiadas, con la memoria llena de cuentos arcaicos. Ellas decían eran los músicos andantes unos piratas herejes, pactadores con el diablo y escuchadores de sirenas.
Los niños de otrora mirábamos a los náufragos con profundo simpatía. Representaban una faz viviente de las más amadas consejas. Nos parecían arrancados de esas láminas de los libros de cuentos con empaste rojo y filetes dorados.

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Hermosos  balcones de aquella época.

PROVIDENCIA
Creíamos sin vacilaciones, habían estado días y días en un bote desguarnecido luchando con las olas bravías. Una onda providencial los había arrojado cerca de nuestras playas y después de secarse al sol, habían venido por la carretera hasta la ciudad, solos, con su lírico tesoro.
Y no era extraño, algún chico de esos vaqueros sobadores de la disciplina del colegio, asegurase los habían visto, cabizcaídos y con caras de hambre, ensayando en el camino el apropiado vals “Sobre las Olas”
De las pintorescas peregrinaciones bohemias venidas de cuando en cuando a Lima, los náufragos y los gitanos, la más querida fue la de los primeros. A los gitanos se les temía, porque se aseveraba robaban niños para descoyuntarlos y enseñarles a hacer “el hombre de goma”. A los náufragos no. Traían un espiritual mensaje y contribuían en cierto modo a la educación musical de nuestro ambiente.
No todo lo ejecutado era frívolo y ligero. Yo recuerdo la primera vez que oí ya con cierta conciencia musical la “Serenata” de Shubert. Desde el más hondo rincón de mis recuerdos, surgió la vaga impresión de haberla escuchado a los náufragos, en su repertorio tenían junto as los valses, las polkas y las mazurcas, reducciones de óperas y bellísimos lieder.

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¡Que belleza!

PENA
El fácil oído de los mataperros de Lima se ejercitaba por obra de esos músicos y no pocas veces se sorprendió la atención de un entendido al escuchar en un barrio distante el afinado silbo de un trozo de Mozart.
Con el progreso de la ciudad, con el aumento del intercambio marítimo,-¡Oh contraste cruelmente irónico!- se acabaron definitivamente los náufragos. Ya no llegan hasta nosotros y nos da pena saber el porqué.
Las playas tranquilas de nuestra ingenuidad de otrora se han encrespado mucho y ya no los acogen. Se les acosaría a preguntas, antes de dejarse ganar por el sortilegio de la música y sospecharían todos no los había arrojado la tempestad de los mares.
Nadie defendería su condición robinsoniana como tal fieramente lo hiciéramos los niños de otras épocas cuando alguien se atrevía a decirnos sobre los hombres rubios de casacas azules, cómo erran los tripulantes de algún barco nórdico maderero, al cual en horas de asueto, dejaban meciéndose en el Callao, para venirse a Lima, a vender, por módico precio y con un cartel ficticio, pero atrayente, un poco de romanticismo a la ciudad ingenua, acogedora y confiada…(Páginas seleccionadas de las "Obras Completas" que pertenecen como autor al consagrado escritor y político, José Gálvez Barrenechea.)

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