sábado, 14 de mayo de 2016

PEDAGOGIA

Fue costumbre muy limeña enviar a los niños a escuelitas que damas de rancio aspecto generalmente y de espíritu arcaico siempre, tenían para la enseñanza de las primeras letras en los tiempos remotos que no existían jardines de la infancia ni especialidades pedagógicas. Muchas veces estas escuelitas las regentaron señoras venidas a menos que vivían en hospicios de caridad. En los aposentos limpios y grandes, bien alumbrados por las altas ventanas teatinas, se alineaban las silletitas de paja de los educandos de ambos sexos que aprendían en voz alta y todos a la vez en una confesión bulliciosa, las primeras letras, el  Catecismo, la Historia Sagrada y la Vida de Jesús.
Con los mandilitos puestos, repetían en coro lo que la señorita les enseñaba. Un típico sonsonete daba a las voces infantiles un aire de salmo y día ritual. La señorita ajena, muchas veces, al ruido, tejía calceta o hacía flores de mano. En el otro cuarto estaban los más grandecitos, los que aprendían ya las lecciones de memoria y repetían con preguntas y respuestas el Catecismo.
Conservadoras por excelencia, estas maestritas, de trajes amplios, de cruz al pecho y de mirada bondadosa, seguían métodos viejísimos, usaban aunque con parsimonia la palmeta y a veces el chicote, obligaban a todos a rezar un tiempo y a tomar el lonche que se llevaba en canastillas de paja. No había recreo, porque generalmente no disponían de patio donde jugaran los niños. Sólo a la hora de la merienda se les permitía conversar.


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La Lima de aquellos tiempos...

MAESTRAS
Maestras de este jaez han durado hasta hace muy poco. Las hubo que enseñaron en sus escuelitas a generaciones y generaciones. Muchas envejecieron en la enseñanza y el cronista recuerda con dulce emoción a sus maestritas de los lontanos días infantiles
Fueron tres: la tía Angelita, la tía Panchita y la tía Anita. Habían enseñado a su padre, a sus tíos y le enseñaron a  él. Con ellas conoció el valor de las letras y los números, aprendió la tabla, leyó las historietas de Ramoncito el díscolo y de Conchita, la  benévola, repitió los versos de la  oración por todos, grabó en su memoria el cuadro formidable de la creación del mundo cuando “el espíritu de Dios vagaba sobre las aguas” y tuvo el primer baño de poesía evangélica, divina y humana, con las parábolas del buen Jesús, Dios  Nuestro Señor.
Han pasado los años y muchas tempestades han agitado el espíritu del  mortal que estas líneas escribe, el colegio ha desparecido, las tías viejitas han muerto después de ser beatitas, benévolas y hacendosas.
Nada del ayer perdura. Pero cuando el cronista pasa por la calle de Zamudio y ve la puerta de la casita de las maestras de otra edad, el corazón le lata más apresuradamente. Vienen a su memoria fatigada dulcísimos recuerdos y le parece que va a salir por el postigo entreabierto de su adolescencia muerta, renacida y fragante como otrora.
ESCENAS
El cuadro se rehace por un milagro de raudales y de la bruma incierta de lo que se fue para siempre, comienzan a surgir limpias del prosaísmo que el tiempo caritativo le ha robado, escenas que parecían olvidadas.
Y vienen las preguntas y van las respuestas y se precisan los objetos y las almas, y el mundo todo es apenas un aposento claro, pulquérrimo, con consolas talladas sobre las que hay urnas de cristal cubriendo sagradas imágenes con niños de mandil a listas que rezan la Salve y pIden al Padre Nuestro el pan de cada día. ¡Oh evocación admirable en que se alzan los recuerdos como palomas sorprendidas!
De estas escuelitas fueron famosas en Lima la de la señorita Domitila en la calle del Milagro, en el conventual edificio del Hospicio de Ruiz Dávila. La de la Faltriquera del Diablo, la de Comesebo, la que en Chorrillos regentaba una señorita Montes, y a la que concurrían todos los chicos en el verano, la de San Andrés, de una señorita Ferreyros, donde aprendió a leer Manuel Villarán.
La de los Descalzos, donde estuvieron los Velarde, la de las cruces, de doña Rosario, Doña  Mercedes y doña Carmen López, la de doña Merceditas en la Trinidad donde supo las letras Pancho Graña y tantas otras, tan llenas de una Lima que ya no es.

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El famoso colegio de Nuestra Señora de Guadalupe.

FIGURA
Y junta  estas remembranzas surge la figura del maestro de escuela, aquel que inmortalizara Palma en San Simón Garabatillo y en el célebre Ciruela, el maestro de bonete con borlas, levitón amplio y chicote en la mano, el del aforismo “¡la letra con sangre entra!”, el que enseñó a su vez a generaciones de chiquillos mientras las niñas aprendían la doctrina en el hogar recogido o  iban, ya más tarde, a las sagradas casas de ejercicios a aprender las letras, la vida de Jesús y algunas labores de mano.
Conoció el cronista al representante último, seguramente, de aquellos pedagogos. Tenía en la calle de los Huérfanos su escuelita en una tienda pobre Aparecía allí con su birrete, sus grandes gafas, su levitón raído y sus pantalones claros, como una supervivencia extraña de remotísimas  épocas.
Pendían de las paredes del estrecho cuarto la palmeta fatídica y el siniestro chicote. El sonsonete de los chicos salía  a la calle como un rumor triste y el cronista que venía de otra escuela, tan diversa, veía con miedo aquel cuadro que dejaba entrever su sombrío carácter, tras un mamparón sucio.
De este género debió ser don Lorenzo Ron, maestro que solía aplicar los sábados a puerta cerrada una azotaina general a sus alumnos y cuando alguna reclamaba decía que tratándose de chicos no había zurriagazo perdido. A esta contundente ceremonia la llamaba don Lorenzo, “el juicio final”. 
FAMOSO
Este famoso don Lorenzo Ron publicaba, en 1833, avisos del “Genio del Rímac” llamando la atención de los padres de familia la enseñanza que daba en su plantel de instrucción primaria, haciendo notar las excelencias de sus métodos en la ortología, la ortografía, la escritura, la aritmética y especialmente en la  Doctrina Cristiana.
Los precios que cobraba eran tan módicos que hoy nos sorprenden, dos reales a la semana y para los pupilos comprendida la enseñanza, el hospedaje, la alimentación y aún el lavado y la costura veinte pesos.
Don Lorenzo Ron educó muchas generaciones. También fue famoso el colegio de un señor Miranda en la calle de Barraganes, donde los escolares, como ocurre con los planteles jesuitas, estaban divididos en dos bandos de romanos y  cartaginenses.
El señor Miranda aplicaba por igual el estímulo y la penitencia. Los sábados repartía recompensas y latigazos y muchos respetables caballeros que todavía comen pan en Lima tuvieron en la escuelita de Miranda sus días bochornosos en que soportaron sobre sus tiernas cabecitas unas formidables orejas de burro.

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En este plantel se formaron generaciones de peruanos.

REMEMBRANZAS
Muy interesante sería rememorar  los diversos tipos de escuelas que hubo en el Perú desde los días coloniales, en que imperaban los jesuitas, hasta los más modernos comenzando por los esfuerzos de la escuela lancasteriana y deteniéndonos amorosamente en aquellas iniciativas privadas que produjeron el Colegio de Guadalupe, la Sociedad Amantes del Saber, el Instituto Lima, el Liceo Carolino del señor Checa, el Convictorio Peruano de Lorente y Rodríguez, el Instituto de Lima, el Colegio de Rivero, Museo Latino, etc. etc. y esa olvidada tentativa en pro de la educación que tan gallardamente tomaron a su cargo los llamados colaboradores de la instrucción en que figuran Chacaltana, Caravedo, Freyre, Carrillo y algunos otros.
Vuela la imaginación luego al pueblito evocador de Huacho, donde un maestro educador también sostenía aún los prestigios de los severos correctivos. Marino retirado, tenía el maestro el culto de los héroes de la patria que supo inculcar a sus alumnos, diariamente hacia recitar una oración en que se pedía a la Divina Providencia velase por el Perú todas las semanas.
También se rendía homenaje a los representantes y mártires de nuestro mito heroico y triste, los muchachos declamaban versos ya olvidados a glorias que van esfumándose y aunque en veces sufrían con aquella durísima disciplina, no dejaban de sentir los estremecimientos del amor patrio, que se formaba en sus almas un sentido recio de masculinidad austera. 
MEMORIA
Siempre que de enseñanza se trata, viene a la memoria de quien estas líneas escribe aquel colegio de Huacho tan simpático, tan limpio, tan austero y con la figura del maestro que en sus vestidos  conservaba la huella de sus días de marino.
¡Oh colegio imbuido de un gran sentido peruanista y heroico, maestro exagerado y severo, que enseñaba a leer con entonación, a descifrar el mosaico, a respetar el nombre de los héroes y que aparece en nimbos guerreros, con un doble aspecto de benevolencia y de rigidez sobria!
Han pasado muchos años, ya el maestro ha pagado su tributo a la tierra, pero en la memoria y el corazón de los que fueron sus discípulos vive la figura y algo seguramente de lo mejor del alma de aquel viejito, apellidado Tizón que conoció ca una pléyade de los célebres lobos de mar que dieron lustre a nuestra Historia, los Noel,  los Postigo, los Ferreyros, los Carrasco, los Grau, los Montero, los Cobián, los Palacios, los Gálvez, los Rodríguez, los Ferré en horas tremendas y grandes y que acabo oscuramente de maestro de escuela, concienzudo y suscitador, en un pueblito alegre de la costa,
Todo va cambiando en forma arrolladora. Ya los estudiantes de todas las edades hacen vida muy diferente de las que el ayer se hacía, desde el aprendiz de las priemras letras hasta el joven talladito que va tras un doctorado campanudo.


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La Lima que se fue con su belleza inigualable.

DIVERSIDAD
¡Y en verdad cuan diverso es el estudiante de hoy, el antiguo carolino, al guadalupano de otros días, al viejo fernandino, al seminarista, al escolar interno, discutidor y varonil, pero respetuoso de los maestros, que lleno de poesía los claustros de San Carlos yc de San Fernando, los vetustos corredores del Seminario y las oscuras salas de los jesuitas, después Estanco, donde Nicolás Rodrigo y Domingo Elías, fundaron  allá por el año cuarentitantos el colegio de Nuestra Señora de Guadalupe, donde el gran Lorente y los Gálvez abrieron cátedra de renovación y de gallardía espiritual.
¡Dios del Gran Huerta, del inmenso Herrera, de Piérola, de los Cisneros, de los Villarán, de los Ribeyro, de los Paz Soldán, de los Chacaltana, de los Lisson, ¡ cuán lejanos, cuán ausentes estáis! (Páginas seleccionadas de las "Obras Completas" que pertenecen como autor al consagrado escritor y político, José Gálvez Barrenechea.

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