No debió repetirse mucho en los
días coloniales, porque los antiguos cronistas apenas si traen unas cuantas
referencias distanciadas. Fue muy famoso el de la Casa de la Moneda a
principios del siglo XVII.
El minucioso Mugaburu da cuenta en su Diario de un incendio en la esquina de la Plaza, allá por el año 1685 que destruyo la bodega del cererero Pedro de Sosa y, con su llano estilo, nos cuenta que perdieron centenares de quintales de cera, y en las calles corría como lava brillante, mezclada al rojo vino de los botijos restallantes. Y añade, como quisieran aprovechar del desorden los malsines, el Arzobispo desde sus ventanas gritaba, a voz en cuello a los que tal hicieran excomulgadas quedaron.
El minucioso Mugaburu da cuenta en su Diario de un incendio en la esquina de la Plaza, allá por el año 1685 que destruyo la bodega del cererero Pedro de Sosa y, con su llano estilo, nos cuenta que perdieron centenares de quintales de cera, y en las calles corría como lava brillante, mezclada al rojo vino de los botijos restallantes. Y añade, como quisieran aprovechar del desorden los malsines, el Arzobispo desde sus ventanas gritaba, a voz en cuello a los que tal hicieran excomulgadas quedaron.
Otro incendio consternador de la
ciudad en el siglo VII fue el de Santa Ana el cual puso en peligro la Iglesia y
el Hospital mismo y en el cual se perdieron valiosísimos libros y documentos.
Pero, en general en aquellos tiempos, hubo pocos incendios. La parvedad del alumbrado,
la abundante copia de criados de las casas y la escasísima existencia nocturna,
debieron contribuir para que no hubiese muchos incendios.
Un incendio en la Lima antigua
Un incendio en la Lima antigua
BALDAZOS
Sólo en días de festejos con
encamisadas y nocturnas procesiones, la multiplicidad de las luminarias y los
fuegos del artificio, tenían sus peligros. Pero tal era el solicito cuidado
puesto en todo que apenas si la simpática historia de las cosas menudas
conserva la remembranza del incendio, en tiempos del Duque de la Palata, de un
lúcido arco con sonetos y jeroglíficos, convertido en pavesas en una regocijada
tarde de cañas y de toros.
Por aquellos días remotos cuando
no había bombas ni, por lo tanto, bomberos, combatían el fuego, a baldazo
limpio como solía decirse, los arcabuceros, los vecinos esforzados, los aguadores,
los miembros de la Santa Hermandad, si el siniestro era en la noche y en tales
emergencias representaban brillantísimo papel los pulperos, quienes, por
virreinales ordenanzas, estaban obligados a tener en sus establecimientos
gordas pipas llenas de agua.
Pero con todo era muy raros los
incendios. En los hogares se comía muy temprano. La cocina, siempre llena de
servidores y paniaguados, no constituía peligro. Como las gentes yantaban y
dormían muy al anochecer, los candiles y las velas no mantenían su amenaza
mucho tiempo. No había industrias jugadoras con fuego, el gas y la electricidad
estaban en el limbo y esperando a los hombres, tan demorones en inventar y
descubrir, se les ocurriera hallarlos.
No sabía ni siquiera la amenaza
de los fósforos. Estos se introdujeron allá por el año 1840. No se habían
inventado las Compañías de Seguros. Los incendios debían, inevitablemente, ser
muy escasos. Pero el progreso va acumulando conquistas y los elementos que el
hombre cree subyugar, suelen rebelarse, de cuando en cuando, con vengativos
alardes y, así, conforme fue creciendo la ciudad y multiplicándose la vida
aumentaron los siniestros.
El local de la Bomba de Lima de aquella época.
El local de la Bomba de Lima de aquella época.
CENIZAS
Otro motivo para la progresión
creciente de las combustiones fue, seguramente, el de la calidad de los
materiales de construcción, después del terremoto de 1746. Disminuyeron en
mucho aquellos sólidos y anchurosos muros de adobones babilónicos, se abusó de
la madera y de la caña, multiplicáronse las quinchas y con el tímido nacer de
la vida nocturna, de más luengas veladas de la de otros días, crecieron las
amenazantes posibilidades destructoras.
Aumentan los incendios en la
República, Asomaba apenas, cuando las llamas devoraron parte del Palacio en los
días del predominio de Monteagudo. Las oficinas del Ministerio de Hacienda
quedaron en cenizas y en cenizas volaron papeles de importancia y cancelaciones
de monta no escasa, por lo cual la pícara maledicencia hizo su agosto,
asegurándose hubo no pocos señorones a cobrar lo ya percibido por el crédito
contra el Estado
Años después, cuando el Gobierno
de Iglesias, el Palacio volvió a quemarse. Fue de vastas promociones tal
incendio el cual acabó con los antiestéticos cajones arcaicos y pintoresco que
tanto dieron para hablar de la tradición y a la poesía populares, cajones en
los cuales anidó la socarrona y muy limeña musa de Caviedes
Fueron encanto de los niños de su
hora con sus rutilantes cristales de colores, con las tiendas donde se vendían
tisanas y mazmorras que servían para dar la impresión de aquellas casitas de juguete,
de transparentes cartones, iluminadas por dentro.
Gallo se llamaba el vehiculo para combatir siniestros
Gallo se llamaba el vehiculo para combatir siniestros
ESTAMPA
El incendio como estampa
espectacular es, repetimos, cosa de ayer, sólo de ayer. Hubo naturalmente
muchos en anteriores épocas, pero el hecho de no existir casi ordenanzas, muy
pocas hasta el siglo XVII cuando se multiplican, demuestran que hasta entonces
el incendio era algo esporádico y peregrino.
El sacudidor de la imaginación de
los hombres maduros del hoy, aquel que ponía en movimiento a la ciudad entera y
la alarmaba, como el de la torre de Santo Domingo o el de la Iglesia del
Milagro, los cuales, según gráfica expresión de la época, ardían como la paloma
de un castillo, es creador de un tipo especial de estampa limeñísima no muy
remota.
Famosos fueron el del Teatro
Principal y los variados del celebérrimo Bacigalupi, quien después de haberse
ganado la voluntad de todos, fue a dar a la cárcel de donde salió casi rico por
amor de los seguros tenidos en Europa y fuese a California donde, dicen, hizo
otra fortuna con un establecimiento en el cual vendía una pasta sabrosa y
picante bautizada híbridamente con el nombre de “Peruvian tamales”
Pero el color, la gracia, si cabe
la paradoja atrevida de la expresión, de la estampa del incendio viene con el
auge de la noble, desinteresada y colorida institución bomberil. Es muy mediado
el siglo XIX, “el de las luces”, cuando el arranque romántico tiene entre
nosotros, esa nueva revelación.
Antigua bmba que se usaba en Lima
Antigua bmba que se usaba en Lima
BOMBEROS
Muchos mozos de lo mejorcito,
como se decía entonces, se ufanaban en pertenecer a esas instituciones humanitarias
y se halagaban con sus títulos de tenientes de gallos o de escalas y tan
envanecidos los hubo que diariamente se uniformaban de gala, para rondar, así
rozagantes y retratables, a la noviecita enjazminada la cual esperaba en el
balcón o la ventana cuando la tarde, rosa lírica, caía.
El espíritu institucional y
decorativo de muchas gentes encontró, también, en las Bombas asidero para
arrebatadas competencias entre el público, -este público tan amante en todo
sentido de los gallos-, los cuales estimulaba de continuo.
Los incendios a partir de 1866, sí
que eran buenos, como oyó el cronista decir en cierta ocasión. Los bomberos
existían no sólo para los efectos muy loables de la lucha contra el fuego. El
pueblo y los chiquillos los veían con admiración y los seguían como seguían a
las bandas militares. Al admirarlos consideraban en ellos no sólo a quienes con
desinterés sacrificaban su salud, su tranquilidad, su reposo, a veces hasta la
vida, por lo demás, sino a los de los festejos públicos: eran lucimiento,
decoro y presea de los espectáculos.
Ya en los ejercicios de la Plaza
de Armas de los Descalzos, de la Alameda Grau, la multitud entusiasta con
frenesí la labor acrobática de sus ídolos. En la Plaza de Acho también vinieron
a reemplazar a los rutilantes despejos militares. ¡Oh aquellos arcos a los
cuales se elevaban, en un santiamén, como parte de birbiloque, y por lo que,
luego, discurrían airosamente con sus casacas de colores, sus charoladas botas,
sus deslumbrantes cascos, ágiles personajes dispuestos al sacrificio hasta en
los dramáticos simulacros dignos del no nacido cinematográfico!
Estacion de bomberos de Magdalena.
Estacion de bomberos de Magdalena.
AÑORANZA
¿Quién sea de más allá de la
cincuentena, no añora con emoción los ejercicios de mangas en las afueras, el
despliegue de carros, el alineamiento de las escalas, todo el color y el
bullicio de aquella estampa tan pintoresca con visos volatineros y marciales?
¿Y las emulaciones? Había
partidos con devotos por éstas o aquellas compañías. Cuando llegaban las
fiestas julias, las gentes discutían acaloradas, desde las vísperas sobre los
arcos de las Bombas predilectas y, así, en los desfiles patrióticos y cívicos,
en los despejos taurinos, en las conmemoraciones fúnebres, los bomberos
tuvieron además de la valerosa labor en horas de prueba, una misión
culminantemente pintoresca. De indudable sabor ciudadanesco, llegado para que
nada le faltase, hasta los reinos de la música, con aquellas bandas, también
motivadoras de controversia. Algunas compañías fueron centros filarmónicos
Esta estampa del incendio, es la
por mi añorada, en visión relativamente nueva, como lo es la institución
bomberil. Se liga a la memoria heroica del 2 de mayo de 1866 y a las trágicas
horas de la Guerra con Chile y tiene para la remembranza, a la vez respetuosa y
sonriente, los matices colorinescos de los indumentos vistosos, de la maroma a
la cual fue tan aficionado siempre nuestra población y el hondo mérito en los
bomberos de su admirable abnegación.
Como quedó el Arco de Puente Piedra
Como quedó el Arco de Puente Piedra
PITEOS
El incendio era algo
indudablemente mucho más colorido antaño. No sabríamos explicarlo bien, pero
así lo sentimos. Hasta la campaña clásica obsequiada por don Enrique Meiggs a
la Bomba Lima no suena, como si se hubiera opacado, con el argentino y triste
retiñir de otros días. Son menos angustiosos los piteos de los celadores.
Ya no se emociona la gente como otrora. Y,
pasada la época de los ejercicios en el corazón de la ciudad, de las revistas
escenográficas y de la resuelta ayuda de los palomillas y de los mataperros de
toda clase para jalar los gallos y las bombas, al bélico y criollo grito de
“yújale muchachos”, el incendio ha pasado a la categoría de algo sólo
circunspectamente lamentable
Ya a la puerta de los locales de
las Bombas no hay la sabrosa tertulia de prima noche, como aquella en la cual
bajo la portada colonial de San Juan de Dios formaban don José Ezeta, don
Carlos León, don Constantino Alvarez y otros limeños castizos conversadores
plácidos, mientras del interior conventual y sonoro, venían los ecos, no
siempre concertados y apacibles, de los ensayos musicales dirigidos por don
José Benigno Ugarte con devoción ejemplar y conmovedora.
Los bomberos de los infantiles
días del cronista eran áureos y marciales con algo de deporte y juglería y los
locales donde se guardaban las bombas, las escalas, las mangueras, las hachas,
le parecían con sus carros lustrosos sus banderines, sus cornetas, algo mágico
y prestigioso, que alguna vez vio convertido en estampas macabras y tremendas,
en los días de la revolución del 95, cuando los bomberos realizaron una santa
labor de ambulancia salvadora.
Fachada de la Municipalidad de Lima quemada.
Fachada de la Municipalidad de Lima quemada.
CHIQUILLERIA
Los bomberos, vale decirlo,
representaron además de su romántico arranque muy explicablemente llegado
después del humanitarismo estilo 1848, cierta supervivencia colonial en la
pasión por los arcos decorativos, por sus desfiles marchosos, por sus ropajes
recamados, por sus acrobacias, por sus festejos taurinos y dramáticos, por sus
musicalerías callejeras, por sus tremebundas competencias
En la vida sencilla de nuestra
Lima obsoleta el incendio, como tantas otras cosas, era motivo de colaboración
y de disputa. Todos intervenían a su manera. Reinaba un desorden, muy limeño
hecho de una buena fe y novelería. Por los empedrados resonantes daban tumbos
los gallos de los cuales tiraban unos pocos mocetones de chacó, caso o quepí,
auxiliados por una chiquillería ágil, vocinglera y resistente
Y tras ellos muchas veces jalados
por arrogantes caballerías, los carros grandes con los jefes y el corneta
erguido, pronto para los toques de mando. Cuando se llegaba al lugar del
siniestro, como dicen las crónicas y ninguna otra Bomba había asomado el
orgullo y la satisfacción hinchaban los pechos y la imaginación de todos, hasta
de los colaboradores espontáneos quienes se regodeaban al pensar en la frase consagradora
del periódico que al día siguiente encomiarían a la Bomba tal, la preferida, la
del barrio, por haber llegado la primera.
El fuego consume el casco antiguo de la capital.
El fuego consume el casco antiguo de la capital.
ESCANDALO
Y luego el ajetreo, el gritar
incesante y angustioso por el agua, los toques de corneta, el crepitar de la
leña o del carbón, de las bombas, los piteos, el llamado de las campanas, el
vocerío del vecindario, todo el escándalo cacharrero de la calle amagada
interrumpido por un ¡ah! De admiración, cuando rutilante, diamantino,
dominador, surgía el primer chorro de agua, también título y cifra de orgullo
para la Compañía logradora del acuoso lanzamiento.
Todo eso podía ser un poco
sensiblero y hasta humildemente ingenuo como un alma de niño, pero era y será
siempre profundamente simpático. Pero, aparte de sus decoratismos pintureros o
tal vez por ellos mismos, nos trae una fragancia buena de brisa de los jardines
lontanos de ayer a orear las pardas cenizas que los incendios de la vida van
dejando en nuestras almas…(Páginas
seleccionadas de las "Obras Completas" que pertenecen como autor al
consagrado escritor y político, José Gálvez Barrenechea).
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