Continuemos recordando los viejos
tiempos en medio del jadeante tráfago contemporáneo. Volvamos el espíritu hacia
el ayer, hacia la Lima de los abuelos; la lima de talladuras y artesonados, de
azulejos y de aromosos huertos, de las serenatas y de la saya y el manto. Y ya
que hemos rememorado tantas cosas bellas y distantes, añoremos también las
manos pulidas que tejían encajes, que bordaban detentes y que arreglaban
frágiles y pulcras flores de briscado y de seda.
Aún se conservan aquellas
habilidades, refugiadas en los conventos y en los hospicios, y yo, pecador
empedernido, confieso contritamente que me ha traído todo este mundo inefable
de recuerdos el obsequio de un detente, que una anciana incógnita y devota me
ha enviado y que me ha de librar, sin duda, del diablo y sus tentaciones.
Cómo y cuándo aprendieron
nuestras abuelas aquellas finísimas artes, no lo sabe el cronista. Comprende
que no todas tuvieron la propicia virtud de las manos para el arte menudo y
casero, pero recuerda haber oído, como elogio de aristocrática alcurnia, decir
de alguna dama: “Sabía sólo tocar la clave y hacer labores de mano”. De España
vino, sin duda, hace cuatro siglos, con las esposas de los Conquistadores,
aquella plácida costumbre de hacer calceta y con ella el difícil arte de hacer flores para los
altares y de bordar pañuelos para los padres. No puede, pues, ser más
nobiliario su origen.
Lima antigua.
Lima antigua.
ENCAJES
Sobre la mansedumbre de la ciudad
dormida las horas pasaban con leve rumor de brisa. En los interiores soleados y
amplios, mientras las mulatas canturreaban lavando, en el cuarto de costura,
las niñas harían encajes con rojo hilo, bordarían sobre el cartón forrado en
seda piadosos escapularios. Otras harían vendones para los altares de las
iglesias predilectas; no faltaría la dulce niña que cariñosamente adornara con
labraduras y recamos complicados, las chupas y casacas del engreído abuelo.
Todo transcurriría así
blandamente. De generación en generación se transmitía la virtud de hadas que
saben hacer maravillas con los largos y finos dedos, hasta que llegaron los
tiempos holgazanes en que fue de buen tono que las niñas no hicieran nada.
Pero quedaron siempre conservadores hogares
austeros, en que se creyó que las damas debían tener alguna habilidad doméstica
y en ellos luciéronse los bordados,
sutil figura de los briscados y el arte delicadísimo de las flores en
seda y en terciopelo.
En estos hogares se acostumbraba también a
hacer pastas y dulces, ciencia que luego se refugió en los conventos, tal como
ocurrió con los clásicos griegos y latinos en las órdenes religiosas de la edad
oscura. Allí en la paz de los claustros, en lucientes peroles se preparaban el
huevo moye y el maná tan renombrado, las ricas figuras de almendras y las
limeñísimas y suaves mazamorras.
Labores de mano
Labores de mano
COSTUMBRES
Lentamente fueron desapareciendo
estas caseras y virtuosas costumbres. Fue orgullo de las niñas decir más tarde:
“…Gua que lisura. Yo no sé hacer nada con las manos”. Y entonces algunas familias
venidas a menos en la sociedad se dedicaron, contando con la reserva de alguna
negra vendedora, a hacer dulcecillos que se vendían por las calles y que
tenían, además de su grato sabor, el atrayente misterio de su ignorada
procedencia. La ciudad se llenó de vendedoras y vendedores que llevaban en sus
cestas el recuerdo sabroso de una Lima que se va.
Los conventos acapararon la
clientela y en los fragantes claustros de jardines conventuales se
confeccionaron las humitas, los tamales, los peros, plátanos, chirimoyas, los
famosos platos de chupe con camarones y todo, imitados fielmente en pasta de
almendras, y en los que no se sabía qué admirar más, si el delicioso sabor del
postre o el arte en la reproducción del fruto o de la vianda tan bien copiada.
En los hospicios de señoras
pobres conserváronse también aquellas santas costumbres. Las viejecitas
guardaban en sus manos la añoranza de la Lima de sus buenos tiempos y de
aquellas casas de recogimiento y de humildad, salieron encajes briscados,
nueces rellenas bordadas de realce y pintadas flores.
Tapadas que bordaban...
Tapadas que bordaban...
DEDICATORIA
Luego, con la introducción de una
pedagogía un tanto modernizada, las niñas aprendieron a hacer sobre el esterlín cuadros rematadamente cursis, en
sus bordados con seda o con lana, pájaros
y flores con la consabida dedicatoria:
“A mi idolatrada madre, a mi amantísimo padre,
dignos rivales de los cuadros caligráficos, de los vaoncitos, en los que entre
raros arabescos, leíanse unas cuan tas sentencias morales coronadas por
parecida y rimbombantes dedicatorias. A esta época pertenecen ya las relojeras,
bordadas zapatillas y los innumerables dibujos caseros. Así lentamente han ido desenvolviéndose y evolucionando
este arte menor que tiene representantes admirables en los colegios de monjas y
en las casas de recolección religiosa.
Pero, además, esta Lima típica
revive en las asociaciones devotas. Hay algunos talleres para proporcionar
ornamentos a las iglesias pobres, en los que damas de nuestra sociedad,
resucitan la leyenda haciendo como antaño pañitos de altares, bordando
casullas, tejiendo al crochet o con palillos, albas, amitos y pintando al pirograbado
grandes capas de coro.
Naturalmente, la labor tiene ya
muchos auxilios mecánicos modernísimos, pero queda siempre, como una evocación,
la beata gracia de las manos que laboran. En los talleres piadosos para
auxiliar a los pobres, el trabajo es diverso, más santo quizás: allí se
hacen camisas, fustanes, calzones,
costura menuda y fácil, la famosa basta calada y la socorrida pata de grillo.
DELICIAS
Todo esto nos recuerda una Lima
mansa y buena que cambia y que se va. ¡Es tan difícil hoy encontrar una niña
capaz de hacer gelatinas frescas y dulces! Sin embargo, aún quedan recuerdos de
aquellos buenos tiempos. En conventos, en casas de vecindad y en devotos
talleres se labora como antaño. Famosas son las pastas de la Encarnación, las
nueces del Prado y del Cármen, las labores del Buen Pastor y de Santa Teresa,
las humitas y tamales de Santa Catalina, los batidos frijoles de Jesús Maria.
Añoramos muy de veras la
decadencia de tisanas y mazamorras, cadenetas y briscados y confesamos sinceramente
que no nos parecen ridículos aquellos pintorescos manojos de flores de hilado
de oro y de plata, que nuestras abuelas guardaban religiosamente bajo el pulcro
cristal de las guardabrisas.
Una Lima que se fue...
Una Lima que se fue...
Todo esto tiene el encanto de lo
lejano y esfumado, la consagración evocadora del recuerdo; todo eso ya es
poesía en la prosaica actualidad limeña. Desde estas líneas vaya ahora el
agradecimiento del cronista a la buen a viejecita que al enviarle, bajo sobre,
un detente, le ha traído a la memoria con la visión de una Lima que se va, la imagen,
dulcemente triste, de aquel día remoto en que la tierna madre cosió en su ropa
uno de aquellos benditos y bordados cartones, como amuleto preservador de peligros
y dolores, fatigas y tentaciones. (Páginas
seleccionadas del libro “Una Lima que se Va”, cuyo autor es el consagrado
escritor y político José Gálvez Barrenechea)
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