Los bautizos, matrimonios,
primeras misas y tomas de hábitos, fueron en Lima acontecimientos que se
celebraron por todas las clases sociales con verdadera pompa. Tales festejos tenían colorido
especial, que luego las complicaciones de la vida moderna han ido
desvaneciendo.
Un bautizo era antaño un suceso
trascendental en todo hogar. Por pobres que fuera. Desde que el niño nacía
armábanse controversias por los nombres que se le pondrían, partiendo, por
supuesto, de la base esencial de que el primero de ellos sería el del santo del
día. Todos en el hogar se preocupaban en los detalles y escogían con cautela
para padrinos a personas de condición social elevada, pues a orgullo teníase
contar por padrino a un Virrey y más tarde a un Presidente de la República.
Las familias linajudas ponían su
mayor cuidado en estos pormenores y en las medallas conmemorativas quedaban
para asombro de las venideras generaciones, grabadas en oro y plata, las
circunstancias del bateo y la extensa letanía de los nombres del niño y los
títulos de quienes lo apadrinaban. Con el correr del tiempo, el bautizo ha
quedado íntimo y familiar, sin ninguna de las características ostentosas de
antaño.
Los grandes bautizos, en que se
llevaba la pila bautismal a algún niño principal de nuestra sociedad, era todo
un acontecimiento. A haber tenido en aquella época crónica social las gacetas,
habríanse llenado seguramente con relaciones de bautizos, descripciones de
ajuares, detalles sobre la batita del nene, sobre el lujo de las amas, que
aparecían en aquellas épocas con la recamada prosopopeya de los pavos reales.
El sacramento del bautizo.
El sacramento del bautizo.
INVITADOS
La familia entera asistía a
aquellas ceremonias, la casa se llenaba de invitados y las pastas de convento,
los vinos generosos, los bizcochuelos en
azafates adornadas con papeles artísticamente recortados, circulaban profusos y
sabrosos entre los concurrentes. El padrino hacía magníficos regalos al
ahijado, a sus compadres y a la madrina. El ama recibía muchas veces una onza
de oro y el monaguillo se ganaba un peso fuerte.
Para la chiquillería quedaban
reservados los menudos cuartillos de plata y todo el barrio resonaba con la
bulliciosa alegría que culminaba en las afueras de la iglesia parroquial,
cuando salía el cortejo.
El cura en aquel entonces no se
limitaba a los simples rituales de echar el agua, poner el óleo y decir las
sacramentales frases, sino que
generalmente hacía a los padrinos y concurrentes el obsequio de una homilía
sobre los deberes de padres y padrinos. Sentábase la partida en los grandes
libros parroquiales con particularidades que hoy no se estila. Así por ejemplo,
se hacía constar los nombres, títulos y dignidades de los abuelos del neófito.
MEDALLAS
Desde la más remota época,
usáronse medallas conmemorativas en los bautizos, medallas que con mucha
frecuencia fueron de oro y plata. Generalmente eran obsequio de un padrino
rumboso. Con los años las medallas fueron haciéndose menos frecuentes y
entonces nacieron los capillos que comenzaron siendo del tamaño de una peseta y
disminuyeron luego hasta el medio real y que más tarde se transformaron y se
hicieron en briscado, de goma, de limón y, por último, del vil cartón impreso.
Donde se conserva en todo su
intenso colorido el bautizo clásico es en la clase popular, la cual
conservadora por instinto, sirve de reserva a las viejas costumbres que se
apoyan en ella para no desaparecer. Un
bautizo popular es una de las cosas más pintorescas que pueda imaginarse. Tiene
una serie de circunstancias simpáticas que lo hacen criollo y característico.
Como sucediera antaño con el
bautizo de los ricos desde mucho tiempo atrás se piensa en los padrinos, escogiéndolos
cuidadosamente. El padrino correrá con los capillos, derechos parroquiales,
gratificaciones y el famoso sebo para la chiquillería: la madrina pone el ajuar
y los dueños de casa se encargan del remanente, así lo llaman para la jarana.
El día del bautizo, el numeroso acompañamiento se dirige a la parroquia.
Desde que asoma en la calle, parecen, brotados
de la tierra, infinidad de chiquillos que entonan la consabida cantaleta:
padrino, sebo; padrino sebo/padrino sebo, pata e candau/no tiene plata y
quiere/tener ahijau.
Implementos antiguos.
Implementos antiguos.
PADRINO
El padrino muy circunspecto, no
hace caso a la indirecta, entra al grupo
en la iglesia pasan todos al bautisterio, el cura cansado y
soñoliento sale del trance con prontitud
y esmero, el padrino rumbosamente le da un rúcano al monaguillo, ofrece el
brazo a la madrina, hace sentar la correspondiente partida y luego sale a la
calle, encabezando el desfile. Apenas aparecía el ama con el niño, se alza en
la calle un agudo vocerío que se eleva persistente y amenazador pidiendo el
sebo.
El padrino calcula la distancia,
saca del bolsillo dos rollos de centavos y más lejos que puede los arroja con
gesto de gran señor. La muchachada se
disputa con encarnizamiento los cobres, mientras fugan en coches, como alama
que el diablo sigue, padrinos y acompañantes. Llegan a la casa. Recíbenlos allí
los nuevos invitados y los padres del pequeñuelo llaman ya compadrito y comadrita a los padrinos: comienza el
reparto de los capillos. Aparecen azafates con galletitas, los grandes vasos de
chicha y las copitas del buen pisco para los brindis.
Lo que se llama el compadrazgo de
a padres y padrinos obligaciones recíprocas de la más exquisita consideración.
Concluida la ceremonia, padrino y madrina son dos seres superiores a quienes todos deben rendir homenaje. La
importancia del ajuar, la bata con blondas y tiras bordadas, los capillos de
tan buen gusto, dan un carácter imponente al padrinazgo.
JARANA
Algún invitado anuncia un
brindis, otro le contesta y, cuando menos se piensa, aparecen los cantadores o
se cuela en la casa el pianista ambulante con su campanillesco aparato de
manubrio, con resolución de pasar una mala noche, a costa, naturalmente, del
padrino.
Comienza entonces la jarana del
bautizo, que está lejos de ser un festejo
trivial. Tiene toda la importancia solemne del hecho que se celebra. Las
guitarras, el pianito ambulante, la chicha, el pisco, las criollas viandas,
todo es de los mejor que se puede conseguir en el barrio. Si acaso se han quedado en la casa, y
baile, con algunas de esas mazurcas, hoy olvidadas, de punta y talón, que
necesita todo el garbo criollo para que resulten bien.
Los vasos de salud y pesetas
circulan con profusión y las frases con Ud. Mi amor se va y allá voy que para
eso ando hacen el gasto. Cuando llega la medianoche hay un bullicio
ensordecedor, en que el tintineo del pianito por un lado, la voz de los
cantadores por otro, el repiqueteo de los sabios cajeadores en las cajas de madera y el chischás de los
bailarines, guapeados por los espectadores, forman el más completo cuadro
criollo que pueda imaginarse.
Cuando llega el alba después de
tomar un caldo restaurador, se despiden medio dormidos y cansados los contertulios,
mientras el chiquillo inconsciente ante
la extraña vida que en su torno bulle, desvelado y adolorido llora.
Novios de aquella época.
Novios de aquella época.
EL CALDO
En la jarana del bautizo hay una
particularidad. El caldo que se invita se pone a hervir desde muy temprano en
una gran olla de barro, en la que echan huesos, con bastante tuétano, como
ordenan los cánones culinarios, un pollito tierno, integro, con tripas y todo,
perejil, yerbabuena y la empeya del carnero para entutanar, como dicen los
entendidos en el arte de nuestra cocina popular, palabrita que viene a
significar algo así como robustecer o tonificar.
La palabra decadencia, siempre
que de estos cuadritos limeños se trata, se nos viene a la pluma con reveladora
fijeza y es que, aparte ventajas indiscutibles del progreso, hay decadencia en
cuanto al color peculiar que antaño diera a Lima fisonomía propia,
inconfundible.
Ya el bautizo de casa grande no
es sino una ceremonia que se realiza por necesidad en la intima familiaridad
del hogar. Con indudable y discreto buen gusto, se escogen como padrinos a los
deudos cercanos o a los mejores y más queridos amigos.
Proscrito el uso de los capillos, madrina, padrino y
ama vánse a la parroquia, presencian la
sacramental ceremonia, hacen sentar la partida, y sin ruido procurando que
nadie se entere, vuelven al hogar, como si nada especial hubiera acaecido.
COMPADRAZGO
Sólo entre la gente de mediana
condición el bautizo conserva importancia y el compadrazgo es una institución
típica de parentescos que se mira con singular respeto, Compadreros por
naturaleza, sobre todo nuestros negros y
mulatos, gustan de estas ceremonias y cuando no tienen hijos, esperan el famoso
jueves llamado de comadres y sacan de comadre con una décima, un platito de
mixtura y una manta o una tira bordada, a cualquier mulatita mandunguera del
barrio la cual el jueves inmediato retorna al compadrazgo por otra décima, la
consabida mixtura y un ´pañuelo de seda u otro obsequio.
Esta misma costumbre de los compadrazgos artificiales
va disminuyendo bastante y ya no se frecuenta, como ocurrí hace cincuenta años,
el hábito que no desdeñaron encumbrados personajes.
Los matrimonios, como los bautizos,
continúan siendo acontecimientos de gran importancia en los hogares, pero su
fisonomía ha cambiado totalmente tanto en las altas capas sociales como entre
los elementos de la clase media y el pueblo.
Antes, los matrimonios fueron ceremonias realmente
suntuosas, que contaban para su esplendor con la noche propicia a la
brillantez, al juego de las luces artificiales sobre las joyas, al baile, al
espectáculo decorativo y pomposo en una palabra.
Iglesia, religiosidad y bautizos.
Iglesia, religiosidad y bautizos.
IMPECABLE
Las pecheras albas, los fraques impecables los
lucientes trajes de sarao de las damas, las enjoyadas gargantas, la iluminación
artística de los salones, daban al matrimonio un aspecto grandioso, que ha
perdido en gran parte con la costumbre de celebrarse al mediodía, en que,
aunque parezca paradójico, el sol le ha robado su más vivo colorido.
En un matrimonio rico, antaño (y
al decir antaño nos referimos aquí a épocas relativamente cercanas que
retuvieron mucho del rancio colorido español en las ceremonias sociales), en un
matrimonio rico, antaño, decimos, todas las invitadas iban de mantilla a la
iglesia, que resplandecía de luces.
Los novios y sus padrinos
llegaban en suntuosos carruajes y se agolpaba a las puertas de la iglesia una
multitud de curiosos y curiosas tapadas que atistaban a la pareja y a los
invitados. La ceremonia era larga, porque el prelado acostumbraba siempre
dirigir a los novios una alocución en veces no muy sobria ni discreta, y
concluido el acto religioso, pasaban todos a la casa, para la cena y el baile
que eran entonces de rigor.
CURIOSOS
En tiempos ya muy remotos, acostúmbrose
por la gente linajuda hacer preceder algunos
días la ceremonia religiosa con la fiesta de los dichos o capitulaciones
matrimoniales y celebrar luego el matrimonio; igualmente en el propio hogar,
donde nunca faltó el pequeño y tallado oratorio, en el que alguno obispo o
canónigo amigo imponía el sagrado vínculo a los desposados. También hubo lo que
se llamaba “el cambio de aros”.
Entre los curiosos que iban a ver
un matrimonio, había no sólo gente de medio pelo. Muchas damas que no podían
asistir por estar de duelo, o de pleito con la familia de los novios, o por
cualquier otra razón, lo más limeña posible, se cubrían con una mantita y no
tenían reparo en confundirse con la masa anónima, para, aprovechando de la
sombras nocturnas, verlo todo y tener luego material de crítica y chisme.
El elemento popular miraba como
abobado el desfile de las parejas enjoyadas, el coro de las viejas cuchicheaba
maldiciente y la chiquillería palmoteaba. Arremolínanse todos cuando aparecía,
como una mágica aparición, toda vestida de blanco, pálida y cubierta de
albísimos azahares, la novia.
Se hubiera reputado incorrectísimo que el
novio vistiera como hoy chaqué y era para la ritualidad inviolable el frac, tal
como lo conservan aún ciertas clases sociales de Europa. En esta solemnidad,
los mataperros no perdían ocasión de hacer algunas de las suyas, y cuando había
alumbrado por gas, ocurrió con frecuencia que a la mitad del festejo, algún
malcriado malévolo, cerrara la llave del medidor de la luz, dejando a oscuras y
en cómica confusión a los asistentes.
La Lima que se fue.
La Lima que se fue.
DE NEGRO
El matrimonio popular reviste hasta
el día interesantes aspectos. La novia se arreglaba antaño casi siempre con un
vestido de raso negro adornado con azahares. No era frecuente entre la gente
del pueblo el vestido blanco. Los
padrinos se encargaban de los gastos. El novio, generalmente, vestía de negro y
llevaba también sin apreciar la ironía del símbolo, una ramita de azahar en el
ojal de la americana.
En el hogar de la contrayente se
preparaba una gran cena criolla y se afirmaba siempre una resonante jarana. Los
padrinos eran por lo común los amos o patrones de los contrayentes y a menudo
sabían portarse con rumbo o en los obsequios que hacían a la pareja.
En algunas ocasiones realizáronse
en Lima sonados matrimonios de zambitas engreídas de casas grandes que llevaron
al matrimonio alhajas y ricos vestidos que asombraban a todo el barrio y
despertaban el coro siempre alerta de la envidia, cuando aparecía la oscura
novia dando el brazo enguantado hasta el codo a algún caballerote encumbrado,
mientras el novio llevaba a su brazo a alguna señora de aquellas antiguas de cascabeles
y campanillas.
PREJUICIOS
La ceremonia de los matrimonios
populares estaba adornada por innumerables abusiones, Se estudiaba
cuidadosamente la manera de salir y la manera de entrar a la iglesia y en la
casa. Tenía mucha importancia si era el pie izquierdo o el derecho el primero
que se asentaba en el atrito del templo. La gente del pueblo tenía y tiene
hasta hoy una serie de prejuicios originales en esto actos simbólicos,
envueltos en misterioso prestigio.
A la sencilla credulidad aparecen
las particularidades de ellos henchidos de toda especie de esotéricas
interpretaciones en que se cifran secretos del porvenir. Siempre tales
acontecimientos revelan, a quien consiente en mirarlos un poco desde lo alto,
la angustia poética y humanísima que va invívita en lo que es incierto y
anhelante.
A pesar del progreso social y
quizás por lo mismo, aquellas ceremonias representativas del bautizo y del
matrimonio, ya no la rodeamos con la solemne y rutilante aureola que antes se
ponía en ellas como un augurio, como un deseo ante la vida frágil que va a
signarse con un nombre distintivo, o ante la pareja venturosa e ilusionada, que
va a crear sobre el amor o sobre el interés en una suprema palpitación vital,
nuevos eslabones de la especie humana. Y juzgando con el criterio del colorido
artístico (aunque para quien se casa la fórmula parece lo de menos), estamos,
como la vieja del cuento, por el sistema antiguo. (Páginas seleccionadas del libro “Una Lima que se Va”, cuyo
autor es el consagrado escritor y político José Gálvez Barrenechea).
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