Lima ha sido una ciudad de
mataperros. Pero el mataperros antiguo tuvo diversa significación del actual,
del palomilloso de baja estofa, ruin generalmente, triste y abandonado
desperdicio del arroyo, que nada en turbias aguas como un guiñapo, sin fe, sin
ley, destinado quizá al presidio, probable carne de calabozo o de hospital,
mientras no haya verdadera justicia social que lo redima.
El mataperros de Lima era el niño
engreído, contestador y pendenciero, capaz de grandes acciones, que tenía satisfechos
sus gustos y caprichos, pero que retozaba y abusaba de su vida y de su fuerza con insolente desenfado, gastando el
ingenio y los músculos en juegos, picardihuelas y batallas campales de barrio a
barrio o de colegio a colegio.
El mataperros de antaño era,
antes que otra cosa, mocito decente. El hijo del pueblo no se permitía por
aquel entonces, alborotar el cotarro. Pegados a las casas de sus patronas, los
mulatillos y mestizos eran como ayudantes de campo en las mataperradas de los
niños. Vivos y graciosos prestaban el contingente de su zandunga y de su
ingeniosidad para idear las diabluras más espantosas.
Pero el verdadero pie de Judas,
tormento de padres y de abuelos, era el hijo de su casa, ricachón y
dicharachero que, acostumbrado a hacer lo que le venía en gana, se tornó
altanero y atrevido. Su principal cualidad consistió en la altivez que supo
guardar y en la tendencia gloriosa que conservó luego desde la guerra de la
Independencia.
Lima antigua cuando los mataperros eran una realidad histórica.
Lima antigua cuando los mataperros eran una realidad histórica.
HAZAÑAS
Dispuesto a temerarias
travesuras, también lo estaba a verdaderas hazañas, y no fueron otra cosa que
mataperros, los primeros imberbes que se alistaron en las filas de los
patriotas.En la descarada insolencia de aquellos chiquillos precoces, se
escondía muchas veces el instinto dominante de un destino superior y muchos
generales fueron, en la turbulenta adolescencia, el terror y el tormento del
barbero del barrio, del cura y sobre todo, del sacristán.
La vida de Lima antaño, se
prestaba a que desarrollara en toda su fuerza y su ingenio el verdadero mataperros
que ya tenía nociones de estrategia y que, amante de la libertad, realizó la
primera proeza el día en que, heroicamente, con toda la fuerza real de este
adverbio, se escapó de la casa paterna y fue a alistarse, soldado voluntario,
bajo las banderas de San Martín.
Tal fue, poco más o menos, el
antiguo mataperros. Un vigor en marcha, una viveza desbordada e ingeniosa, un
desmedido afán de movimiento y de libertad y tales cualidades se reclutaban en
la llamada gente decente, ya que todavía había esclavos y el indio siempre fue
sumiso y de escasa iniciativa para las diabluras.
ACCIONES
El mataperro comenzaba a
incubarse en el propio hogar. Aburría a
las amas, hacia rabiar a los padres, les daba duro a los chiquillos, imitaba a
los pregoneros, tiraba piedras a los gallinazos, organizaba feroces y
emocionantes luchas de arañas, en la
calle trompeaba a cualquiera, en la escuela desesperaba a la maestrita y, más
crecido, fugaba de casa, repitiendo la eterna parábola del hijo pródigo.
El mataperros limeño pasó por
variadísimas vicisitudes. Ya hacía una travesura en el barrio, como defendía a
un chiquillo, como sublevaba un colegio. Muchas de las revoluciones que ha
habido en el Perú, tuvieron una proporción enorme de muchachos decentes que se
escapaban de los hogares y se alistaban en las filas reformadoras.
Vivanco y Castilla tuvieron el
don especialísimo de atraer a la
juventud, y en la revolución de 1854 como en la del 65 y del 95, fueron sobre
todo muchísimos los mocitos de Lima, algunos de los cuales no contaban aún 14
años que se presentaron con masculino empaque en los campamentos
revolucionarios, dando pruebas de animosidad y de valor incomparables.
Era el recio atavismo de las
épocas de la Independencia que daba a lo muchachos de entonces el empuje y la
alegría en las escaramuzas y combates; tomaban la lucha como un deporte, iban a
la revolución con ejemplar serenidad, sintiendo, más que razonando, la
conveniencia del levantamiento. Daban curso así, muchas veces, a una vocación
dormida, que luego les llevaba a las más altas situaciones militares.
FINES
Si se recorre la biografía de
nuestros grandes mariscales y generales se verá que casi siempre sentaron plaza
de soldados en su adolescencia. Casi todos fueron insignes mataperros. Pero las
mataperradas de aquel tiempo eran diversas, con frecuencia tenían alto fines
por realizar. Quizás entonces no existía el tipo de mataperros puro, con una
cuadrilla organizada, sus planes, preocupaciones, especialidades en el género. Esta clase de mataperros vino después.
La Escuela Militar y Naval que
estuvo, hace muchos años, en la calle del Espíritu Santo, en el local que sirve
hoy a la Escuela de Ingenieros, fue un establecimiento educativo en el que,
como en casi todos los institutos de la época, hubo una tendencia de evidente
utilidad.
El propósito de todos, maestros y
discípulos, era formar hombres, en el sentido del valor personal. De allí que
esa famosísima Escuela Naval, de la que salieron verdadero héroes, fuera una
guarida de mataperros.
Cuando la revolución contra Pezet
en el año 1865, la Escuela Naval hervía de entusiasmo por la guerra con España.
Había un rumor de protestas pro los actos del Gobierno y fomentaba la tendencia
revolucionaria por ingénito impulso que da la edad, la pujanza primaveral.
Costumbres y vestimentas de una capital que se fue.
Costumbres y vestimentas de una capital que se fue.
VALOR
Los alumnos encabezados por aquel Gálvez, que
figuró después en la guerra del 79, y que apenas tendría entonces quince años,
como casi todos sus compañeros, se sublevaron contra el Gobierno, alarmaron la
población y obligaron a las autoridades a clausurar el instituto (Hubo otro
conato semejante o tal vez se trate del mismo en 1867 en el que intervinieron
aquel Gálvez y Leoncio Prado). Rasgo gravísimo de indisciplina pero también
rasgo bellísimo de valor, de audacia, de espíritu patriótico.
Al cabo de pocos días, casi todos
los que tomaron parte en esta sublevación de unas cuantas horas, se escapaban
de sus hogares, burlaban la vigilancia
de las avanzadas gobiernistas, se presentaban al cuartel general de los
rebeldes, entraban triunfantes a Lima y combatían gloriosamente en el combate
de 2 de Mayo. Grandes mataperros fueron los Palacios, los Cansecos, los Mariáteguis,
los Arróspides, los Heros y los Raygadas.
En San Carlos donde se educaron, casi sin
excepción, los más notables peruanos de cierta época y por cuyas aulas pasó
parte de la generación que sin duda valió más en los primeros años de la
República, vivía también el espíritu revoltoso, inquieto y atrevido de la
juventud.
Allá por el año cuarentitantos,
hubo grandes movimientos encabezados por algunos que no temieron desafiar las
iras del poder cuando era Ministro el doctor Gómez Sánchez. Allí se formaron
talentos verdaderos, tipos viriles y audaces que supieron aventurar y luego en
la vida convirtieron las mataperradas en abnegación y heroísmo.
TRADICION
La genuina tradición guadalupana es más reciente y en un discurso que pronuncié
en ese colegio el año 1914, está casi la historia. Instituto fundado por
iniciativa particular de los Elías y los Rodrigos, hacia los años del
cuarentitantos, solo se convirtió en colegio nacional después de 1855, cuando
triunfante la revolución liberal, los esfuerzos de sus maestros, especialmente
de don José Gálvez, lograron que el Gobierno de Castilla oficializase el
plantel, que con el tiempo iba a reemplazar al Convictorio de San Carlos.
Guadalupe, que ha ido, ante todo,
un fresco manantial de patriotismo, ha creado a los más ilustres mataperros de
Lima. La leyenda del Colegio es en este punto admirable. Hubo en su derredor
tal ambiente hombría y de audacia que ser guadalupanos constituía la más alta
honra para un adolescente y una especie de calificación de virilidad
Desaparecido el Convictorio, quedó
el colegio de Guadalupe como el único plantel de verdadera importancia en la
República y siempre tuvo (hasta que vinieron las dos peregrinas ocurrencias de
los directores extranjeros y la reducción del tiempo en la enseñanza secundaria)
el mérito de ser eminentemente nacionalista.
VIRTUDES
El espíritu colectivo de la numerosa juventud
que allí se educaba pudo ser indisciplinado y levantisco, pero fue siempre, en
todos los momentos, de varonil peruanismo. Las tradiciones patrióticas, los
recuerdos de gloria, todo el acervo que forma el alma nacional, adquirieron
aliento en ese colegio, que si generó muchísimos defecto, tuvo en cambio
virtudes supremas, insustituibles cualidades esenciales.
En Guadalupe había que ser altivo
y mataperros, porque se corría el riesgo al no ser así de cobrar fama de
afeminado y de marica. El guadalupano era trompeador y pleitista, pero jamás
delataba ni vendía al compañero. En otros colegios, con un cerrado concepto de
la disciplina, se creaba en el espíritu del alumno una tímida predisposición a
las adulaciones y al menudo servicio de las pesquisas.
En el Colegio de Guadalupe, el
mataperros era con fiera rebeldía enemigo natural del Director, del Regente y
de todo el cuerpo disciplinario. No transigía cuando se le exigía delatase a un
compañero y esto le dio cierta bizarra
independencia, que con el correr del tiempo le servía, ya que el tiempo
también, por obra propia, pulía las asperezas entre profesor y antiguo
discípulo, quien reconocía en su intimidad sus pasados errores y recordaba con
cariñosa veneración al maestro, aunque hubiese sido pésimo pedagogo.
Tres mataperros del ayer
Tres mataperros del ayer
BENEFICIOS
Fue el Colegio de Guadalupe gran incubador de mataperros y esta misión al margen de reglamentos y programas, la cumplió a conciencia, realizando beneficios indudables, que teme mucho el cronista se están perdiendo en estos días paradójicos de raspadilla, brebajes exquisitos y vicios orientales.
Fue el Colegio de Guadalupe gran incubador de mataperros y esta misión al margen de reglamentos y programas, la cumplió a conciencia, realizando beneficios indudables, que teme mucho el cronista se están perdiendo en estos días paradójicos de raspadilla, brebajes exquisitos y vicios orientales.
Justo es dejar aquí un recuerdo al animoso grupo de muchachos
mataperros que fueron a la guerra del 79 y murieron en ella por la patria.
Muchos Gayroches hubo en aquellas rudas campañas y más de un niño que aún
jugaba al bolero, sintió el dolor sublime que le partiera el corazón una bala
enemiga.
El mataperros de aquella época triste, fue
soldado distinguido, batalló en el Sur, cayó herido en los campos de
Miraflores, reapareció esperanzado en
la Breña, hizo la revolución
contra Iglesias y pasó su adolescencia y su juventud entre las balas, con la
misma sonriente frescura que hubiera
podido revelar en un tiroteo de bolitas de migajón.
Tal vez si no hubiera habido
mataperros, muchos no hubieran abandonado sus hogares en tan tierna edad, para
hundirse en el azar tempestuoso de la guerra. La mataperrada al hacerlos ir más
del deber y adelantarles la hora tremenda del sacrificio, los consagró como héroes.
CIMARRONES
Hasta el año 1895 duró la vieja costumbre
de los mataperros cimarrones, que llenos de entusiasmo, escapaban a los
campamentos revolucionarios. Aquel año 1985, como lo digo en el artículo que
publicó “Mercurio Peruano”, fija una era originalísima en nuestra vida. La
Guerra con Chile pareció haber detenido nuestra evolución
El año 1895 reivindica nuestros
derechos al progreso. Cambiamos en todo, pero más especialmente en las costumbres
y en los usos. Todo, hasta el hogar, toma otra fisonomía. Pero volvamos a
nuestros mataperros.
Tal vez ellos decidían el éxito
en las campañas revolucionarias. La victoria parecía atraída por sus miradas
ávidas. Los mataperros ungían las causas de la rebeldía en tan noble
entusiasmo, tan caballeresco desinterés, tan sonriente valor, que su sola presencia
era, donde quiera, augurio de laureles.
Pero después del año 1895 murió
aquel hábito. Por Cocharcas entraron los
últimos revolucionarios mataperros y muchos-¡oh cosa típica!- volvieron después
de haberse familiarizado con la pólvora y de haber conquistado galones, a los
colegios de instrucción media. Fuerza es confesar que tuvieron un resonante
prestigio y que retornaron tan mataperros como antes.
El mataperros de barrio era la
prolongación del mataperros de colegio. Necesita el concurso de sus vecinos. Y
procuraba superarse a sí mismo tanto en las creaciones ideales de la mataperrada, cuanto en el hecho
práctico de su ejecución.
PANDILLA
El mataperros de barrio carecía
de piadosas consideraciones. Igualmente burlaba a un viejo y a un muchacho y
con el mismo desentono con que asustaba a un chino, amedrentaba a una anciana.
Por ello alguna vez dije: “Y una pena muy honda, muy amarga sentimos al ver el
encorvado viejo de quien reímos”.
El mataperros de barrio gozaba
caminando en pandilla, tenía señas características para llamar a los
compañeros, en la desesperación del pulpero, al que engañaba continuamente,
inquietaba a las madres de familia con el típico silbido que anunciaba la
escapada del hijo preferido, compañero de aventuras del truhancillo y era siempre tan mimado que se
creía que nunca perdía a otro, sino que a él lo perdían los amigos.
Sus goces más picantes eran: amarrar a la cola
de un perro una sarta de cohetecillos y soltarlos, así crepitante y aterrado en
alguna casa de vecindad, tirar piedras a los chinos, poner a determinada altura
y en la noche, hilos resistentes e invisibles para arrebatar los sombreros a
los transeúntes, andar a caza de medidores de gas para dejar a oscuras los
hogares en la hora de la comida y organizar cuadrillas que desesperaban al barrio entero, hasta poner en movimiento a
la policía que padecía indeciblemente con tales niños, a la verdad
intolerables.
No podia faltar el burro como carga de transporte y de agua.
No podia faltar el burro como carga de transporte y de agua.
SILBATO
Había en el silbato en todas
maneras y en todos los tonos, desde el sencillo que está al alcance de las
niñas, hasta el más complicado metiéndose dos dedos en la boca para aflautar
los sones. Genial en liar un cigarrillo con una sola mano, en la clásica forma
del cartucho.
Soberano en arrojar una trampa a
la cometa, señora del espacio, o en cortarla con la suya. Agilísimo para trepar
un tejado, para saltar una acequia, para disparar la piedra de una honda. Sabía de la davídica apostura y, malicioso y
sarcástico para poner un mote, sentía la poesía melancólica de la canción
popular que su silbido alargaba y decoraba con arabescos agudos cuando en el
reposo bien ganado de la travesura,
metía las manos en los bolsillos y echaba al viento la tonadita ingenua
en que se escapaba algo del azul de su alma.
Una de las grandes mataperradas
era hacerse la vaca-novillos dicen en
España- es decir, darse por sí mismo asueto. La vaca era una mataperrada
casi siempre colectiva. El vaquero seguido por varios de sus amigos se marchaba
al campo. Allá toreaban becerretes, malograban sembríos, robaban fresas,
recibían de cuando en cuando un zurrazo de algún italiano de malas pulgas, que
no tenía reparo en quemar los fundillos al primero que le ponía a tiro de su
escopeta.
Pero el problema serio después
era conseguir excusa de la falta ante el Colegio. Y entonces ocurrían dos
hechos lamentables: o la continuación indefinida de la vaca, o la falsificación
de la cartilla disculpadora. Gravísimos aspectos de una mala forma de travesura. Los lugares preferidos
eran las polvorosas, antiguas alamedas, el viejo camino a la Magdalena, con su
sombría leyenda de bandoleros.
INSCRIPCIONES
Quien quiera divertirse puede en
la antigua estación del pueblito de Magdalena Vieja, lugar hoy tan quieto y
muerto, leer inscripciones graciosísimas, groseras algunas, reveladoras de la
bulliciosa vida antañona, hechas pacientemente por algún vaquero con su
cortaplumas, arma y estilo que faltó al mataperros de buena cepa. Vaca era, tal
vez, apócope de vacación.
El mataperros era por naturaleza
pendenciero. En eso imitaba al faite y mataperros hubo que tuvieron excelsa
fama de trompeadores. Pero lo sabroso era el desafío de colegio a colegio o de
barrio a barrio, en que se escogían cuidadosamente para la pelea los mejores
gallos. Había muchachos capaces de pelear, dando una mano sin patadas, mocitos
de bandera que llevaban el nombre de un colegio o de un barrio.
Las trompeaduras colectivas se
hacían ordenadamente. Una gran cantidad de muchachos iba por una vereda de la
calle y la enemiga muchedumbre por la opuesta. Todos caminaban cuadras y más cuadras, como en
decorativa procesión hasta llegar a un despoblado: la Alameda, la Avenida
Alfonso Ugarte por el lado de la fábrica de gas, el camal , la pampita de medio
mundo, la piedra liza.
El famoso Colegio de Guadalupe.
El famoso Colegio de Guadalupe.
GRITERIA
Allí los gallos se despojaban de
sus americanas, se decían bastantes lisuras y se agarraban. Era el gran
momento. El coro, como en la tragedia griega, tenía un papel decisivo. Y la
gritería levantaba los ánimos: “Dale cabecéalo, recógelo, quiébralo, mátalo,
apánalo, hasta el cargamontón final en que ambos grupos se daban fuerte, sin
que en realidad se supiese cual bando resultaba triunfador.
Sin embargo, el Colegio de Guadalupe mantuvo
siempre el cetro y le seguía en prestigios varoniles el de Labarthe. Los de los
Jesuitas, el Colegio francés posteriormente de la Recoleta, eran considerados
como de muchachos modistos y afeminados, aunque muchas veces tuvieron también
sus buenos gallos.
Pero lo que parece mentira por lo
brutal, y lo negaríamos sino lo hubiéramos visto con nuestros propios ojos y más de una vez no
lo hubiéramos sentido en forma contundente, es que hubo mataperros que
acostumbraban desafiarse a pedrada limpia y con honda.
Andan por ahí más de un grave
abogado, un hábil ingeniero y un talentoso médico, a quienes pudo verse en sus
días de travesuras llevando la honda
peruana, con la que, según el clásico mandato se sujetaban los calzones los
muchachos de pelo en pecho.
CARACTEISTICAS
El mataperros para ser legítimo
necesitaba ante todo ser trompeadorazo, saber dar seguidillas rápidas de golpe,
chopazos a la chalaca, combos a la limeña, tocar la cara con el pie a más alto,
poder ofrecer una sola mano y además ser agilísimo jugador de saltos y de barra,
volador y cortador de cometas, jugar bolero a la contra, romper trompos de
naranjo de un solo quiñazo, tener buena pata, ser maestro en quites a los
cachacos, hablar al revés de corrido,
tirar una muestra en la barra, abrirse en quinta, aunque fuese con maña, en las
argollas, subir y bajar de los tranvías, a la contra también saber acomodarse
en la trasera de un coche y poder descubrir a un chino en Nochebuena, para
hacerle blanco infinito de cañazos. Ser, en suma una mezcla originalísima de
ingenuidad y de malicia, de hidalguía y crueldad.
El mataperros como el bíblico árbol,
tenía en si el bien y el mal, se entretenía con igual entusiasmo en saltar a un
compañero desde el octavo paso con plomo, patada y palmada, como en desesperar
a un repartidor de pan. Malévolo y generoso a la vez, como un gran señor
antiguo, era tal vez más puro y sencillo que el adolescente de hoy. Jugar al mundo, demonio y carne, a los ñocos, era para él un encanto tan fuerte como
arrimarle una pateadura al primero que se atrevía meterle codo
o a quitarle la vereda o acera como se suele decir en Lima.
Hubo muchachos en Lima que a las
diez de la noche, en aquellos días en que cerraban las pulperías dejando abierta sólo la típica
ventanilla, llamó al bachiche, quien al asomar el rostro, recibió la más
formidable sacudida en ambas orejas, sin poder defenderse.
BATALLONES
Epoca también hubo que no se
podía pasar por una plazuela sino a riesgo de ganarse el pacífico transeúnte un
golpe, un letrero que decía “se alquila” o “soy una bestia”, o que apareciera
ante sus ojos indignados, un muchachito ágil y travieso, cerrándole el paso, americana
en mano. Si el paseante era de malas pulgas la mataperrada estaba hecha:
mientras arremetía contra el muchacho, que sabiamente le hacía un quite de
muleta y si no concluía pidiendo socorro por el desborde taurómaco, seguramente
sufría el arrastre.
Otro encanto de los muchachos mataperros
era seguir los batallones. Al pie de las bandas militares, en actitud bizarra,
marciales y fieros, sentían latir en el corazón un ansia viril. Marcaban el
paso a grandes zancadas, como en una gran parada, y seguían a los soldados,
hasta los cuarteles, silbando las marchas guerreras y acordando sus espíritus a
un ritmo bélico.
¡Oh dulce añoranza de las
plazoletas sombrosas en las noches lunares que asoman a mi memoria plenas de
blancor romántico, de rumor y de aroma, de canción y de libérrimo juego! ¡Oh
evocación de las retretas de antaño, en que se esperaba la hora del desfile
marcial para ir a la vera de las tropas, hasta los cuarteles distantes!
El poeta José Galvez, autor de esta nota.
El poeta José Galvez, autor de esta nota.
SEMANA SANTA
El mataperros deliraba por las procesiones,
campos de acción abiertos al ingenio y al empuje de la adolescencia. En
aquellas largas, ondulantes y coloreadas procesiones, se podía pellizcar a las
muchachas, apagar los cirios, burlarse de las viejas, aburrir a los beatones, dar
a los calvos con el famoso pan de boda, terrible juguete que consistía en una
bola de cera endurecida sujeta por un cordel y que al caer sobre cualquier
inadvertida humanidad, resultaba más dolorosa que una pedrada. El mataperros soltaba
en medio de la más augusta de las procesiones-un gato con varias latas vacías a
la cola, le metía cabe a las beatas y desordenaba el más piadoso desfile.
En los días de Semana Santa, el
mataperros estaba en grandes. Cosía las mantas de una fila de beatitas, echaba
en los templos polvos para hacer estornudar, gritaba “temblor”, estupidez
inexplicable pero que no era rara, y casi llegó a burlarse de todo con
irrespetuosidad sin igual y extraña porque la mayor parte de las veces era
creyente sincero.
Por eso ya sabía que las iglesias
en Semana Santa era un semillero de diablillos insoportables, capaces de amarrar
las trenzas de dos muchachas, de poner alfileres (los celebres torpedos) en los
asientos de los caballeros. Otro tanto hacían en los matrimonios y llegaba su
insolencia a extremos tales que las autoridades eclesiásticos pensaron en tomar
serias medidas.
DIABLURAS
El mataperros de balnearios, en
aquellos tiempos del tren de cinco y cuarto y del tren de seis y veinte, tenía
dos campos de acción: uno era el mismo convoy que lo conducía al balneario y en
el que hacía toda clase de diabluras, desde arrojar frijoles con maligno y
certero vigor al tren que esperaba al cruce de Miraflores, con la intención de
mortificar al que asomara por las ventanillas, hasta arrojar flechas preparadas
con papel y saliva al pasajero que ingenuamente se quedaba dormido.
Ya en el campo, el mataperros
caminaba sin etiquetas ni elegancias, tiraba zapatazos y hacia camarones en el
agua. Cuando nadaba bien se lanzaba a hacer el recorrido de Barranco a
Chorrillos.
Y en su afán de travesura,
repartía cabe como cancha en las retretas, se guindaba desde el romántico
Puente de los Suspiros de Barranco los
faroles de la bajada, agitaba las campanillas de todos los ranchos, apedreaba a
los chinos, toreaba becerros del Camal, asaltaba las huertas, improvisaba
excursiones a San Juan y Villa y en los baños, bulliciosos y alegres, se
entretenían en hacer galletas en las ropas de los bañistas formando con agua y
arena nudos indesatables en las medias, camisetas y calzoncillos ajenos.
Gozaba de la vida al aire y al sol corriendo
las olas, saltando las tapias y organizando carreras en las noches de luna. Vivía,
pleno de la naturaleza, en una sana y libérrima jocundidad primaveral. Nadie se
atreverá a negar que a pesar de todos los defectos, el mataperros es un tipo
sustancialmente simpático. Se puede afirmar que para serlo, en el buen sentido
de la palabra, se necesita ser atrayente.
CUALIDAD
Los mataperros cultivaban una
cualidad esencial en los varones: el valor. Debían ser audaces y además
ingeniosos. Como Cyrano, como –Quevedo, sabían de la ironía y marchaban serenos
al singular combate. Amorosos de la libertad, celosos del prestigio de su
grupo, fueron guapos y sencillos. Sus crueldades y torpezas carecieron de
enrevesadas y subterráneas malicias. Eran claros y simples en el pensar,
sintieron las voluptuosidades casi angelicales del aire, del sol y del abierto
campo.
Los razonamientos con el vicio,
en los genuinos mataperros, fueron poco frecuentes y a veces por entero
desconocidos. Tuvieron intuiciones pasionales, indudablemente patrióticas y
benéficas como la del odio irreductible al elemento asiático, hoy pacífico
señor de nuestras calles, por donde otrora transitó cohibido ante la amenaza
viril y la protesta racial de los mataperros.
Cuando comenzaron a introducirse
los deportes sajones, el mataperros e incorporó ardientemente a la evolución:
formó clubes pintorescos, marchóse a pleno sol a buscar hasta en las más
lejanas pampas terrenos propicios para
jugar fútbol.
Escena típica de la colonia en la capital peruana.
Escena típica de la colonia en la capital peruana.
EL FUTBOL
Y, aún en las noches, muchas
veces, desafiando el peligro amenazador de los perros de las haciendas de los
alrededores, aprovecho lo plenilunios para formar sus reñidísimos partidos. ¡Oh
que admirable era el retorno a la hora de los crepúsculos de los mataperros que
tenían de Santa Beatriz, del nuevo camino de la Magdalena, de la Avenida Alfonso
Ugarte pateando una bola, en medio de jocundas voces y de buenas canciones! En
aquellos campos se hicieron las más grandes camaraderías y se crearon nuevas
reputaciones.
Pero ya este ejemplar de
mataperros ha desaparecido casi por entero, Tanto el mataperros de colegio como
el de barrio han ido extinguiéndose sin bullicio, suavemente, como cumpliendo
una evolución irremediable.
La policía no tiene ya que
preocuparse de que el aspecto de la vida limeña, que era tal vez el que más
trabajo le daba. Por lo menos el mataperros decente del estilo descrito es hoy
avis rarísima. Diversas causas, muchas de ellas ya apuntadas, han producido
esta transformación, benéfica en cierto sentidos, perjudicial en otros.
Ya no se ve en las plazuelas aquellas
pandillas de muchachos insolentes y atrevidos que estaban ideando alguna
diablura. Hoy el niño decente esta poco en el colegio y de muy temprano se
preocupa del traje, del sombrero, de los guantes y del bastoncito. No gusta de
placeres fuertes y varoniles. No se trompea.
CAMBIOS
Los colegios ahora son tranquilos,
casi tristes. En sus interiores parece, por lo general, que no hubiera
muchachos. El novísimo scoutismo les da algún color pero entre nosotros, va
adquiriendo ciertos caracteres bomberiles y decorativos. La disciplina debe haber ganado, no podríamos
afirmarlo, pero más hombrecitos, más sinceramente patriotas, sin cursilerías ni
interesadas conveniencias escenográficas, eran los antiguos mataperros.
Entre los que hoy tienen treinta
o cuarenta años, hay hombres ecuánimes, bondadosos, íntegros, omnipotentes en
sus ramos profesionales, y hasta alocados artistas, que fueron en su
adolescencia mataperros insoportables.
Vivieron su edad, gozaron su
infancia o se marchitaron antes de tiempo, no se dejaron poner cadenas
ficticias, ni se esclavizaron en ridículos formas. Hoy-seamos francos- el
escolar amanece demasiado temprano y, aunque en apariencia es más tranquilo,
tiene inquietudes que desconocieron los escolares de ayer, que irreverentes en
muchos aspectos, fueron incapaces, por ejemplo de codearse en un bebedero con
los hombres maduros o de buscar en la sombra nocturna el vergonzante asilo de burdeles y garitos.
RECUERDOS
La mataperrada limeña ha descendido,
como hemos dicho casi por entero al palomilla, al pobre palomilla, que se hace mataperros,
por obligación dolorosa, por falta de educación, y tal vez como un escalón
disimulado hacia la ratería, y sin embargo, es también tan pintoresco, tan
audaz a su modo, tan lleno de color en sus frases y de vida en sus arranques.
Y aunque la luz eléctrica que se
robó el romanticismo de las noches lunares, la mejor policía, las nuevas
costumbres, los modernos sistemas de instrucción y el profesorado extranjero
nos han propiciado algunas ventajas pedagógicas y culturales, es un hecho que
al arrebatarnos al mataperros, han suprimido un gran factor para el espíritu
nacionalista y han empequeñecido virtudes varoniles, toscas y burdas es cierto,
pero virtudes al fin, que fueron viviente decoro de los mataperros.
El cronista siempre recordara con
melancólica emoción aquellos tiempos maravillosos de sol, de campo, de canción
suelta al viento, de libre ingenio, de altivez y de abnegación por los demás,
de su época de mataperros.
No olvidará tampoco aquellos colegios en que
los alumnos no se dejaban tratar despectivamente, se trompeaban por una
injuria, respondían a una frase descompuesta por musculo orgullo, aunque fuera
al maestro mismo. Se sentían ya hombres con dignidad y en valor y vivían
francos, ágiles, sonrientes, con una limpia alegría que no tienen hoy, de
seguro, muchos de aquellos jovencitos pálidos, que posan decorativamente, desde
los catorce años ya, en las puertas de
los cinemas. (Páginas seleccionadas del libro “Una Lima que
se Va”, cuyo autor es el consagrado escritor y político José Gálvez Barrenechea).
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