Bandido
facineroso
Que robas
por los caminos,
róbame las
arracadas,
no me robes
el cariño…
El cantorcillo lo dice.
La leyenda romántica de los bandoleros fue materia inagotable para los
trovadores populares. En las anónimas canciones que ama el vulgo, hay un dejo
apasionado por los héroes del
enmascarado rostro y del cuchillo al cinto. La fantasía popular se
complace en tejer sus vistosas y coloreadas tramas legendarias en torno a los
bandidos.
En Lima ha habido una larga sucesión de tradiciones y de cuentos sobre los caballeros de terciado poncho,
caballo volador y pistolón certero, que detenían las caravanas de
trajinantes, amagaban en las aldeas y las ciudades y ponían a contribución los
valle fértiles siendo personajes de vida maravillosa toda peligros y audacias.
El bandolero antiguo
fue un desarrapado. Cuentan las crónicas antiguas que en ocasiones se dedicaron
al bandidaje señoritos que gozaban con la agitada existencia aventurera. Se
hicieron jefes de pandillas en los campos, detenían a los caminantes,
incursionaban hasta las ciudades y (lo que hoy nos parecería absurdo) imponían
no sólo cupos sino contribuciones fijas a los hacendados.
Un bandolero en la Lima antigua.
Un bandolero en la Lima antigua.
CARACTERISTICAS
El bandido antiguo gozaba entre nosotros del mismo romántico prestigio que aureoló los
tipos de Luigi Vampa y Roque Guinart. Tenían rasgos caballerescos, su crueldad
se complacía en el sufrimiento de los poderosos, pero respetaban y defendían a
los débiles. Muchos cuentecillos andan dispersos pro ahí, sobre este
bandolerismo pintoresco.
En tiempo de la Colonia
había que caminar armado hasta los dientes por algunos caminos y las familias
cuando iban a sus haciendas de los valles vecinos iban con larga escolta,
llenas de precauciones y temores.
El bandolero antiguo se
hizo digno de la tradición y de la leyenda. Cuenta don Ricardo Palma en una de
sus tradiciones aquella linda historieta de Ruda y de Pulido, que titula
Rudamente, pulidamente, mañosamente y en ella queda probado que hubo en tiempos
del Virreinato forajidos misteriosos que pertenecieron a los bizarros tercios, pero que sin embargo,
hicieron buenos racimos de horca, como dice el tradicionalista, pero quedó en
la sangre de muchos paisanitos nuestros, el amor a la aventura por los
solitarios y polvorientos caminos.
El bandolero de
aquellos tiempos tenía sus guaridas donde vivía y salía de ellas en ls tardes y
en las noches a la espera de caminantes. Rezago éste de la edad oscura, en que
los nobles más encapotados salían a los atajos cercanos a sus castillos y
desvalijaban al prójimo, sosteniendo verdaderos combates y conquistando en ellos muchas veces su poder
y la opulencia de su nobleza salteadora, lo que no obsta para que hoy nos
llenemos de orgullo, si descubrimos que más o menos auténticamente descendemos
de aquellos bandidos de la Edad Media.
CONSIDERACIONES
En Lima se tuvo no sólo
respeto y temor a los bandoleros, sino que muchas veces se les guardaron
extremas consideraciones. La celebridad de algunos llegó hasta bautizar con sus
nombres algunas cuadras, como dicen del famoso Juan Simón, que se perpetuó
signando la central calle que le recuerda. Los ricos hacendados de aquel tiempo
pagaban contribuciones para no ser mortificados en sus viajes, aunque siempre
les fuera peligroso trasponer las portadas de la amurallada ciudad virreinal.
Cuéntese que tan
peliagudo era aventurarse en los caminos, que rara vez, quien salía de la
capital, dejaba de toparse con algún facineroso y su pandilla. Hasta tiempos
que no son remotos era peligroso atreverse por el camino de la Magdalena, por
Guía y hasta por la carretera a Chorrillos. Muchos hemos oído contar aquella
escena en que intervinieron distinguidos personajes, entre los que iba don
Pedro Candamo, tan acaudalado como ahorrativo y económico.
Dice la tradición que
con varios amigos se dirigían en balancín a Chorrillos, cuando por Limatambo
los asaltó una partida de bandoleros bien montados que les pidieron, como era
de uso, la bolsa o la vida. Naturalmente
los viajeros entregaron cuanto tenían, menos el señor Candamo, quien no llevaba
un cuartillo. Concluida la expoliativa operación, se retiraban satisfechos los
ladrones, cuando el único que no había
sido víctima de un despojo, se atrevió a pedirles que proporcionalmente
entregaran a los desvalijados algo siquiera del fruto de la rapiña.
El jefe de la partida sorprendido y queriendo
echarla de generoso, aceptó y entregó magníficamente una onza de oro a cada uno
de los balancín y así fue como el riquísimo banquero, pudo jactarse de la
hazaña, de haberles ganado hasta a los ladrones, y de modo indudable, una reluciente
moneda.
Haciéndose pasar como familia se dirigian a robar...
Haciéndose pasar como familia se dirigian a robar...
SALTEADORES
Cuentan igualmente que
don Simón Díaz de Rávago, distinguido español avecindado en Lima, secretario de
los virreyes Abascal y O’Higgins gozaba de gran respeto entre los bandidos. Un
día de consejo de guerra, que acompañado por uno de sus sobrinos (que fue
probablemente uno de los petrimetres
Moreira o uno de los Puentes y Querejasu, venían a su chacra del
Agustino antes de llegar a la portada se vieron rodeados por una caterva de
salteadores.
El susto aturdió al
sobrino, que, sin aguardar petitorias ni amenazas gritó desaforadamente:
ladrón, señor ladrón, tome usted mi reloj”. Pero habiéndose enterado los
ladrones que el asaltado era el Brigadier Rávago, se apresuraron a devolverle
las prendas robadas, menos el reloj,
porque como explicó el jefe de la partida, le había sido regalado, pues
el niño había dicho, “señor ladrón, señor ladrón, tome Ud. Mi reloj”
En los ya lejanos días
de motines cotidianos, los ladrones se aventuraban a penetrar a la ciudad, cometiendo
fechorías ante el espanto de los pobladores. En cierta ocasión, el negro León
Escobar, bandolero celebérrimo, aprovechó de un motín, se apoderó del Palacio de Gobierno y por algunos instantes
se sentó en el famoso sillón presidencial. Naturalmente al cabo de muy pocas
horas el facineroso fue arrojado de
Palacio. Según creemos fue La Fuente quien lo desalojó del solio. Otros dicen
que fue Bujanda, lugarteniente de Gamarra. Sea
como fuere, la anécdota da idea de lo que eran los bandoleros de Lima y
de su atrevimiento.
LUGARES
Entre los lugares más peligrosos se contaban las portadas de Guía y Maravillas, el camino de San Borja, el de Chorrillos y, sobre todo, la Tablada de Lurín, que hasta ahora poco tuvo fama aterrorizante. Otro camino famoso fue el antiguo que conducía a la Magdalena. En el recuerdo de todos que llegan o pasan de los treinta años vive aquella leyenda de la Magdalena con sus guariques, sus ladrones que detenían el carrito de tránsito, sus mujeres encubridoras, apañadoras como las llamaban. Y notable fue el asalto a un tren nocturno de Chorrillos que en Balconcillo, fue detenido por una partida que desvalijó a los pasajeros, hará poco más o menos treinta años.
Entre los lugares más peligrosos se contaban las portadas de Guía y Maravillas, el camino de San Borja, el de Chorrillos y, sobre todo, la Tablada de Lurín, que hasta ahora poco tuvo fama aterrorizante. Otro camino famoso fue el antiguo que conducía a la Magdalena. En el recuerdo de todos que llegan o pasan de los treinta años vive aquella leyenda de la Magdalena con sus guariques, sus ladrones que detenían el carrito de tránsito, sus mujeres encubridoras, apañadoras como las llamaban. Y notable fue el asalto a un tren nocturno de Chorrillos que en Balconcillo, fue detenido por una partida que desvalijó a los pasajeros, hará poco más o menos treinta años.
Entre los bandidos más
famosos se contaron, además de Ruda y de Pulido, del negro León Escobar y de
Juan Simón, Chacalaza, aquel bandolero condenado a quince años de Penitenciaría
y que para escaparse se rebanó los talones.
Roso Arce que ganó
épocas de gran auge y que tuvo tan terrible fama y muchísimos otros que desmerecían
su celebridad y no se hicieron dignos de igual recuerdo.
Pero contra los siete
vicios hay siempre siete virtudes y no
faltaron en Lima autoridades como aquel
celebrado Intendente Carrión que se hizo famoso por sus batidas a los ladrones
de los caminos. Según contaban las gentes de su tiempo, limpió los valles. Para
él, encontrarse con un tipo sospechoso y deducir de sus averiguaciones que era
bandolero, bastaba para que le encargara que
se recomendase a Dios. Y decían a media voz sus contemporáneos que no
había llegado el bandido en el Credo al Poncio Pilatos, cuando ya le había dado
el pasaporte para la otra vida.
Fueron también famosos
por sus batidas, Suárez y muy posteriormente Muñiz. Tales eran la inquietud y
la alarma que pusieron en la ciudad estos criminales, que la gente vivía en
perfecto sobresaltos, sobre todo en épocas de revuelta, ante la amenaza que
entraran en la ciudad. De allí que se aplaudiera, aunque con cierta hipocresía,
las medidas extremas que muchos dictaron para acabar con el bandolerismo. Sin
embargo, duró mucho tiempo y tuvo cierto prestigio.
El dibujo de un asalto a una residencia de facinerosos armados
El dibujo de un asalto a una residencia de facinerosos armados
MEDIO PELO
A muchas personas de
aquellos días no podía decírsele que los facinerosos era gente de medio pelo. La frecuencia que operaban con máscara estos
caballeritos y según se cuenta hasta en calesa o balancín o muy bien montados
en magníficos potros criollos, influían poderosamente para que se creyese que
no pocos de ellos pertenecían a veces a la clase superior.
Hasta épocas
relativamente cercanas, cuando se realizaba algún asalto sensacional no faltaba
quien sostuviera que los bandidos habían sido gente de buen ver. De buen ver
nada bueno. No hace muchos años los de Magdalena operaban con máscara, pero en
las varias batidas que se dio, pudo descubrirse que seguían tal costumbre por
manía porque temían ser reconocidos ya que muchos vivían en el pueblo,
trabajaban o hacían como que trabajaban
en él y solo salían en las noches a sus
siniestras correrías
Hace 15 años contábase
medio en secreto que naturalmente conocía todo el pueblo, que dos o tres
morenos y hasta una negra muy lista y muy conocida que allí vivían, habían
pertenecido a una de las pandillas de los que detenían el carrito, ponían de
cabeza a los pasajeros, les vaciaban los bolsillos y les arrebataban las
alhajas.
CANCIONES
Las antiguas canciones
populares están llenas de recuerdos de los bandidos de caminos. Para la impresionable
imaginación popular el salteador era una especie de caballero andante deshacedor
de entuertos, vengador de agravios, individuales y sociales, nivelador
justiciero, como el Catalán del Quijote o el Carlos Moor de Schiller. Anda por
ahí una canción famosa, “Luis Pardo fue un bandolero”…
En dicha canción Luis Pardo era un tipo de leyenda a quien los
crímenes que la sociedad cometiera contra él, lo lanzado en aquel peligroso y
lamentable camino. Los alrededores de Lima estaban llenos de Luises Pardos que,
como del tristísimo romance criollo, se dedicaron al vandalaje.
Pueden maliciar los lectores cual sería la
heroica vida de los hacendados y aún de los propios pobladores de la ciudad que
tenían constantemente ante sí l amenaza de estos románticos guapos, de los que
se referían bravuras hidalgas y tremendas crueldades.
La tendencia igualitaria
que siempre ha vivido como dormitando en el alma colectiva en sus amargas horas
de despecho, hacía fuerza para que estos criminales fueran considerados como
vengadores de los pobres, ya que naturalmente robaban y maltrataban a los
ricos.
Pero paralelamente al
bandolero de los caminos, inspirador de
la musa popular, de nombre consagrado en las canciones, en las mozamalas y en
los yaravíes costeños, había otro tipo de facineroso, tan dañino como el
descrito y que era verdaderamente el terror de las mujeres de Lima.
Era el ladrón de casas, el que aparecía
solapadamente por los techos, rompía puertas y ventanas, amarraba con sólidas
ligaduras a los miembros de toda la familia, cortaba los grandes y estampados
baúles de cuero y se llevaba fortunas, porque en aquellos tiempos no se conocía
la institución bancaria y no había sino uno que otro banquero que era capaz
como el famoso Juan de la Coba (que dio nombre a una calle) de desaparecer algún
día, alzando con el santo y la limosna.
Maleantes a caballo
Maleantes a caballo
APROVECHAMIENTOS
El bandido de la ciudad
aprovechaba las grandes extensiones sin urbanizar, la falta de alumbrado y la
ausencia casi absoluta de policía. Procedía con astucia y a veces pro la fuerza
y, como sus congéneres de los
despoblados, era de armas tomar y capaz de estrangular al que chistara.
Una serie de anécdotas
se cuentan de estos bandidos. Entre los robos más celebres se recuerda el que
una partida de enmascarados ejecutó, casi a mediados del siglo XIX en la casa
de los antiguos condes de la Vega del Ren.
Allí se apoderaron de
las mejores y más renombradas alhajas de la antigua Lima. Ahora podían todos
encomendarse a la Virgen del Carmen (que era por extraña anomalía patrona de
los ladrones) porque era seguro que caía en el domicilio una partida de
forajidos que no tenían reparo en apalear o apuñalear al que resistiera el
latrocinio.
Las casas por eso
estaban llenas de cerraduras, barras de hierro y enormes trancas: los ladrones,
conociéndolo así, eran tan audaces que no era extraño que alguno se introdujera
durante la prima noche y permaneciera bajo alguna cama o tras un armario para
luego abrir las puertas y hacer entrar a los compañeros. Por eso sin duda
nuestros abuelos acostumbraron siempre antes de acostarse revisar
minuciosamente todos los rincones de la casa y asegurar bien las cerraduras,
mientras las abuelas como divina precaución, ponían santas imágenes tras los
portones.
FORADOS
Desde aquel entonces
usábanse los forados. Nació así la leyenda del matasiete, que dio nombre a una
calle. Cuentan que los ladrones abrieron en cierta casa un forado y por el fueron
introducidiéndose al interior, mientras un honrado y valiente vecino fue
degollándolos uno a uno, con tan certero arte y tan pasmoso silencio que
pasaron siete bandidos y los siete cayeron bajo su descomunal y bien afilado
cuchillo. Recuerda esto a Alibabá y sus cuarenta compañeros, el sésamo ábrete y
la criada Morgiana.
Entre estas leyendas es
típica la de la vieja que por un espejo descubrió un ladrón bajo su cama y en
vez de amedentrarse comenzó a gritar con aguda y plañidera voz: “Estoy hecha
una piltrafa, piltrafa, piltrafa.
Y en cada repetición de
la palabra subía el tono. Los vecinos creyeron que le daba un ataque, acudieron
prestos, el ladrón imaginó que la vieja había enloquecido dwe improviso y, como
alma que lleva al Diablo, salió a escape.
En otra ocasión, los
ladrones entraron a una casa de la calle Corazón de Jesús, en el momento en que
los dueños y varios invitados jugaban al tresillo y pusieron de cabeza a los
asistentes, robaron todo lo que hallaron a mano, maltrataron a los desvalijados
y tal escándalo hicieron que hubo un cierra puertas general.
Otra leyenda general es
la del fraile ladrón. Vivían en una vieja casona una señora muy rica con su
hijo y con su hija. El hijo salió una noche a incorporarse en uno de los tantos
movimientos revolucionarios que han sacudido al país. Ya entrada la noche pidió
hospitalidad en la casa un fraile, dando como razón que le habían cerrado el
convento. Piadosas y hospitalarias, la
anciana y su hija no tuvieron reparo en acoger al fraile, quien bendijo la
mesa, comió con sobriedad ermitaño y luego se recogió a dormir.
Asalto en la carretera desolada.
Asalto en la carretera desolada.
CULEBRITAS
La niña, nerviosa sin
saber por qué, se levantó de la cama y vio que en la habitación del huésped
había luz. La curiosidad pudo más que la discreción y puso el ojo en la enorme
cerradura, que ya sin el hábito sacerdotal, ordenaba sobre la mesa del cuarto,
con infernal deleite, una serie de herramientas, puñales y pistolas.
La niña, amedrentada, no se atrevió a dar un
grito. Minutos después, el fraile salió. La niña hipnotizada le siguió,
atravesó detrás de él, del patio inmenso y el zaguán, oscuros como bocas de
lobo. El bandido entreabrió el portón y desde allí lanzó agudísimo silbido. Muy
lejano, como un eco, le respondió otro semejante.
La niña sentía que sobre sus carnes acobardadas
corrían culebritas y que le erizaban los vellos de la piel. El hombre no se movió de la puerta. Pero, de
pronto, en un instante de impaciencia salió y dio unos cuantos pasos. Entonces,
con el valor de la desesperación, la pobre niña avanzó, confundiéndose con la espantable
sombra y cerró la puerta del postigo, echando los cerrojos. Cuentan que
amaneció desmayada en el zaguán y que repuesta de la larga enfermedad que
padeció, contó la historia. Los vecinos afirmaban que había estado embrujada.
COMBATE
Hace unos siete
lustros, una noche fue asaltada cierta casa en Lima por un grupo de
enmascarados. La casa era del señor Souza Ferreira y el hecho produjo gran
sensación, porque el dueño tuvo que sostener un verdadero combate con los
asaltantes. Dicen las crónicas de
aquellos días que algunos de los enmascarados fueron personas conocidas. Hasta
ahora viven testigos de aquel escándalo, en que reaparecieron días ya tan
distantes.
También en Chorrillos
fue asaltado el rancho de la familia Palacios allá por el cuarentaitantos del
siglo pasado y hubo algarada y tremolada grandes. Todos estos fueron creando en
Lima una idea singularísima de los
ladrones. Se les temía y se les creía capaces de crueldades y de generosas
actitudes. En todos los hogares, una vez sonadas las once, cuando más tarde se
revisaban las puertas con solicito cuidado. Cada puerta tenía la llave-y que
llave-, picaportes, dos o tres cerrojos, barras de hierro y trancas de todo
tamaño y condición.
Mediada la noche, si se
escuchaban pasos en los techos, se apoderaba de todos el pánico. Las niñas
llamaban quedamente a sus hermanos. Alguna valerosa hacía la graciosa estratagema
de llamar en alta voz a todo el santoral: Juan, Pedro, Miguel, Francisco, etc.,
con la misma ingenuidad con que los
chicos hacen miau, cuando sienten el típico gritito de los ratones. Familia
y servidumbre se levantaban. Los hombres sacaban a relucir los pistolones.
Armados todos buscaban con alarma bajo los techos en los rincones y alacenas,
hasta que el alba disipaba el espanto.
Fueron los tiempos en
que los ladrones acostumbraban a hacer
esta clase de visitas y, sin embargo, en los hogares, una andancia amorosa de
los gatos techeros, bastara para que se repitiera los cuadros fantásticos de
antigua épocas.
Lima de aquella época.
Lima de aquella época.
HISTORIAS
Hubo siempre en Lima la
mala costumbre de hacer la tertulia a
costa del miedo de las mujeres y de los niños. Las amas, especialmente, no
gustaban sino de contar consejas de
aparecidos y terribles historias de
bandoleros en que perecían familias enteras y los recién nacidos eran
estrangulados sin misericordia en sus cunas y los graves jefes de familia amanecían traspasados como con quince
puñaladas en sus lechos.
Tal era la absurda
verosimilitud que para la imaginación infantil tuvieron estos cuentos, que a la
hora de dormir, los niños querían que la madre amorosa, efectivo ángel de la
guarda, les diera la mano, para entrar así, dulce y seguramente, en el
maravilloso reino de los sueños. Y muchos soñaban, sin embargo, con bandidos,
calaveras y escenas terroríficas.
Los verdaderos bandidos
pertenecen a la historia antigua. Hoy apenas quedan rateros, muchas veces
ridículos y hasta afeminados. El bandolero de antaño tuvo colorido y fuerza.
Era audaz y astuto. No rehusaba un combate, robaba en grande, era capaz de
asaltar una casa y de salvar una vida y muchas veces moría, con la cara frente
a la muerte, de un balazo al corazón, convencido de que había cumplido una vida
hermosa y fieramente masculina.
El ladrón degeneró al
ínfimo género de robar gallinas. Apareció entonces la nube de rateros, entre
ellos algunos ingeniosos, como el famoso Encomiendita, pintoresco tipo de la
Lima que se fue. Los grandes ladrones desaparecieron con el aumento de la
policía y el progreso general. La inmigración y el cinema concluyeron por dar
otro aspecto, novísimo en sus elementos y en sus medios, al arte siempre viejo
y siempre nuevo de arrebatar a cada cual lo que es suyo.
El cronista debe a las
leyendas de bandidos muy buenas gimnasias de imaginación y, aunque por ellas
padeció terrores, no puede olvidar que a causa de aquel ingenuo miedo, durmió
muchas veces con la mano entre las manos de su madre. (Páginas seleccionadas del libro “Una Lima que se Va”,
cuyo autor es el consagrado escritor y político José Gálvez Barrenechea).
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