Lima, la ciudad sensual y
religiosa, como la llamara no sé quién ni en que parte, tiene entre sus
costumbres de ritualidad colorinesca, algunas como, el viático y las romerías y
procesiones en que brilla el atuendo de cuadro antiguo de pintor español. La
vieja hoguera castellana, ardorosa y fanática, abrazó al ambiente colonial con
la llama quemante calcinadora, de su ardor religioso, y Lima fue una ciudad
hondamente católica con sus innumerables templos, sus autos de fe, sus
arzobispos, brillantes y poderosos rivales de virreyes y sus largas y suntuosas
procesiones.
Entre las costumbres que hasta
hoy perduran, aunque debilitadas en su colorido, la del viático es tal vez una de las que más carácter y movimiento
conserva. Un gran pintor hubiera hecho seguramente una obra maestra, a
inspirarse en aquella ritualidad sombría que espera aún al artista ignorado,
novelista o pintor, que la fije para siempre, trasladándola al lienzo o al
libro, como una ronda nocturna mezcla de luz y sombra o que la describa como un
rosario de terrores, de místicos calofríos, bajo el fatídico tintinear de la
campanilla, entre el murmullo entrecortado de los fieles y el sollozar
contenido de los deudos.
Ceremonia del viatico en la colonia
Ceremonia del viatico en la colonia
LA PERRICHOLI
El fanático espíritu alcanzó
hasta las pecadoras. Magdalena siempre será un tipo encantador en la
cristiandad y el cielo está lleno de arrepentidos. No queremos ni necesitamos
describir a nuestros lectores a aquella
Perricholi, encanto de la Colonia, menuda flor del jardín limeño, para que un
Virrey del madrigal quisiera un día reproducir el elegante y airoso arte de
Versalles, bajo el encaje de luz y sombra de aquel Palacio, hoy tan descuidado
y entre el rumor cantarino de aquel paseo que es hoy un muladar y una
vergüenza.
Cuentan las crónicas y don
Ricardo Palma lo relata con su donairoso decir, que en cierta ocasión iba en su
rica calesa la Perricholi, cuando se encontró con el Párroco que llevaba el
Santísimo a un moribundo.
Movida a piedad y emocionada ante el contraste
de su vida pecadora y suntuosa con el aspecto del humilde cortejo, en que
pobremente, sobre las desiguales piedras, iba el representante del Señor,
llevando la consagrada forma, sintió que algo tierno, recóndito y bueno ascendía
como una blanca nube de bondad y de pureza en su alma y bajó avergonzada y
compungida de su riquísima calesa, la ofreció al sacerdote y con religiosa
unción, formó a pie parte del dolorido cortejo.
La calesa se conservó en la Parroquia de San
Lázaro muchos años y en el recuerdo de las viejas del barrio quedó estereotipada
la visión elegante de aquella Dama bella y majestuosa que había obsequiado a Nuestro
Amo su carroza.
La Perricholi.
La Perricholi.
LO CLASICO
El viático clásico es aquel en
que en todo el cortejo marchaba a pie, devoto y cabizbajo por las calles. Bajo
el palio, recamado de oro, el cura lleva unciosamente el copón, un monaguillo
por delante anuncia al vecindario, con el repique de una campanilla el paso del
Santísimo; cuatro feligreses sostienen el palio y tras el párroco, como un
extraño rosario, se desenvuelve la lenta procesión en que las velas tienden al
viento las llamas temblorosas como un símbolo de acabamiento y de fervor. De
cuando en cuando, alguna de la cofradía entona un cántico religioso que los
demás corean y de intervalo en intervalo, resuena, murmurador y sordo, el Ave
María.
Desde el minuto antes se llama a
la vecindad; un muchacho, inconsciente
de la significación dolorosa y trágica del llamado, mueve con gozosa
desesperación la campanilla y como sombras van apareciendo en la calle y
llegando a la parroquia todas las beatitas del barrio.
Si acaso el moribundo pertenece a alguna
asociación piadosa, acuden los cofrades con sus atributos rituales, el
acompañamiento es largo, la profusión de velas es inmensa y asoman también
aquellos grandes faroles revestidos de tules y de papel dorado.
En las puertas de los callejones
y casas de vecindad, las mujeres cuchichean con aires de brujas, los chiquillos
alborotan el barrio con su divina ignorancia de la tragedia humana y eterna que
sufrirían también ellos, y el soplo frío de la muerte pasa sobre los cirios,
agita las llamas, tiembla sobre la campana quejumbrosa y pone en el ambiente la
nota fatídica de un temeroso presentimiento.
RITUAL
Ya por las calles el cortejo se
ordena mansa y compungidamente. Los coches se detienen, mientras el auriga
respetuoso solo con nuestro amo se descubre en silencio. Los hombres se quitan
con meditativa y temerosa actitud, el sombrero, los chiquillos miran con
embobada curiosidad el cortejo luminoso y a la vez sombrío, poniendo a su paso
la nota ingenua de la alegría. En los solares la oración murmuradora del acompañamiento se eleva
rumorosa entre la nube de incienso.
Y tiembla la campana como un
escalofrío.
Por la puerta del hogar señalado
por la desgracia, entra el cortejo, y como una plegaria que avisa al moribundo
su irremediable acabamiento se eleva más alto aún el cántico agudo y
quejumbroso de las mujeres; un monaguillo rocía con agua bendita el zaguán y el
patio.
Vestidas de negro pálidas y temblorosas las
mujeres de la casa reciben rezando al Santísimo y hasta el cuarto del enfermo
llega todo este confuso y aterrorizante rumor.
En la habitación entran todos los que pueden, se hace un silencio
trágico y un soplo siniestro acelera el ritmo de los corazones. El tic tac de
un reloj recobra su imperio, marcando el inacabable dominio del tiempo, aliado
de la vida y de la muerte.
La metropoli en la época de estas costumbres.
La metropoli en la época de estas costumbres.
EL MORIBUNDO
En el cuarto, oliente a drogas,
el moribundo mira con ojos extraviados aquella visión de pesadilla, que
lúcidamente comprende. Sus manos descarnadas instintivamente sujetan los cobertores,
como defendiéndose de algo; el párroco dice las consagradas frases latinas, de
vez un sollozo interrumpe la mecánica monotonía del latinajo; y cada vez más
aterrado, el moribundo cumple la ritualidad religiosa, sintiendo, tal vez en
ocasiones, renacer en su pecho una sobrenatural esperanza.
Concluido el ceremonial, todos
recitan la fervorosa plegaria, se ordena nuevamente el cortejo, las voces se
elevan como confiadas en la salvación de un alma y por los corredores se
desenvuelve el cintajo luciente y tembloroso del acompañamiento.
Todos salen lentamente concluida la piadosa
misión. En la casa se difunde un vago aroma de sahumerio y algunos cirios
quedan como olvidados, consumiéndose. De la puerta de la calle viene el eco
confuso de la multitud que sale ya tranquilizada, y entonces en torno del moribundo, en las habitaciones desoladas
resuenan dramáticos gritos de dolor y de desesperanza..
De cuando en cuando viene de fuera el plañir
de la campanilla y la voz aguda de las cantadoras y en el interior abandonado y
sombrío se condensa una desesperación sorda que de pronto estalla en sollozos.
ILUSION
Alguna paz endulza el espíritu del moribundo.
Cierra los ojos, tal vez convencido de
que ya no hay remedio, recibe como una notificación definitiva la llegada del
Viático, con una vaga ilusión en el alma, aquietada después del pánico terror
con que la visión del párroco la agitara.
En la calle continua la
procesión. Las comadres del barrio comentan y entre santiguada y santiguada no
dejan de hacer sus chismes, mientras el diablo
sonríe en la sombra. El cortejo sigue desenvolviéndose. Ya más tranquilos, y
como habituados, los vecinos charlan y se santiguan.
Al cabo de un rato la calle queda envuelta en
sombras y en silencio. Los muchachos desparecen por encanto, como aparecieron
Las mujeres con un gran suspiro, como si se quitaran un peso, se internan en el
dédalo sombrío de los callejones, cada vez más lejana se siente la campanilla y
sólo queda como un recuerdo perfumado el aroma del sahumerio que vaga en el
ambiente. En la casa el portón se cierra chillonamente.
La pesada media noche se tiende como
una enlutada, las que van a velar guardan todavía en la retina la visión
tristemente luminosa del séquito y en el oído el rumor confuso de cánticos, de murmullos y de
oraciones. El enfermo siente la definitiva paralización que va aherrojando sus
huesos, mientras se disipa la sombra y entre la fría y lívida luz de la aurora
que lo envuelve en su blancura, triste como un sudario.
Reinan, dueños y señores, el
silencio, la soledad, la sombra.
Casa de una Lima que se fue
Casa de una Lima que se fue
ESCENAS
Pero-ironía inevitable de la
vida- dentro de este solemne cuadro del viático hay escenas cómicas y
divertidas que contrastan dolorosamente con la angustia trágica del momento.
Cuando sale el viático, además de la perdonable irrespetuosidad de los niños,
que en todo ven objeto de diversión y de novelería, quedan aún muchos
irreverentes mayores de edad que hacen gala de su torpe indiferencia. Entre los
acompañantes hay muchas viejas que fingiendo piedad, se introducen a las casas
a curiosear para tener después tela de cortar con las grandes tijeras de bruja
que afila Lucifer…
Pasan por una sala se fijan en un
mueble, miran como para no olvidar jamás, alguna rotura, un espejo quemado, las
hilachas descoloridas de un sofá, las
palanganas de hierro enlozado, la pobreza, el abandono y sin poder contenerse
cuchichean, hacen alarde de su murmuración, critican si hay llanto y si no lo
hay, y logran llevarse a sus casas un
acervo de cuentos, de chismes y de enredos.
Otros irrespetuosos, que incurren
en la misma espantosa furia de las beatas, son las que pasan insolentemente
ante la procesión sin descubrirse. La beatita siente unas ganas irresistibles
de quitarles el sombrero, de pegarles, de decirles para que todos oiga: ¡So malcriados! Muchas veces sucede que es algún extranjero
protestante que no se da cuenta clara del espectáculo y la mira como una
costumbre típica, sin honda significación para él.
SIN PRESTANCIA
Ya el viático no tiene la vivaz
prestancia de otrora. Sólo muy de cuando en cuando se tropieza con aquellos
cortejos suntuosos, largos, con muchas velas, faroles y mujeres con cintas al
cuello. Es raro oír en la noche el cántico gangoso de las acompañantes, la
sórdida vibración de las voces enronquecidas que dicen la letanía y, en cambio,
es frecuente encontrar al volver una esquina un coche de plaza que pasa rápidamente, dejando apenas ver al cura que
lleva el Santísimo.
Sólo los cofrades, los mayordomos
de instituciones piadosas y la gente del pueblo, que es la que más conserva los
viejos hábitos, saben resucitar el antiguo viático limeño en todo su esplendor característico,
con todo su colorido colonial y religioso.
Y es que cada día tiene menos importancia la
parroquia. Ya los barrios no guardan el aldeano color que antes tuvieron, ya
que con el aumento de la población no es fácil conocer a toda la vecindad. La
gente se muda de casa con más frecuencia, no hay la patriarcal familiaridad de
antaño y naturalmente todas aquellas costumbres que significaban solidaridad y
espíritu compasivo naufragan en la indiferencia cosmopolita del pululamiento
humano, egoísta por cantidad y por calidad.
Sólo en los solares se conserva,
y cada vez menos sin duda en su aspecto más o menos clásico, la costumbre y el
viático salen con el viejo atavío. Cuando uno encuentra uno de estos
acompañamientos, siente una doble tristeza: melancolía del cuadro, triste de
suyo, melancolía de algo que se fue para no volver.
La multitud catolica abigarrada frente a la imagen sagrada.
La multitud catolica abigarrada frente a la imagen sagrada.
TRISTEZA
Al recordar estas costumbres,
siempre tenemos tendencia a entristecernos. Cada vieja cosa que comparamos con
el presente, resuena en nuestro corazón como una campana de agonía. Sentamos
que con nuestra infancia se han ido muchas cosas, que hemos nacido en una época
de transición dolorosa, pero interesante por lo renovadora, por la creatriz y vivimos
viendo asombrados el desmoronamiento de tanto y tanto.
Dirán algunos que siempre ocurre lo mismo. Tal
vez no. Hay épocas decisivas, hay épocas de transición, hay momentos de calma,
hay largos paréntesis que todo se conserva. Cuando se viene al mundo, para
asistir, como un espectador fiel, al dolor de nuevas creaciones con toda la inevitable
compañía de los padecimientos del nacimiento y el dolor de las agonías, se
siente más la marcha del tiempo.
El espíritu solicitando bruscamente
por lo que se va y por lo que llegue envejece más pronto, la infancia se mira
tan distante que ya no parece, siente uno dentro de su espíritu agitado y
dolorido, la aguda conciencia de los
cambios surgidos de las ilusiones que no retoñarán jamás.
Comprende fríamente que al vibrar
de las mismas canciones el corazón no palpitará como la vez primera, que ya se
cree de otro modo, que se ríe de manera diferente y que aunque parezca mentira,
hasta se llora diversamente de lo que se
lloraba antaño.
REFLEXIONES
Y en estas reflexiones nacidas al
ver pasar, hace unos días, el acompañamiento de un viático, la asociación de
ideas nos ha llevado junto al lecho del moribundo y hemos meditado, con cierto
temor supersticioso, en el secreto que se llevará a la tumba aquel pobre
enfermo. ¡Habrá sentido una dulce y divina paz en su espíritu al escuchar la
oración del sacerdote y cumplir con el ritual de su credo religioso
¿Débil y cobarde, pegado a la vida, no habrá
tenido ansias de arrojar de su lecho aquella visión, tal vez entrevista en un
instante de locura, como la muerte revestida de sagrados ornamentos? ¡Quién lo
sabe! Y aunque para el colorido, para el recuerdo y para la leyenda, el antiguo
cortejo revestía caracteres imponentes, tal vez para el espíritu del enfermo,
es más saludable recibir al Santísimo
sin este aparato rumoroso y solemne, anunciador definitivo de la muerte.
Imagen antiquísima de la colonia.
Imagen antiquísima de la colonia.
Algunos liberales, ente los que
se contaba, nos ha relatado el doctor Bambarén, creyeron conveniente abrir
campaña para que el viático fuese en coche, evitándose el acompañamiento, el
bullicio, la inútil sonoridad del cortejo.
Pero las señores se arremolinaron,
hicieron ruidosas protestas, se lanzaron al
Congreso llevando grandes bandas cruzadas al pecho con la inscripción
“morir por la religión”, llenaron de alfalfa los estrados, se adelantaron al
tiempo practicando excesos contra los diputados, que tanto usaron luego los sufragistas
y lograron que en Lima continuara el viejo y característico sistema. Para los
efectos del arte se grabó el color y sin embargo hasta ahora no ha habido un
pintor que descubra este Mediterráneo, sin duda, para que una vez desparecido
haya una razón más para quejarse de la miseria del ambiente. (Páginas seleccionadas del libro “Una Lima
que se Va”, cuyo autor es el consagrado escritor y político José Gálvez
Barrenechea).
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