sábado, 17 de mayo de 2014

EL VIATICO

Lima, la ciudad sensual y religiosa, como la llamara no sé quién ni en que parte, tiene entre sus costumbres de ritualidad colorinesca, algunas como, el viático y las romerías y procesiones en que brilla el atuendo de cuadro antiguo de pintor español. La vieja hoguera castellana, ardorosa y fanática, abrazó al ambiente colonial con la llama quemante calcinadora, de su ardor religioso, y Lima fue una ciudad hondamente católica con sus innumerables templos, sus autos de fe, sus arzobispos, brillantes y poderosos rivales de virreyes y sus largas y suntuosas procesiones.
Entre las costumbres que hasta hoy perduran, aunque debilitadas en su colorido, la del viático es tal vez una de las que más carácter y movimiento conserva. Un gran pintor hubiera hecho seguramente una obra maestra, a inspirarse en aquella ritualidad sombría que espera aún al artista ignorado, novelista o pintor, que la fije para siempre, trasladándola al lienzo o al libro, como una ronda nocturna mezcla de luz y sombra o que la describa como un rosario de terrores, de místicos calofríos, bajo el fatídico tintinear de la campanilla, entre el murmullo entrecortado de los fieles y el sollozar contenido de los deudos.


Ceremonia del viatico en la colonia

LA PERRICHOLI
El fanático espíritu alcanzó hasta las pecadoras. Magdalena siempre será un tipo encantador en la cristiandad y el cielo está lleno de arrepentidos. No queremos ni necesitamos describir a  nuestros lectores a aquella Perricholi, encanto de la Colonia, menuda flor del jardín limeño, para que un Virrey del madrigal quisiera un día reproducir el elegante y airoso arte de Versalles, bajo el encaje de luz y sombra de aquel Palacio, hoy tan descuidado y entre el rumor cantarino de aquel paseo que es hoy un muladar y una vergüenza.
Cuentan las crónicas y don Ricardo Palma lo relata con su donairoso decir, que en cierta ocasión iba en su rica calesa la Perricholi, cuando se encontró con el Párroco que llevaba el Santísimo a un moribundo.
 Movida a piedad y emocionada ante el contraste de su vida pecadora y suntuosa con el aspecto del humilde cortejo, en que pobremente, sobre las desiguales piedras, iba el representante del Señor, llevando la consagrada forma, sintió que algo tierno, recóndito y bueno ascendía como una blanca nube de bondad y de pureza en su alma y bajó avergonzada y compungida de su riquísima calesa, la ofreció al sacerdote y con religiosa unción, formó a pie parte del dolorido cortejo.
 La calesa se conservó en la Parroquia de San Lázaro muchos años y en el recuerdo de las viejas del barrio quedó estereotipada la visión elegante de aquella Dama bella y majestuosa que había obsequiado a Nuestro Amo su carroza.


La Perricholi.

LO CLASICO
El viático clásico es aquel en que en todo el cortejo marchaba a pie, devoto y cabizbajo por las calles. Bajo el palio, recamado de oro, el cura lleva unciosamente el copón, un monaguillo por delante anuncia al vecindario, con el repique de una campanilla el paso del Santísimo; cuatro feligreses sostienen el palio y tras el párroco, como un extraño rosario, se desenvuelve la lenta procesión en que las velas tienden al viento las llamas temblorosas como un símbolo de acabamiento y de fervor. De cuando en cuando, alguna de la cofradía entona un cántico religioso que los demás corean y de intervalo en intervalo, resuena, murmurador y sordo, el Ave María.
Desde el minuto antes se llama a la vecindad;  un muchacho, inconsciente de la significación dolorosa y trágica del llamado, mueve con gozosa desesperación la campanilla y como sombras van apareciendo en la calle y llegando a la parroquia todas las beatitas del barrio.
 Si acaso el moribundo pertenece a alguna asociación piadosa, acuden los cofrades con sus atributos rituales, el acompañamiento es largo, la profusión de velas es inmensa y asoman también aquellos grandes faroles revestidos de tules y de papel dorado.
En las puertas de los callejones y casas de vecindad, las mujeres cuchichean con aires de brujas, los chiquillos alborotan el barrio con su divina ignorancia de la tragedia humana y eterna que sufrirían también ellos, y el soplo frío de la muerte pasa sobre los cirios, agita las llamas, tiembla sobre la campana quejumbrosa y pone en el ambiente la nota fatídica de un temeroso presentimiento.
RITUAL
Ya por las calles el cortejo se ordena mansa y compungidamente. Los coches se detienen, mientras el auriga respetuoso solo con nuestro amo se descubre en silencio. Los hombres se quitan con meditativa y temerosa actitud, el sombrero, los chiquillos miran con embobada curiosidad el cortejo luminoso y a la vez sombrío, poniendo a su paso la nota ingenua de la alegría. En los solares la oración  murmuradora del acompañamiento se eleva rumorosa entre la nube de incienso.
Y tiembla la campana como un escalofrío.
Por la puerta del hogar señalado por la desgracia, entra el cortejo, y como una plegaria que avisa al moribundo su irremediable acabamiento se eleva más alto aún el cántico agudo y quejumbroso de las mujeres; un monaguillo rocía con agua bendita el zaguán y el patio.
 Vestidas de negro pálidas y temblorosas las mujeres de la casa reciben rezando al Santísimo y hasta el cuarto del enfermo llega todo este confuso y aterrorizante rumor.  En la habitación entran todos los que pueden, se hace un silencio trágico y un soplo siniestro acelera el ritmo de los corazones. El tic tac de un reloj recobra su imperio, marcando el inacabable dominio del tiempo, aliado de la vida y de la muerte.


La metropoli en la época de estas costumbres.

EL MORIBUNDO
En el cuarto, oliente a drogas, el moribundo mira con ojos extraviados aquella visión de pesadilla, que lúcidamente comprende. Sus manos descarnadas instintivamente sujetan los cobertores, como defendiéndose de algo; el párroco dice las consagradas frases latinas, de vez un sollozo interrumpe la mecánica monotonía del latinajo; y cada vez más aterrado, el moribundo cumple la ritualidad religiosa, sintiendo, tal vez en ocasiones, renacer en su pecho una sobrenatural esperanza.
Concluido el ceremonial, todos recitan la fervorosa plegaria, se ordena nuevamente el cortejo, las voces se elevan como confiadas en la salvación de un alma y por los corredores se desenvuelve el cintajo luciente y tembloroso del acompañamiento.
 Todos salen lentamente concluida la piadosa misión. En la casa se difunde un vago aroma de sahumerio y algunos cirios quedan como olvidados, consumiéndose. De la puerta de la calle viene el eco confuso de la multitud que sale ya tranquilizada, y entonces en torno  del moribundo, en las habitaciones desoladas resuenan dramáticos gritos de dolor y de desesperanza..
 De cuando en cuando viene de fuera el plañir de la campanilla y la voz aguda de las cantadoras y en el interior abandonado y sombrío se condensa una desesperación sorda que de pronto estalla en sollozos.
ILUSION
 Alguna paz endulza el espíritu del moribundo. Cierra los ojos,  tal vez convencido de que ya no hay remedio, recibe como una notificación definitiva la llegada del Viático, con una vaga ilusión en el alma, aquietada después del pánico terror con que la visión del párroco la agitara.
En la calle continua la procesión. Las comadres del barrio comentan y entre santiguada y santiguada no dejan de hacer  sus chismes, mientras el diablo sonríe en la sombra. El cortejo sigue desenvolviéndose. Ya más tranquilos, y como habituados, los vecinos charlan y se santiguan.
 Al cabo de un rato la calle queda envuelta en sombras y en silencio. Los muchachos desparecen por encanto, como aparecieron Las mujeres con un gran suspiro, como si se quitaran un peso, se internan en el dédalo sombrío de los callejones, cada vez más lejana se siente la campanilla y sólo queda como un recuerdo perfumado el aroma del sahumerio que vaga en el ambiente. En la casa el portón se cierra chillonamente.
La pesada media noche se tiende como una enlutada, las que van a velar guardan todavía en la retina la visión tristemente luminosa del séquito y en el oído el rumor  confuso de cánticos, de murmullos y de oraciones. El enfermo siente la definitiva paralización que va aherrojando sus huesos, mientras se disipa la sombra y entre la fría y lívida luz de la aurora que lo envuelve en su blancura, triste como un sudario.
Reinan, dueños y señores, el silencio, la soledad, la sombra.


Casa de una Lima que se fue

ESCENAS
Pero-ironía inevitable de la vida- dentro de este solemne cuadro del viático hay escenas cómicas y divertidas que contrastan dolorosamente con la angustia trágica del momento. Cuando sale el viático, además de la perdonable irrespetuosidad de los niños, que en todo ven objeto de diversión y de novelería, quedan aún muchos irreverentes mayores de edad que hacen gala de su torpe indiferencia. Entre los acompañantes hay muchas viejas que fingiendo piedad, se introducen a las casas a curiosear para tener después tela de cortar con las grandes tijeras de bruja que afila Lucifer…
Pasan por una sala se fijan en un mueble, miran como para no olvidar jamás, alguna rotura, un espejo quemado, las hilachas descoloridas  de un sofá, las palanganas de hierro enlozado, la pobreza, el abandono y sin poder contenerse cuchichean, hacen alarde de su murmuración, critican si hay llanto y si no lo hay,  y logran llevarse a sus casas un acervo de cuentos, de chismes y de enredos.
Otros irrespetuosos, que incurren en la misma espantosa furia de las beatas, son las que pasan insolentemente ante la procesión sin descubrirse. La beatita siente unas ganas irresistibles de quitarles el sombrero, de pegarles, de decirles para que todos oiga:  ¡So malcriados!  Muchas veces sucede que es algún extranjero protestante que no se da cuenta clara del espectáculo y la mira como una costumbre típica, sin honda significación para él.
SIN PRESTANCIA
Ya el viático no tiene la vivaz prestancia de otrora. Sólo muy de cuando en cuando se tropieza con aquellos cortejos suntuosos, largos, con muchas velas, faroles y mujeres con cintas al cuello. Es raro oír en la noche el cántico gangoso de las acompañantes, la sórdida vibración de las voces enronquecidas que dicen la letanía y, en cambio, es frecuente encontrar al volver una esquina un coche de plaza que pasa  rápidamente, dejando apenas ver al cura que lleva el Santísimo.
Sólo los cofrades, los mayordomos de instituciones piadosas y la gente del pueblo, que es la que más conserva los viejos hábitos, saben resucitar el antiguo viático limeño en todo su esplendor característico, con todo su colorido colonial y religioso.
 Y es que cada día tiene menos importancia la parroquia. Ya los barrios no guardan el aldeano color que antes tuvieron, ya que con el aumento de la población no es fácil conocer a toda la vecindad. La gente se muda de casa con más frecuencia, no hay la patriarcal familiaridad de antaño y naturalmente todas aquellas costumbres que significaban solidaridad y espíritu compasivo naufragan en la indiferencia cosmopolita del pululamiento humano, egoísta por cantidad y por calidad.
Sólo en los solares se conserva, y cada vez menos sin duda en su aspecto más o menos clásico, la costumbre y el viático salen con el viejo atavío. Cuando uno encuentra uno de estos acompañamientos, siente una doble tristeza: melancolía del cuadro, triste de suyo, melancolía de algo que se fue para no volver.


La multitud catolica abigarrada frente a la imagen sagrada.

TRISTEZA
Al recordar estas costumbres, siempre tenemos tendencia a entristecernos. Cada vieja cosa que comparamos con el presente, resuena en nuestro corazón como una campana de agonía. Sentamos que con nuestra infancia se han ido muchas cosas, que hemos nacido en una época de transición dolorosa, pero interesante por lo renovadora, por la creatriz y vivimos viendo asombrados el desmoronamiento de tanto y tanto.
 Dirán algunos que siempre ocurre lo mismo. Tal vez no. Hay épocas decisivas, hay épocas de transición, hay momentos de calma, hay largos paréntesis que todo se conserva. Cuando se viene al mundo, para asistir, como un espectador fiel, al dolor de nuevas creaciones con toda la inevitable compañía de los padecimientos del nacimiento y el dolor de las agonías, se siente más la marcha del tiempo.
El espíritu solicitando bruscamente por lo que se va y por lo que llegue envejece más pronto, la infancia se mira tan distante que ya no parece, siente uno dentro de su espíritu agitado y dolorido, la  aguda conciencia de los cambios surgidos de las ilusiones que no retoñarán jamás.
Comprende fríamente que al vibrar de las mismas canciones el corazón no palpitará como la vez primera, que ya se cree de otro modo, que se ríe de manera diferente y que aunque parezca mentira, hasta se llora diversamente de  lo que se lloraba antaño.
REFLEXIONES
Y en estas reflexiones nacidas al ver pasar, hace unos días, el acompañamiento de un viático, la asociación de ideas nos ha llevado junto al lecho del moribundo y hemos meditado, con cierto temor supersticioso, en el secreto que se llevará a la tumba aquel pobre enfermo. ¡Habrá sentido una dulce y divina paz en su espíritu al escuchar la oración del sacerdote y cumplir con el ritual de su credo religioso
 ¿Débil y cobarde, pegado a la vida, no habrá tenido ansias de arrojar de su lecho aquella visión, tal vez entrevista en un instante de locura, como la muerte revestida de sagrados ornamentos? ¡Quién lo sabe! Y aunque para el colorido, para el recuerdo y para la leyenda, el antiguo cortejo revestía caracteres imponentes, tal vez para el espíritu del enfermo, es más saludable recibir al Santísimo  sin este aparato rumoroso y solemne, anunciador definitivo de la muerte.

Imagen antiquísima de la colonia.

Algunos liberales, ente los que se contaba, nos ha relatado el doctor Bambarén, creyeron conveniente abrir campaña para que el viático fuese en coche, evitándose el acompañamiento, el bullicio, la inútil sonoridad del cortejo.
Pero las señores se arremolinaron, hicieron ruidosas protestas, se lanzaron al  Congreso llevando grandes bandas cruzadas al pecho con la inscripción “morir por la religión”, llenaron de alfalfa los estrados, se adelantaron al tiempo practicando excesos contra los diputados, que tanto usaron luego los sufragistas y lograron que en Lima continuara el viejo y característico sistema. Para los efectos del arte se grabó el color y sin embargo hasta ahora no ha habido un pintor que descubra este Mediterráneo, sin duda, para que una vez desparecido haya una razón más para quejarse de la miseria del ambiente. (Páginas seleccionadas del libro “Una Lima que se Va”, cuyo autor es el consagrado escritor y político José Gálvez Barrenechea).

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