jueves, 28 de agosto de 2014

LA TERTULIA

“Hoy ya nadie visita. Todos son unos chunchos. No es como antes, que había tanto sociabilidad, cuando los jóvenes de Lima eran tan amigos de visitar y de hacer tertulia”. Tal es el comentario que las señoras sesentonas y algunas jovencitas conservadoras dicen a roso y velloso, cuando se presenta la ocasión y se reúnen en una sala más o menos modesta formando rueda y en plena tertulia. Y en verdad que la visita, tal como se hacía antaño, era diferente de la visita de cumplido de hoy, en la que se sale del compromiso con una venia correctísima, dos frases hechas, un discreto apretón de manos a la señora de la casa, cuatro genuflexiones, una sonrisa enigmática y dos o tres patatín patatán que son como la suprema síntesis coronadora de la tertulia hogaño. Y todo esto, cuando no se cumple con una simple tarjetita.
Lima amó la charla como una necesidad imprescindible, y de allí nació la costumbre de visitar. La sociedad medio aldeana y cucufata de antaño, gustaba de curiosear y gozaba con el chismecillo barato. Iba, pues, a las visitas a satisfacer un íntimo deseo de husmear, de saberlo todo, con cierta inocencia, exenta de indignidad tal vez, pero muy en caja la burla ligera y alada, que fue característica de nuestras abuelas. Las tijeras enormes sonaban en todas las tertulias, cortando incansables con suavidad y eficacia.


Lima antigua escenario de interesantes tertulias.

COSTUMBRES
Nuestros antepasados gustaban de visitar, y en todo caso después de la comida, que a principio del siglo pasado se tomaba a las tres de la tarde. Y era costumbre patriarcal y hospitalaria obsequiar con algo a los visitantes, ya unas pastas, ya unas pastillas muy adornadas  con briscados, doradas inscripciones y figuritas, ya un puñadito de mixtura, y nunca faltaba, por supuesto, la invitación galana y cordial del  bizcochuelito, del bueno chocolate y del vino dulce, todo lo que con el progreso se trocó en día, gracias a Field, a los ingleses y a los tiempos con el famoso té con hojitas limeñas, lo que hoy ha evolucionado también a las recargadas mesas, profusamente llenas de toda clase de dulces y en torno de las cuales, de pie y en gárrulas charlas, circulan hombres y mujeres sin la atildada distinción de antaño.
Los jóvenes de otrora fueron muy visitadores, pero lo más clásico era la visita de la señora con las niñas.  Se hacía generalmente en la noche, y apenas entraban y se sentaban, parecía que en la casa visitada había una malévola intención de desesperar a las visitantes, pues las de la familia iban saliendo, una por una. Primero la señora, muy compuesta y emperifollada, toda ella venías y genuflexiones. Por supuesto era interminable el rosario de las preguntas, después de los abrazos y besos reglamentarios.
No bien se habían sentado y estaban en la consabida pregunta por la familia, aparecía la hija mayor. Nuevas incorporaciones, zalemas y cariñitos. Al minuto ¡zas! otra. Y otra, hasta que terminaba el  familiar desfile. Los jóvenes aparecían los últimos. Poco a poco llegaban los visitantes y algunas otras familias. 
EVOLUCION
 Entonces se formaba la rueda y más antiguamente se subía al estrado. Todos se sentaban, en fila. Las niñas a un lado, los jóvenes a otro y se daba comienzo a la tertulia. Risas discretas gran compostura, de tarde en tarde un chisme discreto. Se hablaba de todo, es decir del tiempo, de la comedia, del último paseo a los Descalzos. A hora determinada aparecían los azafates con pastas y en ciertas casas de copete, se  servía un excelente soconusco con bizcochuelitos.
Ya no se hace tertulia de este modo. Todo evoluciona en esta vida, hasta la tertulia, profundísima frase que sólo comprenden en su vasto y hondísimo alcance unas cuantas personas.
Famosas fueron en el Virreinato las cultísimas y celebres reuniones literarias del Marqués de Monteclaros, del Príncipe de Esquilache, del Marqués de Castell-dos Rius y en sus últimos decenios la del Oidor Orrantia y el Mariscal Villalta.
En las épocas de la abundancia colonial republicana, cuando era verdad las doradas leyendas del primitivo Cerro de Pasco y del guano, y cuando solía decirse sin rubor la frase resonante “como una medalla colonial vale un Perú”, hubo casas grandes que tenían tertulias todos los días, en que las niñas vivían encorsetadas y con las amplias y sofocantes crinolinas esperando a los de la crema.
Además de la cuadra profusamente iluminada  con grandes candelabros, se preparaba las famosas salitas de rocambor en que, según cuenta la  tradición, llegó a jugarse a chino por ficha de apunte. Era esto un rezago de las ruidosas modas del siglo XVIII que Humboldt halló aquí tan arraigadas.
RENOMBRE
 Estas grandes tertulias que hicieron famosas las casas de Codecido, de los Riglos, de Zevallos, del Mariscal  La Fuente y otras, dieron un aspecto suntuoso a la vida social limeña, que hoy languidece víctima de vulgar monotonía, o se confunde fuera de los hogares, en los centros públicos, con el ambiente  equívoco de los casinos europeos. Casas hubo donde diariamente había mantel largo y a él quedaban invitados todos los visitantes.
Fue  en estas épocas españolas e independientes de señorial opulencia cuando las tertulias y los saraos limeños adquirieron inmerecido renombre. Eran los tiempos de los bailes en palacio y de aquel famoso en La Victoria, en que algunas damas llevaron real y positivamente una fortuna de encaje y en alhajas seguidas por escoltas armadas. Épocas que pasaron para no volver.
Cuentan las personas que alcanzaron a conocer a los actores de aquellos decorados escenarios, que los bailes de aquel  tiempo eran regiamente suntuosos. Joyas, entorchados, encajes legítimos, raras esmeraldas, diamantes como garbanzos, toda una escenografía de opereta del segundo imperio. La  loca farándula de aquella grandeza pasó cascabeleando con inconsciente alegría, sin presentir el desastre y la derrota.


El Puente de los Suspiros en Barranco: alli también se conversaba.
ACONTECIMIENTOS
Como eran tiempos de auge del militarismo y las gentes encumbradas como orgullo los entorchados en su  familia, estos grandes bailes ofrecían fantástico aspecto con el áureo y multicolor desfile de penachos lucientes y de galones brillantes, mezclados a los brocados femeniles, a las sedas impecables, al giro cambiante de los finos rasos, de los aéreos encajes, de las deslumbradoras joyas.
En aquellos grandes saraos en que se ejecutaban el minúe, la danza, la mazurca, el paspié, la gavota, se bailaba también la mozamala, cuando ya la aurora daba su tono lívido a los semblantes fatigados por el placer del baile. Constituían estas fiestas los mayores acontecimientos sociales que comentaban animadísimamente en todas partes. Desde la víspera se hacían preparativos en los hogares, y las que no podían asistir cuiroseaban de sayo y manto. Hubo casos en lso bailes de Palacio, en que a los patios se entró  también por especial invitación.
Con alguna frecuencia, tanto en los bailes palaciegos, como en los saraos que dieran algún encopetado personaje, se conspiró con el pretexto del baile, y mientras las mujeres pasaban danzando, anhelantes y satisfechas, en las salitas del rocambor los mariscales y los doctores hacían mangas y capirotes de la patria.
JUEGOS
Poco a poco, las tertulias fueron disminuyendo de importancia, los bailes se alejaron un tanto, nacieron los clubes (causa del aislamiento de los  hombres, se acostumbró dar bailes en ellos, algo del espíritu extranjero se infiltró en las criollas costumbres  y fueron desvaneciéndose las aficiones visitadoras de antaño. Pero mucho se  conservó por largo periodo, aunque evolucionaron la tertulia y la visita a gigantescos pasos
En muchas casas se acostumbraba  jugar a las prendas o a otras diversiones sencillas con las personas de confianza y los contertulios iban verdaderamente encantados a tomar parte en estas distracciones tan inocentes.
 Unos de dichos juegos que duró hasta hace unos 20 años, con cierto carácter de eriedad, fue el de la quina: se jugaba apostando cocos y nueces y cantando con maña y donaire los números de la lotería, pero el más socorrido, el que más entusiasmó en nuestros salones fue el de prendas. El Gran Bonetón, La Berlina, El soy, tengo y quiero, el rbol, verso y efrán, hasta ahora resucitan de cuando en cuando.
Aunque todavía andan por allí  algunos jovencitos con sus pretensiones sociales, ninguno puedo compararse con el tipe genuino, tal como se mantuvo enLima hasta hace unos cinco lustreos el joven de sociedad.



Un parque escenario de amistad y de intercambio de ideas.
MODA
Lima tuvo siempre para cada época y en relación con el estado del país, sus muchachos a la moda, desde los remotísimos y arqueológicos pisaverdes, currutacos y lechuguinos coloniales, y de los primeros años de la República, hasta los compañeros contemporáneos de Castilla, que se afeitaban el bigote, conservaban unas patillas españolas, usaban levitas, pantalón blanco, corbatín y tarro plomo y los más próximos de cabellos con raya al costado, alto pabellón, cuello descomunal, gran corbata plastrón y zapato de punta retorcida.
Lo jóvenes de sociedad fueron los indispensables en toda reunión, en todo baile, en toda tertulia. Ellos ponían los cotillones con elegancia admirable, valseaban deslizándose con suavidad aterciopelada, y, verdaderos profesionales de la vida social, tenían libretas con los días de santos, llegaban a adquirir confianza en las grandes mansiones, su mayor orgullo era precisamente ser confidentes de las niñas, aunque por lo general ninguna se enamoraba de ellos. Siempre andaban muy paquetes, perfumados impecables.
El mozo sociable sabía poner desde un cotillón hasta decorar una sala, hacer diseños para vestidos de baile, ensayar una comedia y sabía cual era la flor de moda, cuál perfume el elegante, cuál modo de dar la mano el más chic.
 Entre estos tipos había dos clases: el conquistador, desenvuelto y dominante, que enamoraba a varias, le decía galanterías a todas y hacía vida de Tenorio, un Tenorio respetuoso y discreto, sin fanfarronadas irreverentes como los de hoy, y el exclusivo joven de sociedad que tenía la sociabilidad en la sangre y que era en el fondo algo bobalicón, festejando por todas las niñas, sin que ellas sintieran reparo en mimarlo verdaderamente. No empavaba, en una palabra.
DISCURSOS
Este tipo ha sido muy frecuente en Lima y en el fondo fue el verdadero dominador. Generalmente se quedaba soltero. No era peligroso. No pretendía aventuras. Era el solo y exclusivo joven de sociedad. Cuando entraba en una, ya se sabía, las muchachas lo rodeaban, le hacían mil preguntas, lo mareaban, le daban vueltas, le pedían que dijera discursos. El salvaba de apuros al amigo en los juegos de prendas, daba, si era preciso, lecciones de baile y cuando se iba a su casa sentía la íntima satisfacción de ser tan sociable y  tan distinguido.
El joven de sociedad, más reciente, el de hace muy poco, fue  distinto. Bailaba poco y en las tertulias gustaba de mirar, desde las puertas, con suprema distinción, el paso vertiginoso y fantasmagórico de las parejas, en aquellos días en que el baile no tenía el carácter teatral y sensual que hoy tiene con exceso.
No era un bailarín. Con empaque de enamoradizo, tenía sus aventuras sentimentales y un hondo sentido de la corrección  y de la caballerosidad. Capaz de organizar un baile, no entraba en detalles, jugaba, bridge y póker, bebía con discreción, rara vez  sin ella, era el perfecto clubman, sabía conversar sin recurrir a la picardía del doble sentido y solía con exquisitez suprema, obsequiar flores y decir versos.
CUALIDADES
Todo medido, fino, sin exageración ni alardes. Conservaba en algo las nobles virtudes antañonas del caballero hidalgo y bien puesto. Displicente en el fondo, su minuciosidad y su esmero eran más formales que sustantivos. Tenía-oh,dulce nota irónica, muchas veces-felices disposiciones para hablar de grandezas con aire despectivo, cuando iba en coche lo hacía con tal integridad que parecía  parte integrante del vehículo, caminaba con armoniosa seguridad, tenía sus visos intelectuales, y de cuando en cuando podía citar dos o tres autores de novelas, de los más correctos.
Sonreía un poco, con ascética elegancia de la literatura de moraleja, era algo diletante en materia de arte, vestía con sencillez cuidadosa y gustaba de escuchar, como quien vive despreocupado de todo, sin darle importancia a nada.
Conocía a todas las familias bien-lo que hoy precisamente no significaría siempre las familias bien-  y tenía para todo una actitud tan cuidada, tan fina, que el mismo se asombraba de su impresionante poder.
 Eran los elegantes del tiempo de Cabotín, que ya unos se van haciendo viejos y abismándose en su triste soltería, que van evolucionando los otros hacia nuevos senderos, en los que no pisan con el  aplomo de antes.


Belleza colonial total.

CAMBIO
 Pero últimamente Lima ha dado una verdadera vuelta de campana, que justo es decirlo, alarma con razón a ciertas gentes de buena fe y que aman el recuerdo de esta ciudad de la cortesía y del buen tono.
Una fiebre de placer y de novelería, ha abierto las puertas a pollitos escuchimizados y petimetres y a las modas peregrinas de países diversos, de los que se toma por lo general lo llamativo y pernicioso.
 La tertulia se muere en los hogares y reina una desorientación social que puede ser funesta, en los lugares públicos, donde un ambiente de suntuosidad cinematográfica y de equívoca sensualidad, trastrueca los valores y parece que va a dar en tierra con el don de gentes, con la respetuosa hidalguía, con la verdadera vida de sociedad, que la aristocracia de la conducta, única que acepta hoy el mundo, debería a siempre presidir y vigilar.
Poco  a poco fue perdiéndose la costumbre de visitar en la noche. La antiguas tertulias desparecieron, poco a poco se abandonó también el hábito de la visita entre las familias del barrio. La creciente pobreza fue distanciando cada  vez más los viales y las reuniones en casas particulares y casi toda la vida social se refugió, en su aspecto de boato  en el  Club de la Unión. 
LUJO
Fueron aquellos los tiempos en que este centro llamaba la atención por el lujo y por las brillantísimas fiestas que ofreció a las familias de la capital. Lentamente, pues, quedó abandonada aquella afable y hospitalaria costumbre de la tertulia. Los jóvenes se iban desde temprano a la calle. Los atraía el teatro, el club, los amigos.
Sólo para los hombres muy atareados se conservó la costumbre de visitar los domingos. Pero a su vez las visitas de día se van haciendo cada vez más tarde, hasta las ocho de la noche. Son de mero cumplido, especialmente el día de año nuevo. Estiradas, excesivamente formales. Una venía con los pies juntos, un saludo ceremonioso a las damas, dos frases hechas, un aburrimiento insoportable y hasta el año entrante.
Las familias fijan desde hace unos 20 años, días de recibo: los primeros y los terceros miércoles, los sábados, los jueves. Pero en realidad así puede afirmarse que hoy sólo visitan los señores vocales. Los jóvenes encuentran a las muchachas en los cines, en el tenis, en el Palais, en cualquier parte. Muchas casas se han convertido en verdaderos lugares de juego.
Pero si la visitas y las tertulias ya no tienen el carácter de antaño, quedan aún las visitas de confianza, para los íntimos y que predominan en ciertos balnearios, aquellos que algo conservan del viejo espíritu, donde por un fenómeno en que la estación debe influir, se establece mayor familiaridad.


Damas de la época posando después de conversar copiosamente.

VISITAS
Estas visitas de confianza pueden ser peligrosas, con un peligro muy relativo de las tijeras. Los hombres echan leña a la hoguera y comienza la charla. Recuerdos, apreciaciones sobre el último libro, el vestido de fulana, el noviazgo de mengana.
 Luego hay té y muchas cosas propicias, penumbra, indiscretísima ausencia de  personas mayores, intimidad hospitalaria, pose distinguida, unas cuantas risas en el comedor sensación de elegante descuido en la sala, un estudio de Schuman en el atril, unas cuantas muchachas sonrientes, despiertas, conversadoras, dos o tres jóvenes elegantes, un suave aroma de invernadero y una desesperada fuga de escalas en el piano del rancho vecino, y esos acordes que llegan a intervalos hacen adivinar a una colegiala vivaracha que con el cabello suelto, destroza al obligatorio ejercicio musical y se venga así de la odiada profesora.,
Pero de las visitas de confianza, las verdaderamente encantadoras son aquellas que hacen las parientes viejitas, las amigas de otro tiempo, que cuentan cuentos a los chicos, hablan de las cosas que pasan, de la carestía de la vida, de la licencia de las costumbres y de los remedios caseros.
 La tertulia ahora en las casas a duras penas se forman a la hora de la sobremesa-tan dulce, tan suave, tan educadora como fue antaño!”- pero con frecuencia acontece que falta alguien y los hombres en estos días de clubs, de restaurantes con música y otras zarandajas se quedan siempre a comer en la calle.
SANTO
Antaño las costumbres de santo constituían un acontecimiento sensacional en un hogar. Desde temprana se ocupaban todos en festejar lo del día y comenzaban a llover materialmente lso regalos.
 La tía Lola, la tía Socorro, la tía Manonguita, el papaabuelito, lso hermanos, los primos, los papás, la servidumbre, todos regalaban. Llegaban después las visitas, se hacían provisión de pastas, de vinos generosos, de bizcochuelos, se alineaban sobre la cama de la festejada los obsequios para que los vieran las íntimas, comenzaba luego la tertulia, pintoresca, animada, divertida.
Todo esto va cambiando ahora. Las supresas, los bailes a la fuerza, no ya la confianza, sino la licencia, constituyen gran parte de las importaciones extranjeras. Los días de santo se reducen a un monótono y como apresurado desfile en las casas por las que circulan amigas y amigos indiferentes y criticones. De cuando en cuando una matinée, una que otra vez una sorpresa, manera infalible de darle un colerón al señor de la casa.
Pero aun queda en las fincas de vecindad una inmensa reserva de anticuados tertuliadores. A la puerta de los departamentos y de los cuartos de los callejones, los vecinos charlan, las viejas  fuman y los chiquillos alborotan con sus gritos, mientras como una salmodia triste, el caño del agua, perpetuamente abierto, dice una canción isócrona y dolorida. Allí se ha refugiado la tertulia.
NI YAPA
Unos cuantos compadres traen sus sillas y los ya viejos hablan de las buenas épocas, recuerdan hazañas de las guerras, discuten revoluciones, mientras las comadres se hacen cruces con la carestía y lo mal que está el mercado. ¡Jesús con esta  vida!
Peor es el chinito que ya ni yapa quiere dar y que el lavado no da sino para el cuarto. Otras hablan de enfermedades y vibran en el ambiente las palabras  enjundia, mal de ojos, sobreparto.
A las 11 de la noche el portero cierra la puerta y aún algunas quedan sentadas en sus sillitas o en sus esteras, quejándose del mal tiempo, del reumatismo y de la plaza. “Nada alcanza, nada alcanza”, dicen, mientras se van rengueando murmuradores, arrastrando a algún chico condenado y estropajoso, de aquellos que ellas quisieran que se estrellasen para que vieran.
El cinema, los teatros, los paseos públicos, han asesinado vilmente a la tertulia. Donde se mantiene mucho la costumbre de las visitas es entre las huachafas y la verdad es que han retenido bastante de las costumbres de antaño, como la de hacer rueda y jugar a las prendas.
Los huachaferos gozan inmensamente con estas tertulias en las que hay un movimiento y colorido semejante a los que hubo en las antiguas casas más encumbradas de Lima. La huachafería no es efectivamente en el fondo sino un atraso en las costumbres, un rezago y una dificultad de adaptación que engendra a  mi ver  imitaciones exageradas o deficientes.


Una Lima que definitivamente se fue.

HUACHAFERIA
Entre los visitantes no hay que olvidar junto al huachafero, o amante y especialista de la huachafería, el huachafoso, parte integrante de ella, que para visitar se pone el vestido dominguero, se perfuma, lleva flor al ojal y se imagina b romanesco e impecable, empeñado en imitar a los jóvenes de nuestra  mejor sociedad.
Apenas se inicia la tertulia, después de hablarse del calor o del frío, viene inevitablemente un capítulo de incriminaciones. Que si las de Perengánez son unas ingratas que no van nunca y hacen visitas de médico, que si el señor está de lo más perdido, que si en los tiempos de una vieja, presente en la sala, los jóvenes no eran montubios, y luego se eleva el coro de las  disculpas:
 “¡Ay hija si no salimos. Hacemos una vida de lo mas recoleta”. Y así hasta que algún atrevido propone un vals, un one step, o una cuadrilla, ceremonioso baile, de noble prestancia que ha desertado de nuestras reuniones aristocráticas por cursi. Pero antes salen a la sala malamente sostenidas por un cholito picado de viruelas, unas conchitas con helados y luego unos azafates con galletitas.
Los jóvenes se apresuran a alcanzar las conchitas, hay agradecimientos infinitos, miradas de exquisita ternura y luego alguien se sienta al piano y toca un vals, con mucho compás, todos bailan arrastrando los pies y haciendo guaraguas del más puro estilo nacional.
LA PULPERIA
 No falta algún huachafero, poco adicto a las niñas, como dice la señora, que se divierte enormemente  conversando con el señor más o menos indefinido y francote, que dice galanterías marca año 70 y hace alardes de agilidad, porque para él no ha habido como el baile y las balas. Queda aún en las reuniones huachafas, algo influidas ya por el cinema, bastante de la vieja tertulia extinguida.
La pulpería ha sido y es (aunque ahora mucho menos por el gran desarrollo de las instituciones populares) un centro de reunión y de tertulia de los mozos del barrio. Todas las pulperías tuvieron, y aún algunas conservan, un saloncito para despachar copas y allí los mocetones se juntaban para comentar las cosas del taller, la fama de tal o cual como empapelador y sobre todo las faitemanadas de los más mentados.
Sobre la tosca mesa de pino, con una libra de pisco al frente y entre trago y trago, salen por esas bocas las más despampanantes aventuras- “No hay como Bartolito para el cabeceo. ¡Te recuerdas como recogió al difunto don Abel que en paz descanse, y le dio un contrazuelazo y lo volvió a recoger, como si se tratara mayormente de una fritura?  Si no hay como Bartolito. Y por este jaez eran las conversaciones. Otras veces jugaban, y tal vez juegan al briscán con señas.



La tapada de aquella época.

CHISMES
Cuando no llegan los comadres, el pulpero es el que hace el gasto, averigua todos los chismes del barrio y entre un despacho de manteca y otro de caramelos, en mangas de camisa, contesta las preguntas del vecino y comenta con él la vida del vecindario. La pulpería también va perdiendo  su color y ya  aquellas tertulias con don Giovanni, con don Atilio y con don Guiseppe tienden a desaparecer.
Por algunos rincones ha pasado el cronista y ha creído revivir pretéritas horas. A las puertas de las casuchas del cercado las vecinas charlan en el claro silencio de aquel barrio sin coches ni tranvías, apenas sonoro con el rasguear de una guitarra sordamente rumorosa y con la aguda voz cantarina, que a intervalos trae la brisa envuelta en un capitoso aroma de madres selvas.
En los corredores anchurosos y en los grandes traspatios de las quintas casi abandonadas, bajo los jazmines de las glorietas ruinosas, o entre los balaustres y el enrejado de arcaicas ventanas, platican suavemente muchachas de color honesto y abuelas octogenarias cuentan plácidos recuerdos, sentadas en sillas de cuero ante el suave esplendor de la luna, que platea las callejuelas y los arboles de las huertas.
Y este escenario por tradicional y vetusto ¡me pareció tan fantástico, tan distante, tan poético! (Páginas seleccionadas del libro “Una Lima que se Va”, cuyo autor es el consagrado escritor y político José Gálvez Barrenechea).

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