jueves, 1 de agosto de 2019

¡QUE MIEDO LOS GITANOS!

Cuando el cronista era niño venían a esta ciudad muchos gitanos. Con frecuencia oía decir: ¡Cuidado! Han venido los gitanos y te pueden robar” …
Ahora ya no vienen muchos y cuando llegan se les teme menos. En otras épocas llegaban sin saber nadie como. Se instalaban en los arrabales bajo carpas, de donde salían en grupos a diseminarse por todos los barrios de la ciudad. Un extraño sentimiento, complejísima mezcla de alarma y curiosidad movía al vecindario cuando llegaban los gitanos. Iban y venían por doquiera y dejaban tras sus pasos la más variadísima cauda de comentarios y leyendas.
Los muchachos veían, entre atraídos y temerosos el desfile abigarrado. Las mujeres de rostros morenos y finos, con sus refajos de colores. Los hombres broncíneos y cenceños con rasgos señoriales y vestimentas haraposas. Los chiquillos lindos de apretados y renegridos bucles. Los viejos patriarcales y barbados, con una extraña mezcla de boato y miseria y un empaque dominante en los mandones alemanes.
Todos tenían un no sé qué de hondo misterio en la mirada ardiente de los ojos acerados y llameantes con zafiros fulgurantes, ojos negros carbunclos. Caminaban al azar unos por las aceras, otros por las calzadas con aires de indisciplina, de aventura, de abandono, impresionando las imaginaciones de los niños y del vulgo soñador con ellos
Nadie sabía cómo, ni por qué, ni para qué venían. Eran como las avenidas. De pronto en el barrio se oía el son de una pandereta cascabelera y al volver la esquina aparecía un hombre de rojo pañuelo, acompañado por un oso gruñidor y tambaleante. Se formaban los corros.

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Las mujeres eran de rostros atrayentes

NIÑAS
En los balcones y en las ventanas asomaban con sus blusitas de colorida percala niñas maravilladas y en el silencio aldeano de la retardada ciudad, resonaba el pandero, rezongaba malhumorado el oso y con acento gutural y exótico, el gitano canturreaba su “baila Margarita”, haciendo molinetes amenazadores y rítmicos con su bastón nudoso.
Luego él mismo o un chiquitín con cara de hambre, pasaban ante la concurrencia un platillo para los óbolos del público. A veces seguidos or la chiquillería vocinglera se metían en los patios de las casas grandes y a golpes en el parche y amenazas de garrote obligaban al pobre oso para lucir sus espesas gracias coreográficas.
Para todos, sin excepción, salvo erudiciones no salidas a flote o no llegadas a los niños, el hombre del oso era un simple gitano, como lo era, también el barbado tipo de punteagudo sombrero y herrado bastón de mando, luciendo en la faja multicolor herrumbrosas cadenas de gruesos eslabones de las que pendían argénteos y áureos discos, la cimbreante morena de ensortijados y lustrosos cabellos oscuros, hermosos ojos trágicos, colorínesco vestido y voz prometedora y augural, el espigado y zahareño garzón, cargador de sonoros y relucientes calderos y el chiquillo desarrapado…

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Madre e hija con sus vestimentas características

LEIAN LAS CARTAS
Algunas veces caminaban en grupo. La gente los seguía expresando a media voz su temor al sortilegio y al latrocinio. Zigzagueando, de acera en acera, las mujeres iban deteniendo a los transeúntes para leerles el porvenir en las líneas de las manos. Sobre los poyos de los auspiciosos zaguanes solían también tender las cartas de una vieja baraja descolorida y pronunciando cabalísticas frases decían la buena o la mala ventura a los incautos.
Tras las mamparas de los principales, atisbaban, llenas de curiosidad las niñas ya maltonas y muchas vedes, en ausencia del papa severo y regañón, se atrevían a llamar a la gitana del naipe para que les dijese si llegaría el príncipe anunciado, en la velada de la víspera, por el libreo de los oráculos.
Mientras las mujeres hacían su labor de brujas pintorescas y callejeadoras, los hombres ofrecían en venta sus cacharros y duchos en remiendos de cacerolas agujereadas, entraban por los callejones a los traspatios de las casonas donde en un dos por tres dejaban flamantes y brilladoras los peroles de la casa, olientes todavía a la rubia melcocha hogareña
A prudente distancia, los niños veían con nerviosismo y admiración el trabajo de los gitanos y, a veces, con audaz atrevimiento, les pedían una prueba de magia. Los hombres sonreían, cambiaban entre ellos unas cuantas palabras de incomprensible lenguaje y de sonoridad exótica. Ellos sacaban en inmenso pañuelo de yerbas, pedían monedas y comestibles los cuales hacían desaparecer entre el asombro de grandes y de chicos.

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Una familia entera dedicada a la música y los coros

LEYENDAS
 Al retirarse se inclinaban con rendidas venias y ceremoniosas zalemas y saludaban con los grandes sombreros, como nos habían dicho saludaban los antiguos caballeros. El vulgo y los niños miraban a los gitanos con una híbrida mezcla de simpatía y desconfianza. Eran para ellos la representación de la aventura y la herejía
Las viejas contaban que los gitanos daban la vuelta al mundo, caminando siempre a pie, como el judío errante, en penitencia de no haber dado hospitalidad a San José y la Virgen en la huida a Egipto.
Y a pesar de la leyenda antipática y del terror a veces inspirado secretamente imperioso movía a las gentes a seguirles y admirarles. Se les creía en posesión de secretos milenarios. Los desconsolados por alguna pena de amor iban a ellos en demanda de alguna panacea y quienes querían trastocar un alma displicente, consultaban a las viejas de las tribus, allá en las afueras, entre símbolos macabros, bajo las carpas grises, llenas del polvo de todos los caminos de la tierra.
Eran los gitanos para mi niñez ingenua la más inexplicable antinomia vital. Las mujeres parecían turbadoramente boinitas y turbadoramente malas. Había en sus ojos una irónica dureza y no la lograban hacer olvidar con el tono cantarino y quejumbroso de la voz siempre pedigüeña. Los churumbeles no parecían niños
Como ceniza entre llamas una vieja fatiga asomaba en el brillar de sus miradas. Los ancianos y los mozos se nos presentaban como de una casta diversa, antagónica a la de los demás hombres. Pero en ciertos instantes, con una confusa voluptuosidad malsana, pensábamos los niños de entonces en el azar del asustador que nos haría conocer el mundo y en nuestros ojos puros ponía una sombra de inquietud la imposible posibilidad de la vida peregrinante y farandulera de la carpa y la carreta.



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Los gitanos marcaron época en la Lima que se fue.

CUENTO
Casi no se ven ya gitanos por la ciudad. Rara vez asoman y nos parece no tuvieran el aire de nuestros días infantiles. Las madres de hoy carecen de ese otro cuco multicolor y viviente con el cual las de antaño amenazaban a los chicos cimarrones y díscolos.
Cuando en los diarios aparece la nota angustiosa de un niño perdido, no se comenta como en las sobremesas de otros días “se lo habrán robado los gitanos”, mientras los chicos temblaban y quedaban asustados todo el día hasta llegada la noche y la madre buena y cariñosa los hacía acostar y después de rezar el Rosario y la Oración al Angel de la Guarda, les contaba un cuento lindísimo con rumor de alas y de besos.
Cuan dulce y penetrantemente lo recuerda el cronista, a quien la remembranza aniña y ablanda, hasta hacerle sentir la voz maternal de oro purísimo que dese muy lejos repite: “¡Cuidado! Ha venido los gitanos y te pueden robar”. (Páginas seleccionadas de las "Obras Completas" que pertenecen como autor al consagrado escritor y político, José Gálvez Barrenechea).

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