Ahora ya no vienen muchos y
cuando llegan se les teme menos. En otras épocas llegaban sin saber nadie como.
Se instalaban en los arrabales bajo carpas, de donde salían en grupos a
diseminarse por todos los barrios de la ciudad. Un extraño sentimiento,
complejísima mezcla de alarma y curiosidad movía al vecindario cuando llegaban
los gitanos. Iban y venían por doquiera y dejaban tras sus pasos la más
variadísima cauda de comentarios y leyendas.
Los muchachos veían, entre
atraídos y temerosos el desfile abigarrado. Las mujeres de rostros morenos y
finos, con sus refajos de colores. Los hombres broncíneos y cenceños con rasgos
señoriales y vestimentas haraposas. Los chiquillos lindos de apretados y
renegridos bucles. Los viejos patriarcales y barbados, con una extraña mezcla
de boato y miseria y un empaque dominante en los mandones alemanes.
Todos tenían un no sé qué de
hondo misterio en la mirada ardiente de los ojos acerados y llameantes con zafiros
fulgurantes, ojos negros carbunclos. Caminaban al azar unos por las aceras,
otros por las calzadas con aires de indisciplina, de aventura, de abandono,
impresionando las imaginaciones de los niños y del vulgo soñador con ellos
Nadie sabía cómo, ni por qué, ni
para qué venían. Eran como las avenidas. De pronto en el barrio se oía el son
de una pandereta cascabelera y al volver la esquina aparecía un hombre de rojo
pañuelo, acompañado por un oso gruñidor y tambaleante. Se formaban los corros.
Las mujeres eran de rostros atrayentes
Las mujeres eran de rostros atrayentes
NIÑAS
En los balcones y en las ventanas
asomaban con sus blusitas de colorida percala niñas maravilladas y en el
silencio aldeano de la retardada ciudad, resonaba el pandero, rezongaba
malhumorado el oso y con acento gutural y exótico, el gitano canturreaba su
“baila Margarita”, haciendo molinetes amenazadores y rítmicos con su bastón
nudoso.
Luego él mismo o un chiquitín con
cara de hambre, pasaban ante la concurrencia un platillo para los óbolos del
público. A veces seguidos or la chiquillería vocinglera se metían en los patios
de las casas grandes y a golpes en el parche y amenazas de garrote obligaban al
pobre oso para lucir sus espesas gracias coreográficas.
Para todos, sin excepción, salvo
erudiciones no salidas a flote o no llegadas a los niños, el hombre del oso era
un simple gitano, como lo era, también el barbado tipo de punteagudo sombrero y
herrado bastón de mando, luciendo en la faja multicolor herrumbrosas cadenas de
gruesos eslabones de las que pendían argénteos y áureos discos, la cimbreante
morena de ensortijados y lustrosos cabellos oscuros, hermosos ojos trágicos,
colorínesco vestido y voz prometedora y augural, el espigado y zahareño garzón,
cargador de sonoros y relucientes calderos y el chiquillo desarrapado…
Madre e hija con sus vestimentas características
Madre e hija con sus vestimentas características
LEIAN LAS CARTAS
Algunas veces caminaban en grupo.
La gente los seguía expresando a media voz su temor al sortilegio y al
latrocinio. Zigzagueando, de acera en acera, las mujeres iban deteniendo a los
transeúntes para leerles el porvenir en las líneas de las manos. Sobre los
poyos de los auspiciosos zaguanes solían también tender las cartas de una vieja
baraja descolorida y pronunciando cabalísticas frases decían la buena o la mala
ventura a los incautos.
Tras las mamparas de los
principales, atisbaban, llenas de curiosidad las niñas ya maltonas y muchas
vedes, en ausencia del papa severo y regañón, se atrevían a llamar a la gitana
del naipe para que les dijese si llegaría el príncipe anunciado, en la velada
de la víspera, por el libreo de los oráculos.
Mientras las mujeres hacían su
labor de brujas pintorescas y callejeadoras, los hombres ofrecían en venta sus
cacharros y duchos en remiendos de cacerolas agujereadas, entraban por los
callejones a los traspatios de las casonas donde en un dos por tres dejaban
flamantes y brilladoras los peroles de la casa, olientes todavía a la rubia
melcocha hogareña
A prudente distancia, los niños
veían con nerviosismo y admiración el trabajo de los gitanos y, a veces, con
audaz atrevimiento, les pedían una prueba de magia. Los hombres sonreían,
cambiaban entre ellos unas cuantas palabras de incomprensible lenguaje y de
sonoridad exótica. Ellos sacaban en inmenso pañuelo de yerbas, pedían monedas y
comestibles los cuales hacían desaparecer entre el asombro de grandes y de
chicos.
Una familia entera dedicada a la música y los coros
Una familia entera dedicada a la música y los coros
LEYENDAS
Al retirarse se inclinaban con rendidas venias
y ceremoniosas zalemas y saludaban con los grandes sombreros, como nos habían
dicho saludaban los antiguos caballeros. El vulgo y los niños miraban a los
gitanos con una híbrida mezcla de simpatía y desconfianza. Eran para ellos la
representación de la aventura y la herejía
Las viejas contaban que los
gitanos daban la vuelta al mundo, caminando siempre a pie, como el judío
errante, en penitencia de no haber dado hospitalidad a San José y la Virgen en
la huida a Egipto.
Y a pesar de la leyenda
antipática y del terror a veces inspirado secretamente imperioso movía a las
gentes a seguirles y admirarles. Se les creía en posesión de secretos milenarios.
Los desconsolados por alguna pena de amor iban a ellos en demanda de alguna
panacea y quienes querían trastocar un alma displicente, consultaban a las
viejas de las tribus, allá en las afueras, entre símbolos macabros, bajo las
carpas grises, llenas del polvo de todos los caminos de la tierra.
Eran los gitanos para mi niñez
ingenua la más inexplicable antinomia vital. Las mujeres parecían
turbadoramente boinitas y turbadoramente malas. Había en sus ojos una irónica
dureza y no la lograban hacer olvidar con el tono cantarino y quejumbroso de la
voz siempre pedigüeña. Los churumbeles no parecían niños
Como ceniza entre llamas una
vieja fatiga asomaba en el brillar de sus miradas. Los ancianos y los mozos se
nos presentaban como de una casta diversa, antagónica a la de los demás
hombres. Pero en ciertos instantes, con una confusa voluptuosidad malsana,
pensábamos los niños de entonces en el azar del asustador que nos haría conocer
el mundo y en nuestros ojos puros ponía una sombra de inquietud la imposible
posibilidad de la vida peregrinante y farandulera de la carpa y la carreta.
Los gitanos marcaron época en la Lima que se fue.
Los gitanos marcaron época en la Lima que se fue.
CUENTO
Casi no se ven ya gitanos por la
ciudad. Rara vez asoman y nos parece no tuvieran el aire de nuestros días
infantiles. Las madres de hoy carecen de ese otro cuco multicolor y viviente
con el cual las de antaño amenazaban a los chicos cimarrones y díscolos.
Cuando en los diarios aparece la nota
angustiosa de un niño perdido, no se comenta como en las sobremesas de otros
días “se lo habrán robado los gitanos”, mientras los chicos temblaban y
quedaban asustados todo el día hasta llegada la noche y la madre buena y
cariñosa los hacía acostar y después de rezar el Rosario y la Oración al Angel
de la Guarda, les contaba un cuento lindísimo con rumor de alas y de besos.
Cuan dulce y penetrantemente lo
recuerda el cronista, a quien la remembranza aniña y ablanda, hasta hacerle
sentir la voz maternal de oro purísimo que dese muy lejos repite: “¡Cuidado! Ha
venido los gitanos y te pueden robar”. (Páginas seleccionadas de las "Obras Completas"
que pertenecen como autor al consagrado escritor y político, José Gálvez
Barrenechea).
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