En cambio, el Havre es Cosmópolis. Acabo de regresar de esta
capital interina de Bélgica que más parece sucursal de Picadilly. Desde la
estación todo trasciende a tabaco rubio. Y rubias son las mujeres que piden
novelas a un chelín en librerías parecidas a las de Londres.
Para ellas organizan “casas de té” como para los soldados
instalan ya sastrerías y bares. Se les ve a éstos en los cafés, tomando
lecciones de galanterías con profesores de París o mostrándole al vecino el
último retrato de la novia. Son mocetones de ojos ingenuos y alma simple.
Los vecinos del Havre no los pierden de vista. Los vigilan
porque son niños terribles. Se guardan fácilmente en el bolsillo del abrigo una
cuchara, una pipa, cualquier objeto, indistintamente. No es indelicadeza ni
codicia. Es souvenir, como ellos dicen y como los apodan en Francia cariñosa y
burlonamente.
En todo inglés dormita un coleccionista. ¡Cómo no han de
llevarle recuerdos a la familia! Su mentalidad es semejante a la del turista
que en la Alhambra cortaban molduras con cuchilla. Y como toman dan.
Ventura García Calderón: el autor de este artículo
Ventura García Calderón: el autor de este artículo
PROHIBICION
Fácilmente se despojan de la estilógrafa o de los botones
dorados de la capota. El generalísimo inglés ha tenido que prohibirles esta
generosidad, recientemente. Prohibición penosa, pues se adivina su deseo de ser
amables. Sonríen como niños, van encantados con dar el brazo a Magdalenas del arroyo.
En sus rostros desaparece “la habitual expresión británica
que es sufrimiento escondido y esplín intenso”, como decía un inglés irónico.
No sienten ya en torno suyo ese “esplendido odio” que, según Tackeray, Europa
entera les ha tenido. Y no es raro verlos jugar con esos chiquillos de gorra
belga y cara pálida, que os piden cinco céntimos en francés dengoso pero rudo. Una
fraternidad ilusoria reina entre los desterrados, los errantes, los viajeros de
comercio y los viajeros de guerra. Cada tren que va al Havre o regresa es una
hermandad universal.
Dos nurses charlan con un herido francés en un idioma que es
a la vez esperanto y lenguaje de sordomudos; un soldado nos muestra
sucesivamente el retrato de su coronel y el de su dulce corazón, que está en Escocia,
pegados ambos en las tapas interiores del reloj; un belga cuenta atrocidades;
un londinense estrafalario hace calceta-¡extraña moda!- con una pericia de
vieja abuela que nos asume en asombros infinitos.
El Havre es Cosmópolis, dice VGC
El Havre es Cosmópolis, dice VGC
FUMANDO…
En el departamento de fumadores, media docena de pálidas,
desteñidas y frágiles misses fuman cigarrillos de boquilla dorada. El uniforme
reciente les sienta bien. Son las nuevas
amazonas. Son las guerreras aceptadas por un ministro humorista, que vimos con
sombrero de hombre y con garrote en los motines londinenses; y son también las
profesionales del sablazo místico, las que con la caperuza del “Ejército de
Salvación” piden limosna en la puerta de los teatros.
Y como este tren va siendo sajón por entero, como entramos
desde El Havre en un seráfico ambiente, he aquí que viene lo que no podía
faltar: el viejecito evangélico, el agente viajero de Dios. Cuando llegó a mi
departamento le reconocí enseguida por sus ojos claros, su pantalón a cuadros,
su pulcritud y su dulzura.
Los viajeros franceses se equivocaron. En realidad, su
ademán humilde podía hacerle confundir con esos recaudadores ambulantes que
organizan la caridad en París. Prudentemente, como de acuerdo, mis vecinos
apartaron los ojos, fingiendo un brusco interés por el paisaje. Pero humilde,
testarudo, resignado al temor burgués, el anciano volvió a ofrecernos el
cuaderno diciendo:
-No cuesta nada. Es la palabra del buen Dios.
Par+is ya no es la ciudad cosmopolita...
Par+is ya no es la ciudad cosmopolita...
Aceptamos todos. Era el Evangelio de San Marcos, en un
folleto primoroso. Confieso que no pude disimular la sonrisa de inicua burla.
Pronto se repetía, en los otros departamentos, la misma distracción y la misma
réplica. El coche entero leyó, en fin, la palabra de Cristo.
Ante la santa simplicidad de esa propaganda, no supe ya
reír. Con una confusa admiración, catequizado y curioso, me fui siguiendo por
el tren al viejecito que llevaba los folletos en una red, como un simbólico
pescador de almas; al viejecito medio chiflado y medio santo que, en esta
conflagración de la historia humana, mientras los hombres se odian, mientras
los pueblos se matan, repartía las palabras de bondad, de perdón y de amor. (Editado, resumido y condensado del libro “Obras
Escogidas de Ventura García Calderón”, destacado intelectual peruano que, con sus
estudios, rescata los orígenes culturales de este país. Nació por un azar
patriótico en Paris, retornó al Perú donde estudió. Posteriormente volvió a
Francia en 1905 salvo cortos intervalos por aquí, Rio de Janeiro y Bruselas
hasta 1959 en que murió, siempre habitante de la ciudad luz)
No hay comentarios:
Publicar un comentario