Sólo algunos árboles
deshilachados se mantienen erguidos, obscura vanguardia de la noche. En casi todo
el cañón ha cercenado las ramas como brazos y aquellos muñones vegetales contra
el cielo de invierno son de una melancolía intolerable.
Pero ya por cureñas y por tanks,
derribados en medio de los campos, vamos siguiendo el lento episodio de la
batalla. Allí, en esa estación desmoronada, cada pared, cada techumbre, fueron
jalones de la enorme fatiga. Al pie del árbol sin nidos estaban de rodillas los
últimos guerrilleros en retirada. Esa locomotora es un reducto. Ese montículo,
un osario…
Mientras tanto algunos compañeros
de viaje preparan una partida de póker. Pero otros viajeros más románticos nos
quedamos fumando hasta Brujas, un melancólico cigarrillo. Brujas, veinte
minutos de parada.
¡En el automóvil que nos lleva a Bruselas nos
sorprenden agradablemente las ciudades iluminadas y rumorosas! Gente desaparece
bajo banderas. Bruselas nocturna esparce el ánimo cuando se llega del París
mortecino de la guerra. Todo el pueblo está en la calle cantando Barbazonas y
Marsellesas. Allí se repiten los consejos parisienses tan espontáneos, tan
simpáticos de poilus y chiquillos y mujeres desmelenadas y banderas.
La bella ciudad de Bruselas.
La bella ciudad de Bruselas.
PASCUA
Durante ocho días he asistido a
esta pascua florida y empavesada… ¡Qué importa que cueste cuarenta
marcos-porque dejaron los alemanes su moneda- un sobrio almuerzo de estoico y
ochenta marcos un sombrero de viaje! La alegría ha resucitado con las campanas,
después del largo viernes de dolores.
Y los mismos que ríen, los mismos
que encabezan el festival os cuentan las horas negras: la brutalidad del
oficial que exigía, con grandes risotadas, del anciano magistrado que olvidó
saludarlo, cincuenta venias de desagravio. Las exacciones inútiles, la multa
cotidiana, la insolencia cuartelarían, todo el horror de la ocupación que sin
embargo no mellaba los ánimos.
¡Qué digo! Nunca la swanze de
Bruselas, equivalente a la blague de París, tuvo más ocasiones de burlona
venganza. Los chiquillos, sobre todo, esos pilluelos de gorra sucia y colilla
de cigarro en los labios, que ahora nos vendían en la calle la Independencia o
la Libre Bélgica, organizaban fisgas pintorescas en el barrio popular de
Marolles. Avanza un día un regimiento de niños hasta el Palacio de Justicia en
correcta formación militar y ya un oficial alemán que pasa se entgernece:
-Serán más tarde-murmuran-buenos
soldados de Alemania.
FUGA
Pero el capitán de la menuda
tropa se detiene frente al enemigo que los mira, vocifera en voz de mando Nach
París y bruscamente todos retroceden fugando. La carcajada infantil y el rostro
iracundo del alemán hacen reír todavía a los belgas. Las personas mayores
volvían el rostro para no ver a los sayones o cambiaban a media voz una
adivinanza: ¿Qué diferencia existe-se decían entre un civil y un militar alemán?
Que el civil puede ser militarizado y el militar no puede ser civilizado.
Naderias, me diréis, pero que
mantuvieron, como la blague en las rincherasa, el ánimo siempre tendido para la
resistencia de cuatro años. Y en cuatro años-mirad que es plazo largo- no se
había fatigado la esperanza. Del mundo no llegaban otras noticias que las que
dejaban filtrar los diarios alemanes o las que podía conseguir clandestinamente
la Libre Bélgica que provocaba los furores del invasor.
Sólo por el avión tardío de
alguna noche tormentosa se sabía que la resistencia continuaba, que la guerra
no había terminado. Y en el rostro enflaquecido, en los ojos agobiados de Roberto
Payró, el eminente literato argentino que padeció persecuciones por la más
noble causa, he adivinado el esfuerzo y la angustia de esta invencible
esperanza. A él también porque era testigo y no callaba, porque contaba
hidalgamente su indignación en un diario bonaerense, quiso tratarlo justicia
del invasor como a un simple belga.
Soldados de Alemania.
Soldados de Alemania.
SEMBLANTES
Otros dos semblantes no olvidaré
mientras vivía por su armonía mística: los del Rey Alberto y el Cardenal
Mercier que vi en la Catedral, en la misa solemne por el reposo de los muertos.
Angustias de un santo amor, el de la tierra mártir, los han esquilmado como un
cilicio. Ya no cabrían en el cuadro de una kermesse sus rostros que el Greco
pintaría.
El Arzobispo y el Rey eran dos
cenceños compañeros de una misma vidriera gótica, dos pálidos santos de una
mayúscula de becerro de oro que acababan de resucitar y de animarse en los
altos ventanales de Santa Gúdula. Con la mitra blanca y el cayado de oro, el
Cardenal vestido de soldado el Soberano, inclinaban ambos, colmo en la ojiva
dela vidriera, la cabeza cogitabunda sobre las manos que ofrendan o bendicen.
El uno, anciano, había detenido
algunas veces con su firmeza persuasiva los barbaros. El otro, joven y animoso,
los había castigado en la batalla. Y al salir de la iglesia callada al tumulto
de la música y los vítores, me pareció que estos dos hombres llevaban consigo
para siempre como u una aureola mientras su pueblo renacía a la vida, la
tristeza de no poder olvidar jamás. (Editado,
resumido y condensado del libro “Obras Escogidas de Ventura García
Calderón”, destacado
intelectual peruano que, con sus estudios, rescata los orígenes culturales de
este país. Nació por un azar patriótico en Paris, retornó al Perú donde
estudió. Posteriormente volvió a Francia en 1905 salvo cortos intervalos por
aquí, Rio de Janeiro y Bruselas hasta 1959 en que murió, siempre habitante de
la ciudad luz)
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