Es muy antigua la costumbre de
salir al campo en el verano. Nuestros antepasados durante la estación de los
calores, habitaban en las afueras de la ciudad funditos y quintas, como los
Pacayares del Barranco, historiados por don Ricardo Palma. En otros tiempos fue moda salir a los barrios
del cercado que, como se sabe, era un pueblo distinto, separado por las
murallas de la ciudad de los virreyes.
Hasta hoy mismo puede apreciarse
el sinnúmero de jardines que hubo en aquel lugar así como en otros barrios
apartados donde las gentes adineradas poseyeron rincones floridos en los que
reposaban de los diarios afanes.
Mayor sensación campestre que las propias
chacras dieron estos arrabales contiguos a la ciudad, donde engalanados con
palacetes, miradores, estanque, cenadores y merenderos blanqueadas de cal como viejecitas
o coquetas empolvadas del siglo galante, se alineaban fraganciosas y
tranquilas, sembradas de naranjos, olivos, albahacas, alhelís y rosas.
Famosas fueron las quintas del
Virrey Amat en el Prado y Abajo el Puente. Castell-dos- Rius convocaba también
en una casa de campo su academia poética. Los otros virreyes veranearon
sucesivamente en Surco, la Magdalena, Limatambo y Bellavista. El Conde Salvatierra
prefería la aldea de Surco.
El malecón del antiguo e histórico Chorrillos
El malecón del antiguo e histórico Chorrillos
CHORRILLOS
El Libertador Bolívar, la
Magdalena. Del severo Conde de Lemos cuentan que no se holgaba sino en las
haciendas inmediatas de los Jesuitas o del Arzobispo. El Presidente Castilla,
en su primer periodo, convalecía en el
Callao. Después fue asiduo protector de Chorrillos.
En los primeros años de la
República y mucho antes de que hubiera ferrocarril, ya la villa de pescadores
de San Pedro de los Chorrillos, albergaba en ciertas épocas del año buen número
de fantasías distinguidas y ricas que pasaban allí los meses caniculares. Desde
los tiempos coloniales era esa playa de Chorrillos, de tan suave y elegante
curva, el paseo preferido de los limeños.
En ella se dio el año de 1670 un
famoso banquete al Virrey Conde de Lemos, ya rememorado. En la Flor de
Academias, los poetas amigos de Castell-dos-Ríus hablaban de las cabalgatas y meriendas que
allí había. Pero era lugar de excursión y jolgorio, a la manera de Lurín no de
residencia en temporadas, como después. Su promoción a la calidad de balneario
vino con la boga de los baños de mar, a principios del siglo XIX. Santa Cruz,
Presidente interino del Perú, veraneaba en Chorrillos cuando lo depuso el golpe
de estado de Enero de 1827.
Quien visita hoy Chorrillos,
recibe seguramente una decepción. Y, sin embargo, ningún balneario sudamericano
alcanzó la fama de éste. Una racha de grandeza pasó un tiempo sobre la aldea de
pescadores humildes y silenciosa, y se elevaron magníficos ranchos en la ribera
y jardines italianos en su quebrada inmediata.
EMBARCADERO
El antiguo caserío, con su cruz
de los molinos, sus callejones de hacienda, su embarcadero con botes y
caballitos de totora de los indios y sus chacritas con cabañas de carrizo y
quincha enlucida, se convirtió en el tiempo y en el lugar predilecto de la sociedad
de Lima.
Una sensación de elegante
bienestar y de fortuna emanaba de las construcciones que se multiplicaban.
Edificaron los ricos caprichosos chalets y vino a ser Chorrillos poblado
refugio de fresa y sedante tranquilidad para los habitantes de Lima. Fue esa la
época brillante que se inicia hacia 1840, cuyos comienzos viven en la comedia
de Felipe Pardo y que acaba con la destrucción de la guerra.
Durante al apogeo comenzaba la
temporada a fines de Diciembre y concluía en Abril. En esos meses, todos los
ranchos tenían tertulia, la verdadera tertulia que hiciera tan simpáticas las casas
de Lima, los enamorados vivían en grandes, pues se daban antaño fiestas
suntuosas. Allí se dieron bailes magníficos, se recibieron máscaras lujosas en
los carnavales y se improvisaron paseos a Villa, San Juan y al Salto del Fraile.
En las fiestas religiosas como la
Semana Santa y San Pedro, patrón del pueblo, se cuadruplicaba la población y de
las vecinas capital, sobre todo, afluía enorme cantidad de curiosos y de fieles
que hacían gala de su aparatosa piedad en aquellas célebres procesiones de San
Pedro y del Viernes Santo, verdadero aguafuerte, sobrio cuadro de carácter,
netamente español. Chorrillos era entonces una villa encantadora.
Un balneario de aquella época.
Un balneario de aquella época.
LA GUERRA
Fue sencillamente encantadora
hasta que el clarín de la guerra llegó vibrando con su cortejo de malos
augurios. Las familias cerraron sus ranchos, y los desastres se sucedieron,
cada vez más decisivos y próximos, y un día el cañón anuncio que estaban tras
el Morro los enemigos. La polvareda, los gritos, el rítmico paso de los
soldados sobre las desiertas y silenciosas calles de la villa, anunciaron la
eminente ruina.
La derrota entregó a la furia del
vencedor los aristocráticos tesoros de aquel rincón deleitoso y, desde Lima,
los azorados ojos de los antiguos pobladores, siguieron en la lobreguez del
cielo el purpureo horror de las llamas ondulantes. La soldadesca ebria y
enfurecida no se dio cuenta del estólido salvajismo que cometía.
Disiparon como envueltos en
sombras fúnebres los recuerdos de opulencia, los bailes suntuosos, los rocambores
de apuestas, en que los hacendados jugaban sus chinos con el mismo desenfado de
un antiguo príncipe ruso al disponer de almas de mujícs.
El viento que barría las cenizas fue el único
rumor de la ciudad muerta, trágica y espectral como la Pompeya clásica, cuya
imagen evocan sus calles estrechas, sus construcciones bajas y truncas, sus
mármoles calcinados. Y con el purificador incendio de esta villa del placer, el Perú liquidó, en símbolo amargo y
viviente, toda una época de prodigalidad, imprevisión y molicie.
CAMBIOS
Pasaron años aunque no se
reprodujeron los desvanecidos esplendores, sobre los destrozos se levantaron
algunos edificios. Voluntades animosas regresaron entristecidas por el sendero,
blanqueado con las osamentas de los combates. Tornaron a abrirse los poquísimos ranchos salvados o reconstruidos y
continuó la predilección de las familias antiguas por el devastado balneario.
Quedó así como marcado por una
huella siniestra. Y hasta la luz del sol se posa en sus callejuelas, cegadora y
hostil, con impresión de tristeza, esa acerba tristeza del sol que es
agobiadora en su radiante congoja.
Los ranchos evocan recuerdos de jaulas y de
prisiones. Los corredores y traspatios, sin flores, sufrieron una urbana decadencia.
Pero el éxodo acostumbrado siguió llevando anualmente la peregrinación
soñolienta de los veraneantes. De trecho en trecho, quedan señales en la ruina:
paredones ennegrecidos; rejas abolladas, ventanas tapiadas, marmóreos zócalos
rajados y empotrados en casas mezquinas. Son los despojos del naufragio, los duros
testimonios del escarmiento.
Pero, si embargo, nuevas
generaciones quisieron sacudir el siniestro manto. Se reanudó, atenuada
discretamente, la era de los paseos, de los bailes y de las tertulias. Resonaron
de nuevo las músicas en ls retretas; sobre el malecón, ante la benéfica caricia
de la brisa salobre que venía del mar y bajo la comba luminosa del firmamento
estrellado, discurrieron las parejas románticas, se enlazaron muchas veces las
manos en promesas ingenuas de felicidad, que luego la vida destruye, y uno como
piadosa resignación fluyó en les miradas, quietas por el dolor y por el tiempo.
LAS TARDES
En las tardes se extrema su
aspecto melancólico. En las calles estrechas, el sol cae a plomo, alargadas por
el silencio, estas callejuelas sólo salen de su cálida modorra con el vibrar
agresivo que en notas agudas ponen los pregoneros.
Los ranchos, con sus toldos caídos, sugieren
hálitos de encierro sofocante y de sus interiores viene un desordenado bullicio
de chiquillos malcriados y de muchachas perezosas, que gritan desde la hamaca
en que se tienden a devorar novelones cursis.
A lo lejos los chillones manoteos en un piano.
Arriba, el graznar de una banda de gaviotas que surcan la quietud azulada del
cielo. Y como un compás eterno, el rumor del mar mansísimo que se tiende, albo
y brillante, en la bahía resplandeciente, sonora y curva como un árbol de lira.
Uno que otro bote perdido en la
lejanía espesante, deja llegar a intervalos hasta el malecón desierto alguna
voz de mando. Tres indios pescadores echan a la tarraya con actitudes de
terracotas académicas, y en la playa, algunos bañistas se refrescan en el agua tranquila
y aquí algo turbia.
Rancho de una Lima que se fue muy cerca del mar.
Rancho de una Lima que se fue muy cerca del mar.
REGATAS
Así sobre el marasmo actual se
insinúan pálidas imitaciones que son como continuación debilitada de aquel
esplendor lejano. El Chorrillos de los
abuelos, de las onzas de oro, de los ranchos con laureles y estatuitas, de las
juveniles cabalgatas y las cacerías en las lagunas de Villa, de los baños concurridísimos.
El Chorrillos de las regatas en
que participan todos los muchachos distinguidos, de las estaciones henchidas a
las horas de los trenes de cinco y seis de la tarde y de las retretas pasmosas,
parece muerto. Y ha acabado de robarse la poesía con su vértigo y su tun tun
chinesco el tranvía eléctrico, que deshizo el encanto de los trenes sociables,
los cuales a su vez habían desalojado a los balancines solemnes y señoriales.
Cuentan que en épocas pretéritas
antes que los españoles vinieran, muchísimo antes, existió entre el Callao,
Maranga y la Magdalena, una población secular y riquísima. Aún puede observarse
el plano de la ciudad. Y las huecas numerosas diseminadas por todos los
senderos lo atestiguan. Sobre aquellos escombros los españoles crearon una
villa recogida y plácida, en la que plantaron los primeros olivares y las
primeras vides.
Con el tiempo, la aldea risueña y
durmiente fue refugio de enfermos y de empobrecidos. El radio pequeño no se
ensanchó. Pasaron los años sin que perdiese su vetusto aspecto característico
la aldea llena de árboles y de rumores. Quedaron las avenidas antiguas, la
quinta virreinal y las huertas ubérrimas y perfumadas.
MAGDALENA
San Martín y Bolívar escogieron este apacible
rincón para descansar de las fatigas del gobierno. Cuando la guerra con Chile,
García Calderón instaló allí su régimen provisorio, y desde San Martín hasta
nuestros días poco ha cambiado seguramente aquel rústico pueblecito.
Con sus leyendas de bandoleros,
su gente pobre y sencilla, sus tísicas románticas que iban tras la salud y la
felicidad, creóse un ambiente como para la cura de almas, acariciador y
sedante. Vieja, empolvada, patriarcal y
agreste, la Magdalena tiene el encanto de sus olivares centenarios, de sus
fundos de casas ruinosas, de su iglesia churrigueresca y pródiga en oros y
tallados, de sus avenidas sombrosas que no dejan pasar el sol y que tejen en
las noches de luna albos poemas de encaje, cuando la brisa les presta, como en
una danza antigua, la música y el movimiento.
Allí está rebelde a la
civilización, algo desmejorada para los enfermos de sueño y necesitados de
reposo, con sus anatópicos focos de luz eléctrica. Allí esta con su ancha
plaza, rodeada de añosos árboles, sus recuerdos históricos y su ingenuidad de
anciana y buena hospitalaria. Allí está la laguna de Oyague, plata liquida bajo
el plenilunio. Pueblo de calma y suavidad, hechizo vago de aldea en ruina.
Barranco de antaño
Barranco de antaño
MAR BRAVO
La avenida moderna da siempre un
sensación de égloga con los cantares campesinos que vienen de lejos, con el
incesante ladrido de los perros y la visión resignada de los bueyes que mugen
de rato en rato y se vuelven al lado del crepúsculo como para saciarse de sol.
Más allá de la avenida se
desperdigan los ranchos, las casuchas y las quintas de la Magdalena Vieja. Cada
cual ha hecho su casa donde ha querido, sin tener en cuenta para nada la
estructura de la población, y así, frente a una casita con pretensiones, se
extiende un potrero, en cuyo extremo se yerguen las torrecillas de alguna finca
más o menos lujosa.
La población es reciente y casi no tiene
tradición, muge a sus pies, el mar furioso, el único fantasma del pueblecito.
La braveza de su playa es su leyenda. Los ahogados han sido muchos, las pérdidas
de los que intentaron detener el mar para construir baños son incontables.
Antaño menos importante que San
José de Surco, aldehuela que es la viva poesía de la desolación, el Barranco en
nuestro medio es un ejemplo alentador de progreso. En 30 años ha crecido más que
cualquiera ciudad del Perú y hace 50 no era sino una pobre ermita rodada de
humildes rancherías. Si viera el Padre Abregú el actual florecimiento de su
antiguo retiro, bendeciría aquel suelo de tan fértil vitalidad.
El Barranco, más que un balneario
de verano, es la residencia predilecta de la burguesía. Entre los balnearios
que rodean Lima es el menos aristocrático y el menos típico. Pero ha tenido y
tiene aún sus encantos, como una linda bajada a los baños y el camino a Surco.
SENCILLEZ
Lo que deslumbra a la gente cursi es lo que menos vale del
Barranco. Para el cronista, tiene esta villa en singular de haber sido el lugar
de temporada de los genuinos mataperros de Lima y el verdadero centro de las
retretas en su estación del ferrocarril, con su desfile de innumerables
muchachas y sus trenes llenos de pasajeros ansiosos de llegar al rincón
preferido.
Ningún balneario ha tenido
mayores características de sencillez. Hoy las ha perdido, sin ganar en gravedad
ni distinción. El Barranco era encantador, porque era sobrio y barato,
primitivo, campestre de veras, porque la fruta se obtenía regalada o bajísimo precio
o por una buena carrera, porque se toreaba bravuconamente, porque en las noches
de luna se hacían paseos improvisados, porque raro era el domingo en que no
había una excursión a burro a San Juan porque en los Baños se corrían las olas
y se jugaba juegos infantiles, con el encanto de los diez años en que no hay
mayores bienes que el retozo, la risa y el sueño.
El tranvía eléctrico, a la vez
que un pintoresco rincón limeño, destruyó el encanto de la vida sencilla de lso
balnearios, la perfecta unión en estos pequeños pueblos, la ilusión de que eran
lugares de distracción, de reposo y de campo. Cada vez que el cronista pasa por
alguna abandonada estación del antiguo ferrocarril inglés, siente que le sube,
desde lo más recóndito de su memoria de adolescente y de niño, una ola de recuerdos de insuperable le frescura.
El balneario chalaco de La Punta
El balneario chalaco de La Punta
LA PUNTA
Así como la Magdalena le da una
impresión romántica de primer amor y de primera tragedia, el Barranco le trae
sensaciones de inocencia, de lunas claras bajo cuya lumbre se corretea como un
cabrito suelto, de baños nocturnos en que se sentaban las peligrosas apuestas
de natación y de pisar pulpos en el agua marina, a quietud y embrujada por el
encanto del plenilunio
Todo aquello ha pasado también y no es que ya el testigo haya
cambiado, sino que los tiempos huyen y con ellos las almas se transforman,
empujadas por los progresos devastadores de lo poético.
La Punta en el Callao. Sensación
de barranca de feria. Plaza destartalada, ranchos con pretensiones desmedidas
de ambiciosa cursilería. Improvisación endeble, pero fresca, como un vestido de
lona o un sombrero de paja. ¿Poesía? La
que dan la luna y el mar. Pedregales inmensos, hoteles del peor gusto genovés, olor de barco y peligro
inminente de ruina próxima. Sólo un encanto: el de los baños de la temporada y
el famoso Miércoles de Ceniza en el que se realiza el entierro de Ño
Carnavalón. Y basta.
Si no fuera por la travesía tan
larga y la visión monótona de los arenales, Ancón sería el balneario ideal.
Ninguno tiene mayores atractivos, no obstante su aridez y la calva extensión de
sus médanos. Hay tal sensación de frescura de la playa tendía y abierta, es tan
suave el rumor del mar, el brillo de la arena.
SEDUCCION
Atrae tanto la lechosa claridad de la luna y
se siente quien vive allí tan distante de Lima, de los ajetreos urbanos y de
las cotidianas miserias, que no hay seducción más propicia que la de este seco
y luminoso y despejado rincón salino.
Allí queda aún el sello característico
que dan los trenes de itinerario fijo. Hay todavía la comunidad encantadora de
las familias que se reúnen todas cotidianamente a ciertas horas. Los intrusos
son raros. El ambiente del balneario es genuino. Allí sí que había la sensación
de que se descansa sí últimamente no se le hubiera dado un carácter llamativo y
alocado en que parece sintieran todos una
imperiosa urgencia de aturdirse.
Y hay delicia incomparable al
trepar aquellos cálidos cerros de arena, al perder la vista en las lejanías de las móviles lunas y luego sobre el horizonte marítimo tan
espacioso, al detenerse en el verdor más atractivo por el contraste de los
campos de Huaral y, tras darse un baño de sol y de arena, entrar en el agua,
pisando el fondo mullido, mientras en la lejanía marina aparecen las
trianguladoras velas de las barcas pescadoras.
El silencio en las noches es inefable. Y sobre
el arenal estéril parpadean tan lucientes las estrellas y su fulgor parece tan concentrado
y rítmico, que acude a la memoria la antigua concepción de la música de las
esferas
MIRAFLORES
Alguna vez lo dijo ya el
cronista: Miraflores es la hermana menor
de un cuento de hadas, la más pequeña y la más bonita de las tres. Si
Chorrillos es aristocrático, tradicional y rancio y el Barranco es burgués e
improvisado, Miraflores es sencillo, juvenil y fresco. Con sus alamedas, su
silencio, la vida para sí que cada cual hace, su aspecto de veras rústico.
Miraflores es el pueblecito
preferido por los extranjeros, por las gentes que saben del home y del reposo.
Sin notas de chacbacanería ni mal gusto,
poético, apacible y rumoroso. Miraflores tiene dichosa sobriedad que auspicia
la idealidad de un idilio y acoge blandamente la realidad amorosa de un hogar
recién fundado
Balneario en que se ven cabezas
de abuelos venerables, delantales blanquísimos, sonrosados semblantes sajones y
aporcelanadas caritas de niños. Miraflores es el lugar que por excelencia aman
los que no viven para afuera, sino para su deliciosa y atormentada intimidad. A
pesar del progreso, de la muerte de su gótica estación que delineó un alemán
sacerdote jesuita y del tranvía eléctrico vulgar, ha conservado su apacibilidad,
su mansísimo encanto de árbol que da sombra y fresco.
Verde, floreciente y bello parque de Miraflores.
Verde, floreciente y bello parque de Miraflores.
En su bajada a los baños,
florecida y llena de sorpresas, en sus plazuelas calladas o con vocinglerías infantiles,
junto a sus casas con huertas, cerca de sus quintas extranjeras, se respira un
ambiente de salud y de tranquilidad aldeana, antítesis de todo artificio.
Por eso, sin duda, los que saben
de la vida, se refugian allí. Chorrillos es demasiado urbano y anticuado y
Barranco es demasiado progresista y burgués. Miraflores tiene algo de propio,
de característico. Hay humanidad a la vez poética y realista en su fisonomía, y por eso, como la
Cenicienta del cuento, se ha hecho para que la descubran los príncipes que
saben escuchar a las hadas. (Páginas
seleccionadas del libro “Una Lima que se Va”, cuyo autor es el consagrado
escritor y político José Gálvez Barrenechea).
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