Aspecto original también de la
vida limeña es el que ofrecen las viudas e indefinidos pensionistas del Estado.
Forman una legión devoradora y dolorida. Viven del ayer que con fuerza
irremediable los sujeta al recuerdo, los inmoviliza en la visión del pasado y
los torna tristes y despechados. Desde la viuda parlanchina y leguleya, que
habla, habla y habla, y la pobre mujer silenciosa y sufrida que espera con
ansia dolorosa el fin del mes para recibir del Estado una miseria, hasta el
pomposo militar retirado que guarda siempre la ilusión de volver a los días
deliciosos de montar a caballo y fusilar a cuatro pícaros, resumen sintético de
su decisión y de sus ansias, todos todos “son tristes que aprisionó el pasado”,
y arrastran lamentablemente una vida de
angustias y de menudas necesidades.
Hay una clase, no muy numerosa,
que ha cambiado algo de su sicología altiva y dominadora con el tiempo y la
pobreza reinante en el país, desde la última guerra nacional. Es la viuda de
alto copete, señora de campanillas que, antaño especialmente, no iba a Palacio,
pues tenía persona de confianza para que le cobrara la pensión y que cuando la
ocasión se presentaba entraba sólo en comisiones para hablar con el Jefe del
Estado, a quien se dirigía en términos soberbios muchas veces.
Se cuentan mil anécdotas de las
viudas de los grandes mariscales y de los generales de la Independencia, que sabían soltar cuatro
frescas a quienes dificultaban o demoraban el pago de las pensiones. Naturalmente, el tipo ha decaído y ahora las
pensionistas de copete han disminuido.
Pensionistas de la Lima antigua.
Pensionistas de la Lima antigua.
LAS APACIBLES
Ellas se reducen a encargar a
alguna persona que les cobre la pensión. Todo su orgullo se limita a no pisar
Palacio ni entenderse directamente con los encargados del pago. En último caso,
preferían entenderse con los usureros.
Hay otro tipo característico: las
apacibles, aquellas que sin protesta hacen cola en la ventanilla de la Caja
Fiscal y esperan pacientemente que les toque su turno, sin una queja, sin un
reproche, sufridas, como avergonzadas, dispuestas a dejarse maltratar por todas
las que van como leonas a disputar, aunque sea el tiempo, ya que el dinero no
les sería permitido. Son generalmente viudas necesitadas y doloridas, que
sufren la inevitable ley de la lucha por la vida y que no saben quejarse, sino
en su interior sangrante y herido por la injusticia, por el abandono y la
miseria.
Frente a este género se alza
amenazador y bullicioso, el de la peleadora que grita desde el fondo de la
habitación con voz chillona: “Señor Lozano, Señor Lozano, aquí hay una vieja
que no me deja pasar”. “Vieja, será usted, so pelona”. “Malcriada, como se
conoce que usted ha nacido en una cueva”… Y zis zás, comienza el capítulo
naturalista de los arañazos y de los tirones de pelo. Espectáculo no muy
frecuente el de las vías de hecho tal
vez, pero cotidiano e inevitable el de las caricias verbales.
LOZANO…
Pensionistas hay que se presentan
sudorosas, apresuradas, jadeantes, dispuestas a meter el codo, el hombro, a
pisar por mala fe y solapadamente a la que tienen adelante, a dar empellones, hasta situarse en lugar
visible, para hablar con el señor Lozano.
De pronto surge una voz angustiada y
temblorosa:” Señor Lozano, me apachurran, me matan”. El señor Lozano ríe
imperturbable y continúa haciendo llamar por orden alfabético, divagando en
alguna escultura, quizá un originalísimo y
formidable expresivo grupo en mármol negro y en mármol blanco que se
llamará las viudas.
Hay escorzos y actitudes
inverosímiles. Señoras gordas que muestran ciencia y arte etupendos en aquello
de deslizarse, escurrirse, acomodarse en cualquier sitio con blanda
adaptabilidad del líquido untuoso y pesado. El género de las bravas es el
temible. Desde antes que se abra la caja discurren por los corredores, charlan
bulliciosamente, rajan de los hombres públicos, se acuerdan del pariente que
les dejara el montepío sólo cuando se acerca la hora de cobrar y entonces, yo
lo creo, no hubo en el país hombre como ese,que era talentoso, valiente y leal,
como el que más.
En los corredores saludan y
detienen a todo el mundo, hablan de lo que no entienden, amenazan con los
parientes gobiernistas, son enemigas terribles de los empleados subalternos,
del portero, del portapliegos, del amanuense que encuentran en su camino, a los
que amonestan por cualquier nimio motivo y en toda circunstancia.
La madre que tenia que mantener a las hijas.
La madre que tenia que mantener a las hijas.
OTRAS
Hay otro género de pensionistas
que cuidan su vestir aunque un tanto antiguo, se retocan la cara, se ponen
bucles y crespos postizos, fruncen la boca y hablan con artificial y parsimoniosa
delicadeza. Ahuecan la voz, ponen los ojos al cielo, miran con mecánica ternura
a los que pasan, se contonean sin salero, pero con intención, y, seductoras de
interés, no lo hacen pensando en la caída, sino en la hora auspiciosa que
inducirá al empleado a servirlas preferentemente.
Cuando cobran, dicen con los ojos
un agradecimiento prometedor, que se repiten todos los meses y salen a la calle
satisfechas, convencidas de que deben el favor a su belleza, a su gracia, a sus
encantos otoñales, casi siempre ya del todo marchitos por el tiempo y por la
melancolía, hermana inseparable de las vidas oscuras.
Tienen estudiados a los
funcionarios conforme a su
incendiabilidad. Los hay, para ellos imperturbables y fríos, los hay
melosos y galantes, serenos y duros. Las clasificaciones varían al infinito.
Nadie comprende cómo las de este género llegan a averiguar tan a fondo la vida
de gil y mil. Y entre estas y las otras, participando muchas veces de sus
matices diferenciales, se alzan las chismosas, las que todo lo saben y lo
comentan todo y llevan y traen las fábulas del día especialmente las de
saber picante y encendido color.
DIALOGOS
Los diálogos son interesantes:
-“Me dicen que la viuda de fulano esta media trabajosa”. Yan o viene a cobrar,
tiene encargado… El otro día la vi en la calle que parecía el coche del
Santísimo, tan engallada iba. La muy tonta se hizo la que no me veía, pero yo
que no aguanto candideces, le dije fuerte para que me oyeran todas: ¿Cuándo
cayó la avenida que hizo desbordar la acequia, doña Mariquita? Se puso como un
tomate y me respondió: “¡Ay doña
Manuelita, le digo a usted que estoy lo más mal de la vista! Quiso disimular,
pero no pudo y la deje chantada.
Y
¿Qué me dice usted de la gorda esa de los abalorios, que venía como una
ave cantora, y que dicen que se va a casar con el italiano que tuvo la pulpería
de matasiete? ¡Ay, hija, si se ven cosas que parece que se va a acabar el
mundo!
Y así atentas a la vida y
flaquezas del prójimo, esgrimen las grandes tijeras, lamentándose de tener que
hacerlo, pero haciéndolo concienzudamente.
Entre el tipo de los indefinidos,
hay dos grandes clases el definitivamente
derrotado que no sueña en la reconquista de la pasada grandeza y el nostálgico,
que siempre confía en la resurrección. A l vera del Palacio, haciendo sus
grandes bigotes, su marcial aspecto, echado hacia atrás, el indefinido típico
acaricia una pera imponente hoy camina con aires de mando llevando un gran layo
y un lloque amenazante.
SE RIEN
Tipo de aguardiente con pólvora
de esos que ganaban los combates sólo con sus riñones, es el de los que se ríen
de las tácticas y las estrategias y se burlan del progreso militar de las mariconadas, mariconadas dicen,
de los nuevos militarcitos, de estrecha cintura, llenos de curvas, y de andariveles.
Pero este tipo del indefinido
matonesco va desapareciendo. La
reacción del año 1895, comenzó a abatirlos y se fue muriéndose la clásica especie de aquellos que
esperaban siempre la reacción, que no podían dejar de cortar la mañana, tomando
el buen puro de Ica. Hablaban con voz ronca y subterránea, no perdían el compás
guerrero y caminaban aún como si sufrieran la gloriosa incomodidad del peso del
gran sable sujeto a la cintura por varios dorados cordones.
El indefinido actual no tiene el
intenso colorido de otros tiempos y por amor del progreso y de la cultura
cívica, es menos temible de rebeldías en escucha del llamamiento sanguinario de
las continuas revoluciones. Ya no es el tipo del mandón que soñaba con dar
rienda suelta en las Prefecturas a sus ímpetus dictatoriales.
Portal de Botoneros en la Plaza de Armas de Lima
Portal de Botoneros en la Plaza de Armas de Lima
MODELO
Los genuinos, los que nuestra
generación ha alcanzado, los últimos
representantes de la legítima especie, inconfundibles en el vestir, en el
andar, en el hablar, fueron sabrosos rezagos de la edad heroica. El indefinido de hoy es lamentable y
descolorido, comparado con esos antiguos indefinidos fanfarrones y majestuosos,
de que no quedan ya sino escasísimos ejemplares.
El que existe es el indefinido
nostálgico, desgraciado militar o funcionario
venido a menos. Toda su vida es un rosario de añoranza. Vive pobremente,
pero no deja de felicitar a los nuevos ministros. Va a Palacio con el más
pequeño motivo, anda a caza de recomendaciones, hace de sacrificio por
presentarse bien, si acaso hay algún acontecimiento público de importancia,
cuida como oro en polvo las condecoraciones de los combates a que asistiera y
suspira cotidianamente por la vuelta de los buenos tiempos.
Pertenece a todas las
instituciones de orden militar, se afana por pronunciar discursos en estilo de
proclamas y pasa su existencia soñando en el despacho que llega algún día
trayéndole el esperado ascenso. Es el de los que sabe exactamente cuánto le
costarán el nuevo uniforme, los dordones, las charreteras. Hace presupuestos,
forja planes y se pasa las horas saludando, saludando, inútil ingenuo,
esperanzado siempre.
Junto a aquellos coexisten con su aire e amargura
negligente los que se sienten ya fracasados, que nada hacen y nada operan. Son
los melancólicos que se olvidaron de aspirar y de pedir. Abonados a los bancos
de las plazuelas, ven pasar el tiempo que los mina, sorda e implacablemente.
Van de tarde en tarde, a Palacio, cobran
en silencio, apenas se reconocen en el ayer.
EJEMPLARES
Son de aquellos tristísimos ejemplares de
humanidad que podrían preguntarse desolados: “¿Pero yo fui aquél? “Unos se
embriagan a diario, ahogando su infecunda tristeza en el engaño del alcohol.
Otros, abandonados por completo a sus
desgracias, se dedican al arte del
sableo, pidiendo, agradeciendo con habitual humildad, una peseta, una copa, un
cigarrillo. Lastimosamente raídos no hablan de sus glorias, parecen haberlas
olvidado y cuando alguien, caritativa o burlonamente, se las rememora, levantan
los ojos, miran vagamente al espacio, a alguna visión remota que se esfuma, la
aprisionan un instante y dicen con fatalista indiferencia: “Es cierto, es
cierto”. Suspiran de nuevo, piden un cigarrillo y absortos ante las perezosas
volutas del humo, vuelven a su modorra dolorida. Esta clase está ya
definitivamente extinguida.
Además del usurero, del agiotista profesional, a menudo con oficina
establecida, dueño de su impunidad insolente y de su crueldad acatada, hay
entre las mismas pensionistas algunas que explotan, ya como agentes de aquellos
usureros, ya como capitalistas, la
necesidad dolorosa de las propias compañeras. Espectáculo triste y
equívoco es el que ofrece la atracción pulposa de estas mujeres que persuaden a
las menesterosas de la necesidad de la venta de sus pensiones por seis meses,
por un año, con intereses leoninos.
Muy religiosos eran estos personajes y acudían a las procesiones.
Muy religiosos eran estos personajes y acudían a las procesiones.
COMPETENCIAS
Parlanchinas, argumentadoras, hacen
temblar la voz, aseguran que sólo las mueve la miseria ajena y viven a caza de
noticias de desgracias familiares, para ofrecerse con avariciosa oportunidad a
quienes necesitan y se hallan en condiciones de entregarse en cuerpo y alma.
Aunque parezca exagerado, lo
cierto es que los propios usureros tienen que sostener serias competencias con
la usurera por vocación, cordero convertido en lobo en su propia manada que
aprovecha su ciencia del terreno, su perspicacia y su privilegiada situación
para conocer la agobiadora escasez de las compañeras.
Hablan en voz baja, son la esencia
de la discreción, dan palmaditas y son afectuosas, pura miel para todas sin
excepción, porque confían instintivamente en el azar inesperado de la desgracia
y ven en cada pensionista una víctima posible.
Y así van, indefinidos, cesantes
y huérfanos y viudas, camino de dolores sin términos, de pobrezas infinitas, de
cruel abandono, monótonamente lamentable, atentas a una fecha y pendientes de
una ventanilla, sombras mezquinas de tiempo y del espacio, en que se resume y
simboliza la estrechez de sus vidas oscuras.
(Páginas seleccionadas del libro “Una Lima que se Va”, cuyo autor es el
consagrado escritor y político José Gálvez Barrenechea).
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