Conversaba este cronista, hace
algún tiempo, con un grupo de gentilísimas limeñas. El ambiente era
propicio. Lugar: un hogar linajudo.
Motivo: un matrimonio. Lindísima la novia, gallardo el mancebo. Hora: la noche
prima. Sedas, joyas, negros fraques y albas pecheras
En los corredores patinados
lienzos con graves personajes coloniales. En el comedor, todos los matices de
la golosinería limeña, desde el rubio huevo molle hasta la colorida pasta de
almendras y la perlada rosquilla del convento.
En los jardines circundantes una
pálida y romántica insinuación lunar, rumor de frondas y aroma de jazmines y de
madreselvas. Completo el cuadro de los casorios de antaño como los realizados
en dieciochescas quintas, entre las cuales alcanzó fama la de Presa,
arbitrariamente llamada la de la Perricholi, donde se consagraron muchas
promesas de amor.
Era inevitable la charla sobre
asuntos arcaicos. Y el cronista sintióse viejo y hasta valetudinario, docto
sólo en recuerdos, para responder a las preguntas:
¿Y díganos usted como era esto y
aquello y lo de más allá?
Y como quiera hubo el gusto de no
bailar en esa noche de augurios felices,
las gentes pudieron conversar como en los días ingenuos de la tertulia amable y
cortesana. El grupo de limeñas gentilísimas abrió un cifrado cofre, con
fragancia de sándalo y de rosa, en el cual pudo el cronista poner, como hojas
secas, unos cuantos recuerdos.
Una casa hacienda de la Lima antigua.
Una casa hacienda de la Lima antigua.
PREGUNTAS
Desatóse un rosario de preguntas.
Y ya por el gulusmeado saboreo de una
exquisita pasta, por la visión de un retrato antiguo o por el eco evocativo de
una música olvidada, surgieron animados y pintorescos todos los temas del
tiempo ido.
El clavicordio de la abuela
cantado por Ruben Darío, la heráldica litera del antepasado virreinal, el
enconchado filipino, el arcón taraceado,
la saliente ventana, el ama de las consejas y la negrita pinturera de las
tonadillas y de los dicharacheros.
Todo apareció en una mágica
resurrección de cosas desaparecidas. Y charlando, charlando, llegóse por
asociación inevitable, a recordar ese cuadro vinculador y cordial de la
sobremesa hoy casi no existente, magüer una de las damas afirmara aún en
ciertas casas acostumbrábase hacerla de cuando en cuando, aunque no tan larga y
tan jugosa como la de antaño.
¡La sobremesa! Un carácter ritual presidía la vieja vida. En
los comedores amplios sobriamente amoblados se reunían a la hora del yantar,
los familiares todos. Nada apresuraba entonces a las gentes. La v ida era ancha
y lenta. El señor o la señora de la casa decían con circunspecta actitud y voz
solemne, la oración con la cual bendecían la comilona, pues era nutritiva, abundante
y sápida.
Ruben Dario: fama y calidad de poeta.
Ruben Dario: fama y calidad de poeta.
PLATOS
Servían luego los sabrosos platos
de la cocina doméstica-pucheros, carapulcas, chupes, migas, todo cosas de enjundia-
y terminados los postres, volvía a resonar en acción de gracias la misma voz
conmovida, a la cual se acordaba un coro de salves y de letanías.
Después del clásico rezo,
comenzaba la sobremesa, propiamente dicha. Servíase según los gustos y
aficiones, el café, el chocolate, el preferido o el mate del Paraguay. Los
disticosos y aprensivos solían beber infusión esa de yerbas conteniendo éstas,
según el decir de las viejecillas, algún secreto de naturaleza.
Generalmente no se pasaba al
salón o la cuadra. En el mismo corredor se recibía a las visitas de confianza y
entonces se hacía curosiador comentario. Se discutían las noticias de los
papeles, como así llamábase a los periódicos, se referían anécdotas callejeras,
se contaban los chascos sufridos por las fulanitas y las menganitas.
Se hacía costeo de las cosas
ocurridas en el paseo o el sarao. Se decían cuentos de penas y aparecidos. Se
hablaba mal de los masones. Como antes se había despotricado de los piratas y
de los herejes. Se alababan las
virtudes y elocuencia de los padrecitos
predicadores. Se referían, a media voz, los chismes del vecindario. Y se
relataban fechorías de ladrones, maravillas de curanderos, proezas de hijos
mayores y gracias de los vástagos pequeñines.
RECUERDOS
La sobremesa unía estrechamente a
todos los miembros del hogar. En ella se develaban recuerdos y se afirmaban
proyectos. Se establecía una corriente con el pasado y el porvenir. Los
ancianos coreaban el vínculo con el ayer y los mozos apuntaban al futuro.
Por eso la familia era unida y
vigorosa. Un ambiente de respeto envolvía estas reuniones en las cuales se
hacía la historia del grupo y se sentía vivamente la continuidad de la vida.
Nadie se creía aislado o presuntuosamente solitario.
La casa era como un árbol secular,
cuya savia venía de las profundas raíces asentadas bajo la tierra. Las flores y
los frutos nuevos tenían, por eso, sin dejar su fresca novedad primaveral, el
sabor y el aroma de lo alquitarado por el tiempo.
El vértigo moderno, con su ritmo
veloz y cruel todo lo desmigaja y apresura y no permite ya la sobremesa. Con
raras excepciones, son amplias y concurridas las mesas familiares. La vida
callejera y sus tentaciones atraen a las gentes.
Hay tal vez, más vida social,
pero meno sociedad. Cada cual hace con variante rapidez su vida y como el tiempo es oro y la edad de
oro ha pasado, ya casi no hay tiempo para nada. Toda la apasible y reposada
dulzura del ayer se ha fugado.
Un plato típico limeño.
Un plato típico limeño.
LO EXTERNO
En los hogares ya no suenan las
campanillas para a todos congregar, como para un rito, en las horas del comer.
Y como no hay simplicidad, ni se cumple el precepto evangélico de dar posada al
peregrino, muy pocos se atreven a sentar a su mesa al extraño para compartir el
yantar hogareño, con la sencilla y noble hospitalidad de otrora, si no puede
lucir unas lujosa vajilla y presentar una comida suculenta sin sabor a hogar.
Ya se sabe, hoy se prefiere lo
externo a lo íntimo, a pesar de lo encantador y aristocráticamente espiritual
de poder, aunque sea de tarde en tarde, hallar en una mesa acogedora de gente
buena y sin pretensiones, el gusto limeño de aquellas viandas sabrosas y sanas,
que morenas graciosas hacían cantando en los viejos caserones hospitalarios.
Y las tres damas gentilísimas
escuchando todo ello, casi perdido, hicieron un mohín muy limeño y le ofrecieron
al cronista, para taparle, sin duda, la boca, una deliciosa nuez rellena y un
ambarino vaso de fresco de piña.
A la vera del grupo romántico, un
caballerito de los más nuevos y flamantes, sostenía en alto una hirviente copa
de champaña brindándola a una chiquilla de negros ojos abusivos. Se nos antoja, pedía, sin saberlo seguramente, una
saya y un manto… (Páginas
seleccionadas de las "Obras Completas" que pertenecen como autor al
consagrado escritor y político, José Gálvez Barrenechea.)
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